Madrid, 24 de febrero. La Asociación para la Renovación Cultural y Pedagógica (ARCYP) y la asociación de padres del colegio Newman organizan un encuentro titulado La belleza de educar se llama a misericordia. Un gran invitado, Franco Nembrini, habla delante de un nutrido grupo de padres y educadores que casi llena el salón de actos del colegio.
Franco comienza su exposición apuntando directamente a lo esencial del tema, dirigiendo una pregunta, ¿qué es la educación? Inmediatamente nos advierte de un peligro que corremos todos al pensar que educar es algo que hacemos nosotros, los adultos, con los chicos porque sabemos en qué se tienen que convertir; y para eso ponemos en acción una serie de medidas que les deben llevar a lo que nosotros hemos decidido que tienen que ser. Esta, afirma Franco sin rodeos, es la fuente de todos los equívocos.
Para profundizar en el tema nos ayuda a preguntarnos si estamos seguros de saber querer bien a nuestros hijos. Todos sabemos que no es una sospecha respecto a nosotros sino la forma de hacernos caer en la cuenta de que a los chicos el mensaje que les llega muchas veces no es “¡te quiero mucho!” sino “yo podría llegar a quererte mucho si tú cambiases”. Claramente no es lo mismo.
Se oyen las risas de un auditorio que sigue con atención las divertidas anécdotas con las que ilustra sus juicios educativos, indicándonos que bastaría profundizar en este punto de partida para que valiera la pena este gesto.
Y nos damos cuenta de que el lema del encuentro se va haciendo cada vez más claro en sus palabras, «la educación es verdadera cuando se vive como afirmación del otro tal y como es; y esto se llama misericordia, que es el perdón que precede a la culpa». Esto supone que el chico haga una experiencia con el adulto en la que es como si este le estuviera diciendo: «yo daría la vida por ti ahora, como eres, como estás, no por tus victorias o tu carácter sino porque existes». Porque fue así como sucedió en el origen de la relación educativa, nació gratuitamente.
Pero esto no dura. Y cuando aparecen los problemas, nosotros pensamos que hemos fallado y sin embargo, Franco nos aclara que es entonces cuando se empieza a educar. Si el educador parte de una relación gratuita, no hay error o fragilidad que le pueda parar porque –insiste– «cuanto más hay que perdonar, más educa». Y a la vez esta posición suya «hacer resurgir al chico de su fragilidad en función de este abrazo».
Las claves educativas a las que nos remite son el sentimiento de misericordia y un gran amor a la libertad.
A estas alturas del encuentro se ven caras ya verdaderamente conmovidas y agradecidas, cuando se formula la segunda pregunta: ¿cómo tener esta mirada sobre las personas que educamos? La respuesta es que nadie da lo que no tiene: «solo se vive así si se hace la experiencia de ser mirado así».
La conciencia de que somos perdonados en cada momento, por tanto, es fundamental; porque si no, en cualquier relación, también en la educativa, «el estupor del inicio se deshace porque se pierde la misericordia, se deja de perdonar».
Sin embargo los chicos necesitan ver adultos conscientes, ciertos de la belleza de la vida, que les permitan incluso la posibilidad de ser frágiles, es decir, irse y poder volver. Si nosotros no les ofrecemos esto buscarán el padre que necesitan en otro sitio o serán –como dice Papa Francisco– una generación de huérfanos.
Sin más tiempo, el encuentro termina con una pregunta de la sala a la que Franco responde diciendo que nos conviene no confundir el querer a los hijos con evitarles la fatiga y el dolor, sin esto último no crecen. Pero en la educación no hay recetas, muchas veces son intentos, muchos de ellos fallidos.
Por lo que hemos visto y oído, cada uno de nosotros puede decir que la belleza con la hemos sido educados se llama misericordia. Esa que le hace decir a William Shakespeare que «la misericordia cae como lluvia suave desde el cielo a la tierra. Es dos veces bendita; bendice al que la da y al que la recibe».
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