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Que este fuego no se apague nunca

Riccardo Sturaro
02/06/2015
Instituto Sacro Cuore de Milán.
Instituto Sacro Cuore de Milán.

El estudio, los compañeros de clase, la escuela. La vida, que apremia, con su urgencia de plenitud: desde la espera de una vocación que se desvele hasta esta nostalgia incontenible, ese "ímpetu sin tregua" que es «nuestro mayor aliado en la aventura de la vida». Julián Carrón ha tenido un diálogo con los alumnos de los liceos del Sacro Cuore, con motivo del trigésimo aniversario de su fundación. Todo empezó con una pregunta: ¿qué significa crecer? Y esto fue lo que pasó.

«No encuentro en la realidad esa presencia que me liberó». La primera intervención habla del vacío que uno percibe en sus jornadas, entre los pupitres y los libros, una ausencia. En la voz de la chica que habla emergen unos versos de Lagerkvist: «¿Quién eres tú que llenas mi corazón de tu ausencia, / que llenas toda la tierra de tu ausencia?». Carrón responde: «Si yo fuera tú, le daría las gracias a la Virgen por esto». Porque la única posibilidad de interceptar una respuesta es mantener viva, ardiente, la pregunta. La conciencia de nuestra necesidad nos mueve, nos lleva a pedir, a mendigar. Aún más: reconocer nuestra necesidad dicta el método de nuestro camino y pone a nuestro lado compañeros de viaje. De hecho, si somos serios con la pregunta estamos obligados a «someter la razón a la experiencia», a confrontar en cada instante el drama de este corazón inquieto con los rasgos de una solución que la realidad misma nos sugiere. En esta aventura, nos acompañan hombres que buscan la consistencia de las cosas, hombres que ponen su corazón más allá de la superficie. Fue así como nació la amistad entre un seminarista de apenas trece años -Giussani- y Leopardi.

Otro chico cita la "Oración" de Ungaretti, y pregunta: «La realidad me suscita una tensión infinita, que no se resuelve en la vida cotidiana. Me doy cuenta de que nada me satisface, excepto el Misterio. ¿Pero cómo puede el Misterio convertirse en una presencia viva dentro de mis jornadas?». Dios ha creado al hombre, responde Carrón, para revelarnos la plenitud de su amor. Esto nos hace ser verdaderamente únicos: un ansia de cumplimiento y, al mismo tiempo, la percepción de que nada puede satisfacernos. En esta paradoja se juega el drama de todo hombre: o decidimos afirmarnos a nosotros mismos, o estamos disponibles a la posibilidad de que otro, dentro de una relación, cumpla nuestra vida, llevándola a una realización que supera nuestra imaginación. Entonces podremos mirar al mundo y a nosotros mismos con simpatía y asombro, sin rencor, sino con la gratitud de quien ha encontrado el secreto del mundo. Nuestra apertura sigue siendo la única condición para que el Misterio se convierta en la medida de todas nuestras jornadas. De hecho, para comunicarse, Dios ha decidido correr el riesgo, terrible y apasionante, de la libertad.

Un intelectual ruso, Babel, le preguntaba a sus compañeros de clase: «¿De qué os sirve toda vuestra cultura, si lleváis las gafas en la nariz y el otoño en el alma?». Y esa misma pregunta se la plantean a Carrón: ¿cómo es posible, al ir creciendo, entrar cada vez más en la vida, experimentar una frescura, una juventud, en vez del peso de la vejez? Carrón no propone una solución pero sugiere un camino: «Sigue a los hombres que con el paso del tiempo no han perdido la vida viviendo». Pero el acontecimiento de una respuesta sorprendente está ya delante de todos, de los chicos que han planteado preguntas pero también de todos los demás, que no pueden evitar descubrir en las palabras de este sacerdote un atisbo de respuesta -quizás no del todo evidente, no desvelada completamente- fascinante. Alguno (empezando por el que escribe), al volver a casa, podrá decir, como el amigo africano del que habló Carrón: «Desde que os conozco, puedo dormir por las noches». Nosotros también hemos encontrado una vida en la que el corazón descansa, nosotros también dormimos por las noches porque, aun dentro de cualquier inquietud, hemos conocido una certeza que se hace camino para cada uno.

Mientras Carrón habla de una primavera del alma, vuelven a mi mente unas líneas que Giussani escribió de joven a un amigo: «Te aseguro que la juventud se halla toda en la infinitud de los deseos y de los sueños que ahora agitan tu magnífica alma. Te aseguro que Él nos concede la posibilidad de realizarlos: y que nuestra juventud no cesa jamás. Durante el bachillerato me decían "fuego propio de la adolescencia", entonces ¿cómo es que ha crecido?». Que este fuego no se apague nunca, que crezca. Este es mi mejor deseo por los treinta años de la fundación del Sacro Cuore y para la vida de cada uno de nosotros.

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