El martes por la mañana toda la nación se despertó en estado de shock por las noticias del atentado de Manchester. El ataque que segó la vida de niños y jóvenes nos llena de incredulidad y consternación.
Incredulidad. Resulta difícil creer que alguien pueda idear algo tan malvado ¿Cómo explicar un ataque tan vil contra vidas inocentes? ¿Cómo acabar con tantas esperanzas, tantos deseos y tanta sed de vida?
Consternación. Ante el atentado, nace la rabia, el miedo y un dolor que nos deja sin palabras. Es algo horrible, nos arrebatan lo más cercano y personal. No es un ataque más contra una multitud indiferente o un edificio público. El atentado de Manchester va contra lo más querido: nuestros hijos.
Al lado de esta incredulidad y consternación, descubrimos una profunda piedad, en nosotros y entre nosotros. En medio de la conmoción, hemos visto la solidaridad de toda una ciudad, el afecto que une a una nación entera. Tenemos, aunque sea por unos instantes, una profunda y auténtica piedad.
¿Piedad? ¡Este es el “bien más preciado” que encontramos estos días! Verdaderamente el ser humano es un gran misterio porque se conmueve hasta las lágrimas por sus semejantes, hombres y mujeres, aunque no los conozca. Los animales no lo hacen. En momentos como este nos preguntamos: esta piedad ¿no desvela una “sed de vida”, una sed de significado que está en todos? Esta sed de piedad es más fuerte y más grande que la muerte.
El Evangelio narra que un hombre llamado Jesucristo lloró ante su amigo muerto. Lloremos como hombres, miremos esta piedad, esta sed y este infinito deseo de bien, belleza, vida y justicia que nos constituye.
El Evangelio narra que Cristo le dijo a una madre bañada en lágrimas: “Mujer, no llores”, antes de resucitar a su único hijo.
La Resurrección no es un sueño, es un hecho que está en el origen de nuestra esperanza en estos tiempos oscuros. Está en el origen de nuestra certeza de que la vida de estos jóvenes no ha sido en vano. Esto es lo que queremos testimoniar a todos los hombres y mujeres.
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