A decir verdad, el festival sociocultural que tuvo lugar en Jarkov hace un par de meses ofreció más ocasiones para reflexionar sobre la unidad de los cristianos que sobre sus diferencias y divisiones. Me gustó mucho el título que le pusieron: "El corazón es más grande que la guerra". Cuando lo vi en Facebook, escribí inmediatamente que quería ir. Al día siguiente me llegó una invitación del grupo de Comunión y Liberación de Moscú.
La realidad superó todas mis expectativas. El festival se había organizado para ayudar a los niños que vivían traumatizados por la guerra. Pero al mismo tiempo Jarkov se convirtió en un lugar de encuentro donde abrirse y conocerse mutuamente, algo que siempre enriquece. Había una gran cantidad de gente, católicos y ortodoxos, italianos, rusos, lituanos, bielorrusos; vi obispos, sacerdotes y laicos; personas de todas las edades, de profesiones distintas, sanos y con discapacidad, pero todos una misma cosa al testimoniar la misericordia.
El evento coincidió con la llegada de las reliquias de Carlo Gnocchi, un beato del que casi nada se sabe en Ucrania y en Rusia, a la catedral católica de la Asunción en Jarkov. Por esta razón, el templo albergaba también una exposición dedicada a él. La experiencia de la guerra cambió radicalmente la vida de don Gnocchi, su servicio de misericordia se hizo sencillamente desmesurado, en cierto sentido revolucionario. Basta decir que a él se debe la primera operación de trasplante de córnea, que se realizó obedeciendo sus últimas voluntades. En su vida, la santidad se manifiesta como misericordia que crece exponencialmente hasta el infinito, como respuesta a los sufrimientos humanos causados por la guerra, la pobreza, la enfermedad. Una misericordia que se encarnaba en iniciativas concretas, gestos y proyectos. La experiencia de Carlo Gnocchi resulta especialmente importante para Ucrania, donde en este momento no dejan de crecer los proyectos de rehabilitación destinado a niños que han sufrido la experiencia de la guerra.
Las iniciativas puestas en marcha estos años en Ucrania quieren devolver la esperanza, hacer más humana a la sociedad. Un ejemplo es el proyecto Emaús, llamado así en memoria del lugar donde los apóstoles se encontraban en una situación sin esperanza. Pero hay otros, como la Casa Volante o la Fundación Niños de la Esperanza. Muchos de estos niños hablan italiano porque hace dos años, familias italianas que llevaban mucho tiempo acogiendo a niños de Chernobyl empezaron a acoger a los hijos de refugiados, y de soldados heridos o muertos en combate. De esta amistad nació precisamente la Fundación.
Para ayudar a estos niños, dos coros, uno ucraniano y otro italiano, organizaron un concierto benéfico. El ucraniano interpretó hermosas canciones de la tradición popular, pero la sorpresa fue descubrir los cantos alpinos interpretados por el coro italiano. Cantos que nacieron después de la primera guerra mundial y que exaltan la belleza y la grandeza de la vida, que ayudan a afrontar los hechos más dramáticos. La belleza de los cantos alpinos es una belleza en la que renace la esperanza de una vida nueva.
Durante estos días, muchas veces se ha repetido que los protagonistas absolutos de esta historia eran los niños, y que los adultos podemos ayudarles apoyando sobre todo a los que trabajan con ellos. Konstantin Sigov, que me ha acompañado todo el tiempo, pronunció unas palabras memorables: «Todos nosotros nos encontramos en la sala de espera de la misericordia». Por desgracia, la realidad política actual tiende a alejarnos de la profundidad de nuestra existencia, pero solo una misericordia sin límites desvela la presencia de Cristo en nuestra vida y nos da la esperanza necesaria para llegar a transformar hasta las instituciones sociales.
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