No he conocido a los chicos que han representado Crimen y castigo en el escenario, sino en el colegio La Traccia de Calcinate, en Bergamo. Una maravillosa tarde de junio, hablamos de la novela con la que (o mejor, en la que) la compañía teatral había transcurrido un año. Un largo camino para aprender lo que querían representar delante de todos, lo que se les había confiado a ellos para que otros lo pudieran conocer. Ese día me mostraron un álbum de fotos del espectáculo. Ante el rostro de Raskolnikov que rasgaba los velos -transparentes pero resistentes- que en el escenario dividían el espacio entre su conciencia y la realidad y lo separaban de ella, comprendí que era un espectáculo estupendo y que nunca olvidaría ese rostro, porque no era un rostro de actor, sino de protagonista, de alguien que finalmente ha osado dejar entrar dentro de sí la cegadora luz de la Verdad. La única luz que le podía hacer renacer, pero que en ese mismo instante, lo destruía. Un rostro con una fragilidad absoluta y espontánea, un rostro que no se puede recitar, sólo vivir.
A la única cuestión a la que aquella tarde no conseguía responder era: ¿cómo representa Dostoievski el alma del hombre ruso? Al ver aquella foto me resultó claro: Dostoievski representa el alma del hombre, nada más, sino ¿cómo habría podido este joven italiano dejarla entrar dentro de sí? En Rusia para describir a una persona capaz de comprender al otro hasta el fondo, intuyendo los matices más imperceptibles de su alma decimos que «ha entrado en su piel». En el espectáculo de La Traccia sucedió lo contrario: el actor dejó entrar al personaje en su propia piel, le prestó su propio cuerpo, le permitió vivir en él. Un riesgo tremendo, una experiencia cercana a la obsesión, la misma experiencia que antiguamente alejaba a los actores de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo, es la única experiencia de santidad, una experiencia de apertura, de comunión, gracias a la cual el pecador Raskolnikov es arrancado de los abismos más terribles donde ha caído para ser acogido dentro de sí.
Recorrer con Raskolnikov su caída (corriendo el riesgo, en cada instante, de perderse con él) y ayudarle a encontrar a Cristo, o a empezar a encontrarlo, abriéndose a la deslumbrante y ardiente Verdad, no es el camino de los actores, sino de los santos. Si no bajamos con el otro al abismo, no podremos sacarle de él. Y este es, por lo que he podido entender, el método de trabajo de la compañía teatral La Traccia.
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