«Vosotros los musulmanes formáis parte de nosotros y de nuestro empeño y sacrificio para contribuir al bien de esta ciudad». Nunca antes se habían oído palabras así en el centro de Vía Padua, la calle más larga y multiétnica de Milán. Un caleidoscopio de cuatro kilómetros, con un extremo al lado de la circunvalación y el otro introduciéndose en el centro, en la plaza de Loreto. En cuanto hay enfrentamientos entre bandas, Vía Padua salta a las crónicas informativas con una deshonrosa imagen que la asemeja a lo peor del Bronx.
Luego está la vida cotidiana, la que no se cuenta, hecha de bien y de mal, de encuentros y desconfianzas, de mestizaje y distanciamiento. Donde se comparten espacios, tiempos y cosas. La mezquita, situada en la Casa de la Cultura Musulmana, está en la mitad de la arteria. La Casa de la Cultura es desde hace 40 años el lugar donde la comunidad islámica se reúne para rezar, celebrar, dialogar, educar, enseñar. La preside Benaissa Bunegab. Esta noche no solo los musulmanes se descalzan al entrar, también un grupo de cristianos. Doscientos, quizás más, algunos acomodados en las sillas, otros agachados en el suelo.
En la mesa de ponentes está Giorgio Vittadini, profesor universitario y presidente de la Fundación por la Subsidiariedad. Es él quien ha pronunciado esas palabras inauditas citadas al principio. El título elegido para este encuentro es "Los desafíos de la educación en una sociedad plural". Ambos presidentes hablan, dialogan, trazando los senderos de una convivencia pacífica y operativa. También intervienen los jóvenes para contar sus experiencias sobre cómo ellos están caminando ya por estos senderos, y por cierto avanzan a gran velocidad.
«En Milán todos somos inmigrantes. Desde hace milenios. Somos celtas, etruscos, romanos, provinciales del condado, terrones, chinos, árabes... Y enseguida todos nos hacemos milaneses». Para Benaissa Bounegab, que vive en Milán desde 1975, «nuestra comunidad crece en la ciudad y con la ciudad». Como si quisiera decir: no somos un cuerpo extraño. Subraya que la fe les acerca y les une: «Tenemos al mismo Dios que nos manda amar y no matar, y a los mismos profetas, empezando por Abrahán, que nos transmiten la misma verdad esencial. Las llaves del paraíso no las tenemos: son nuestras obras». Para Vittadini, Dios también es «un punto clave que tenemos en común», Dios como Misterio bueno y justo. Recuerda la procesión multirreligiosa del cardenal Martini, la oración de Juan Pablo II en Asís, y al Papa Francisco abrazando al responsable de la mezquita islámica en un jeep que recorría las calles de Bangui, en la República Centroafricana. ¿Guerras de religión? En realidad son guerras de poder, la fe no tiene nada que ver. Hubo cruzadas, pero también guerras feroces entre cristianos. Y también el encuentro de san Francisco con el Sultán... La historia continúa, también con puntos en común. Vittadini señala uno de ellos: «El corazón, es decir, el sentido de la verdad, de la belleza, de la justicia, el deseo de amor y caridad que compartimos profundamente».
Benaissa Bunegab se muestra convencido de que Milán, e Italia en general, es un lugar «al que los árabes pueden mirar con esperanza» (aunque la acogida debería contar con más apoyo y una mejor organización por parte de la administración pública). Milán no tiene banlieues como París, guetos abandonados a su suerte donde rige la ley del más fuerte y los chicos más inquietos e insatisfechos acaban fácilmente enrolados en organizaciones criminales o terroristas. Y no solo los jóvenes extranjeros, sino los franceses. «Sus abuelos llevan ya décadas en Francia, muchos lucharon en el ejército francés en la guerra de Indochina...». Nihilismo, inseguridad, sinsentido, ese «es el enemigo», y no otro, afirma Vittadini. Su interlocutor también habla de la «crisis cultural de Europa».
¿Respuesta? «Enseñamos a nuestros hijos el valor universal de la fe y su capacidad para mantenernos a todos juntos como hermanos», dice el presidente musulmán. «Igual que nosotros, nuestros hijos son hijos de esta sociedad», añade Vittadini. «Los nuestros van a clase a escuelas públicas y cuando son mayores trabajan o montan una empresa como hacen todos los demás dentro del tejido social. Deseamos que este país nos reconozca a nosotros y a nuestros hijos como hijos suyos», sostiene Benaissa Bunegab. Vittadini: «Alguien que vive aquí, que trabaja y busca una convivencia buena en su vida cotidiana... es italiano. Con el trabajo, con la educación (posible siempre que se dé dentro de una comunidad de hombres), con la estima por el otro debemos construir juntos nuestro país». Benaissa Bunegab: «Debemos defender todos juntos la sociedad donde vivimos, trabajando por la convivencia y la educación».
Entonces cuatro jóvenes empiezan a hablar de esta construcción que ya está en marcha. Nibras, poco más de veinte años, nació e Italia y tiene una cara preciosa enmarcada por el velo que lleva, también en las aulas de Derecho de la Universidad Estatal. «Soy hija de dos culturas y es difícil. Me ven como extranjera en Italia y como italiana en mi país. Muchos acaban rechazando una de las dos identidades, es lo más fácil. Por suerte, yo he podido aprender lo hermoso y bueno de ambas y me alegro mucho por ello. En esta sociedad somos libres para hacer de todo, pero yo sé que dependo de Dios, su unicidad es lo que da sentido a mi auténtica libertad, lo que me permite recuperar valores como el respeto a mis mayores».
Momo, egipcio, vive en Milán desde 2001. Lleva unos años trabajando en Portofranco, asociación que presta apoyo gratuito en el estudio a alumnos de secundaria y bachillerato (tienen 1.500 inscritos al año, de todas las nacionalidades y religiones). Empezó yendo allí como estudiante. «Yo era de los que van a clase con la mochila vacía. No me esforzaba en nada. En Portofranco mi tutor, Aurelio, se enfadaba mucho conmigo, pero me ayudaba. Yo estaba allí, en un lugar cristiano, de los infieles. Pero me acogían cálidamente. Para mí ellos eran como mis padres. Allí respiraba libertad. Al principio me peleaba con los profesores por cualquier chorrada, como ir al baño, luego empecé a comportarme mejor. Llegado un cierto punto decidí irme a Egipto, pero la revolución me obligó a dar marcha atrás. Me acogió una familia de Milán. Me dieron una habitación, que me prestó uno de los hijos, podía usar el ordenador, tenía el desayuno preparado todas las mañanas y la merienda para llevar. Durante esos años hice muchos amigos "infieles", pero Dios nos ha dado a todos un cerebro para reflexionar y decidir. He reflexionado mucho sobre lo que me ha pasado y quién sabe si no me dará por hacer la locura de convertirme...».
El Sayed Tawfik, egipcio de 26 años, vive en Italia desde 2006. Durante dos años vivió acogido en la Casa de la Caridad, situada a dos pasos de Vía Padua. Es uno de los 500 musulmanes inscritos en la Universidad católica del Sacro Cuore. Creó un grupo que empezó llamándose Comunidad y Encuentro, para «que los jóvenes musulmanes pudiéramos reunirnos, discutir y ayudarnos. Y encontrarnos con otras realidades. Pasamos una época difícil en el periodo de Charlie Hebdo, muchos veían al enemigo en cualquier rostro árabe como resultado de las campañas político-mediáticas que transmitían el mensaje del miedo al diferente. Ahora ese grupo se llama Swap (Share with all people, compartir con todos)». No le gusta la palabra "integración": «Parece decir que el inferior tiene que asumir ideas y modos propios de los que están arriba. Yo prefiero "interacción", es decir, encuentro y descubrimiento de lo bello en la diferencia».
Daniel es italiano. Milanés, concretamente. «A los 17 años razonaba igual que todos: extranjero es un marroquí, un "negro", etcétera, y los miraba como extranjeros, cuando no como chusma. Y no es que yo fuera precisamente un santo. Estuve en la cárcel de menores y me trasladaron desde Milán a Catania. Allí me aislaron un poco, yo era "el milanés". O sea, que allí el marroquí era yo. Y es que hay que ponerse en el lugar del otro para poder entender. Ahora no me ando con rodeos. Vivo con dos musulmanes y somos amigos. Yo, católico, intento reconocer y valorar el sentido de la religión que tienen mis compañeros. Lo que es distinto solo puede enriquecernos. Nunca hay que rendirse ante la diferencia». Daniel termina regalándonos un proverbio (árabe): «Nunca te rindas: puedes correr el riesgo de hacerlo justo un instante antes de que suceda el milagro».
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