La provocación fue enorme desde los primeros momentos en que empezamos a temblar. Era tan grande que una tarde decidimos hablar de ella. Queríamos medirnos con gente que hubiera vivido el terremoto en primera persona, que hubiera tocado con sus propias manos las ruinas de las casas.
El 21 de enero, en el auditorio de la parroquia del Espíritu Sando en Tolentino nos reunimos 160 personas, entre bachilleres y adultos, que queríamos ir al fondo de nuestro deseo de estar vivos en cualquier experiencia de la vida: el terremoto es una experiencia física, pero toca inmediatamente los demás aspectos de la vida. Es una experiencia que hace vacilar, que abre una grieta, que pone a prueba nuestra humanidad.
«Los que salieron de la zona paradójicamente corrían más peligro que nosotros», nos contó Linda, una veinteañera que estuvo varios meses ayudando a Protección Civil en su pueblo, que había quedado destrozado. En una video-entrevista, Linda hablaba de una «positividad en el terremoto». Nos fascinó tanto que decidimos invitarla a Tolentino para que nos hablara de sí misma, de cómo aquella situación le había enseñado a vivir.
Nos pasó lo mismo con Ricardo, un chico de Tolentino que junto a sus padres acogió durante un mes a un grupo de familias que habían perdido su casa. Al principio estaba muy contrariado por el hecho de que gente desconocida viviera en su casa, pero luego la situación cambió. Ahora está trabajando para transformar un garaje de la familia en una iglesia. «De momento el proyecto va hacia adelante, luego veremos qué pasa».
Otra persona cambiada por el terremoto fue el padre Diego. Puso los locales de la parroquia a disposición de las necesidades que hubiera, pero sobre todo decidió donar su tiempo para ayudar a la gente. Una chica de Urbino, estudiante de enseñanzas medias, le mostró toda su fragilidad en una carta que escribió al sacerdote: «No siento ninguna seguridad y necesito certezas, no cosas que van y vienen. Necesito vínculos reales, no pequeños pasatiempos. Lo primero que rompe en mil pedazos la poca seguridad que tengo es la indiferencia por parte de personas que para mí eran un punto de referencia». Palabras que nos obligan a mirar a lo esencial.
Los cantos fueron un signo de la unidad que había. Gio nos acompañó con su trompeta y los amigos de Cremona cantaban. Inesperadamente, nació una amistad nueva, sencilla, capaz de desvelar a cada uno su verdadero rostro. Roberto, que perdió su casa por segunda vez, también nos habló de nuevas amistades que habían nacido entre los escombros. Pero sobre todo nos dijo que había aprendido cosas nuevas de sí mismo gracias a sus amigos. «No dejaban de maravillarse por la certeza que veían en mí, en mi mujer y en mis hijos, ¡una certeza de la que yo no era consciente! Dios nos sale al encuentro a través de los amigos».
Hubo espacio para los relatos, los testimonios y las preguntas, con los ojos aún llenos de una belleza experimentada y el corazón cambiado por la experiencia de una verdad vivida. Un chico musulmán escribió a su profesora justo después del encuentro: «He visto un rayo de esperanza que puede cambiar el mundo». Es verdad. Un corazón cambiado puede cambiar el mundo, ¡incluso cuando tiembla!
Lucrecia
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