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“Que todo se te escriba dentro…”

Guadalupe Arbona y Pablo Luque Pinilla
20/12/2009 - RECUERDO DEL POETA JOSÉ ANTONIO MUÑOZ ROJAS

De la observación a la escritura. La descripción de la variedad y belleza de los verdes que aparecen en el campo anuncia algo más de lo que aparece a simple vista: la imagen de la vida del hombre y sus edades. El canto de la realidad necesita de una compañía para gozar de la eternidad

El pasado 29 de septiembre moría el poeta español José Antonio Muñoz Rojas. Nacido en Antequera, Málaga, en 1909. Estudió Derecho en la Universidad de Madrid. Entre sus maestros estaban Antonio Machado y, más lejano en el tiempo, Fray Luis de León. Sus colegas fueron Moreno Villa, Dámaso, Aleixandre, Ridruejo. En 1936 decidió irse a Cambridge como lector de español. Allí coincidió con Unamuno, Cernuda y Leopoldo Panero; estudió y leyó la poesía lírica inglesa y tradujo a John Donne, William Wordsworth, Gerald Manley Hopkins, Francis Thompson y T. S. Eliot. En 1939 regresó a España, alternando la ciudad y el campo, y compaginando su vocación literaria con su trabajo en la banca. Precisamente desde su puesto en el banco Urquijo «enviaba alimentos a la esposa y al hijo de Miguel Hernández cuando éste estaba encarcelado. Se convirtió, además, en uno de los puentes más sólidos entre los exiliados del exterior y los del interior. En los años más inhóspitos de la posguerra, utilizó los seminarios de la Sociedad de Estudios y Publicaciones del Banco Urquijo como refugio para intelectuales sospechosos o directamente expulsados de sus cátedras por motivos políticos. También para los desterrados que, con el tiempo, fueron regresando a España. Xavier Zubiri, Julián Marías, Ramón Carande y José Bergamín fueron algunos de los beneficiarios de una iniciativa que, como recordaba él mismo, despertó entre los medios oficiales “tantas reservas como sorpresa”» (El País, 30 de septiembre de 2009). Actividades y gestos que hablan de la humanidad de este poeta.
Empieza a publicar en 1929 con el libro de poemas Versos de retorno, seguido por diversas publicaciones en verso y prosa, tales como: Soneto de amor por un autor indiferente en 1942, Abril del alma en 1943, Las cosas del campo en 1953 y Cantos a Rosa en 1955. Este último dedicado a su mujer, Mari Lourdes Bayo, madre de sus siete hijos, a la que dedica poemas como éste: «me dijiste:/ Te quiero como nunca. Yo te dije:/ No me hables de nuncas que no existen,/ sino de siempres nuestros para siempre,/ o quizá todavías que nos aguardan». Y de la que escribía tras su muerte: «Desde que Marilú se fue, es ir muriendo…».
Su obra literaria nace de la experiencia muy pegada a su percepción de las cosas, por eso definirá su actividad: «Escribir, que es el andar el alma…» Y así el movimiento de la pluma y del alma se harán concordes (Lugares del corazón en 1962, Salmo en 1970, Ardiente jinete en 1984, Rayo sin llama en 1994, Objetos perdidos en 1997, Entre otros olvidos en 2001 y Yo sólo sé nombrarte en 2002).
En 1998 obtuvo el Premio Nacional de Poesía por su libro Objetos perdidos y en el año 2002 el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana por el conjunto de su obra.

Divisar más allá. «Tu oficio, poeta, es contemplar,/ que todo se te escriba dentro», así definía José Antonio Muñoz Rojas su tarea. Y así fue su escritura, que se presenta como un reconocimiento inmediato de las cosas y las personas que llegaron a hacerse un hueco en ella. De la observación a la escritura. El poeta, como aquél que nos devuelve una mirada más completa o más atenta sobre lo real, es el encargado de que podamos divisar «un poco más allá». Una mirada que a su vez se somete a una más alta: «y los cielos/ contemplen misericordiosamente/ nuestras peregrinaciones».
Cada uno de sus poemas, como se ve en la selección que presentamos, ofrece una experiencia de las cosas que alegra recrear. El primero, titulado “Los verdes”, es una descripción de la variedad y belleza de los verdes que aparecen en el campo, y al mismo tiempo como toda buena poesía, anuncia algo más de lo que aparece a simple vista; se trata de la imagen de la vida del hombre y sus edades. Desde su individualidad única: «Cada verde tiene su punto. Dura poco y necesita su luz y aire propios. Estos trigos y habares, estos garbanzales: más apretado en unos, más gris, más azulenco en otros», se desarrolla en la plenitud de la madurez: «esa entrega pausada, llena de hermosura a la madurez, esa preñez del grano»; para llegar a la vejez que es la memoria de lo sufrido, de lo gozado y de lo soñado: «¿Y no tienen como un eco del gemido de los rastrojos cuando los pisamos, un crujido que clama por toda la gloria abatida, por los días invernales de la ilusión, por el crecimiento primaveral?». Para, al final de los días, reconciliarse con otro orden: «Luego vendrá el arado a imponer otro orden, el de los surcos, a purificar y penitenciar la tierra para la nueva siembra» y hacerse uno con el resto de la realidad: «Se cernirá una luz suave y arrepentida y, de surco en surco, saltará el pájaro picoteando el insecto extraviado y el granillo aparecido».
Probablemente este final de la vida –la de los verdes– se hace petición, radicalmente humana y verdadera, en el poema entresacado de uno de sus últimos libros, Entre otros olvidos, 2001, cuando escribe: «Ven como sea, en la luz/ de la mañana, en el primer vuelo/ de cualquier pájaro de los que ahora/ mismo cruzan el cielo o se levantan/ de la tierra. Ven como sea,/ que esta hermosura de tarde/ te necesita para su eternidad». Y es que el canto de la realidad y su escritura necesitan de una compañía para gozar de la eternidad de la luz de la mañana, de la hermosura de la tarde o del vuelo del pájaro.

Javier Prades: En memoria del poeta

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