«Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: "Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa". Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento». La alegría de la acogida fue el tema central de un encuentro en Rumanía celebrado a mediados de junio en Cluj Napoca y Timisoara, con dos amigos italianos, Marco Mazzi y Alberto Pezzi.
Reunir a gente que lleva veinticinco años embarcada en la aventura de la hospitalidad gracias a Familias para la Acogida puede ser un momento de alegría, de recuerdo o de nostalgia. Allí se dieron cita cientos de rumanos que durante cuatro años consecutivos fueron acogidos en Italia y en Suiza. Entre ellos, había quien lloraba de conmoción como Mónica, joven pianista, que no puede olvidar los rostros de la familia que la acogió, con la que sigue manteniendo un gran vínculo.
Prepararon un listado con los nombres y apellidos de los chicos, y con la historia que han tenido a lo largo de estos años. Chavales que hoy son adultos repartidos por todo el mundo, que han llevado consigo la experiencia inolvidable de un gesto que les dio el coraje necesario para partir.
Algunos se sintieron rejuvenecer veinticinco años, como Octavia, profesora en Brasov, cuyos ojos brillaban de alegría mientras contaba su testimonio. El inicio de la Escuela de comunidad en su ciudad con los chavales acogidos en Italia supuso para ella la irrupción de una novedad regeneradora, inimaginable e inesperada. Luego había otros que contaban, con ironía, un cambio al que no ponían nombre, pero que todos allí sabíamos que se llama conversión, como una chica que ni siquiera sabía hacer la señal de la cruz pero que percibía la vida de su familia de acogida tan diferente de la suya que ni siquiera todos los libros que había leído le servían para entender de dónde podía nacer algo así. Ahora es madre adoptiva de un chico al que acogió con la misma apertura de corazón con la que ella había sido acogida antes.
Algunos reconocieron inmediatamente en esta propuesta el rostro bueno de la gratuidad, el culmen del don conmovido de sí, como Victoria, madre de seis hijos, que muestra una intensidad de vida que no decae con el tiempo. Acudió a este encuentro con el deseo de dar una respuesta a su hija, Leticia, que se preguntaba: «¿Qué sentido tiene esta acogida? ¿Por qué vale la pena salir de tu casa, de tu tierra, para ir a un país desconocido, a una familia que no es la tuya, donde se habla una lengua incomprensible? ¿Y qué sentido tiene para el que acoge? ¿Por qué aceptar a un joven que viene de lejos, de un país que sufre, con el pasaporte atado al cuello en una bolsita verde? ¿Por qué pedir a los propios hijos que se comporten como si ese chico o chica fuera un hermano o hermana? ¿Cómo entender por qué está triste o contento, por qué no deja de ver la televisión y, sobre todo, cómo explicarle que "nosotros" hacemos las cosas de una determinada manera? ¿Cómo decir quiénes somos realmente?».
En los días que duró este encuentro, nos dimos cuenta de que la experiencia que hemos vivido exige una respuesta que sea común para todos, para el pasado, para el presente, para el futuro. "Todos" quiere decir aquellos que tienen experiencia de acoger y también aquellos que tienen la experiencia de ser acogidos. Es como un conjunto que no debe ser dividido. No tiene sentido contar una historia de rostros y encuentros tan solo con nostalgia y conmoción, sin mirarla como un signo que remite a su significado completo. Sin duda, la nostalgia forma parte de nuestra afectividad humana y nos ayuda a reconocernos a nosotros mismos como sujeto de una historia que no hemos decidido.
A medida que los testimonios se iban adentrando en el laberinto de la memoria, Marco nos pedía insistentemente que nos mantuviéramos apegados a la verdad de las cosas. El precio de la verdad es salir del estado de ánimo nostálgico y mirar nuestra historia como un camino marcado por el don y el cambio, sin perder de vista la ingenua capacidad de nuestra memoria.
De esta manera, "don" se convierte en la primera palabra de un reconocimiento real de la presencia del Misterio en esta experiencia. Don gratuito, porque al principio de esta historia de acogida había una confianza inicial. Confianza por parte de los padres que enviaban a sus hijos, confiándoselos a personas desconocidas y lejanas, con viajes agotadores que suponían decenas de horas en autobús. A pesar de los miedos y preocupaciones, había algo más fuerte, que superaba todas las fragilidades, un signo de que más allá del desgarro estaba naciendo una esperanza que nacía de una fuente distinta. Confianza también por parte de los que acogían, solo con la fe en Otro que realiza esta obra. Obviamente, la acogida como don no dispone ni de reglas ni de instrucciones para el uso, sino que parte de una confianza total.
Se podría pensar que el significado de acoger a niños rumanos era el crecimiento del movimiento de CL en Rumanía, abriendo así la hipótesis de que todo fuera el proyecto de alguien. Nada más lejos de la realidad. Si miramos los números, siguieron fieles a la Escuela de comunidad muy pocos chicos en comparación con los cientos de acogidos en familias. De estos, algunos acudieron a esta jornada, como Hanna, Alexandru, Bianca, Ioana, Ruxandra, Maria... Mientras contábamos las historias de los que se alejaron, se hacía evidente para todos que el encuentro vale para la vida entera y que, con el misterio de la libertad, el camino de tantos hacia el cumplimiento de su destino no se puede cuantificar solo en función de la fidelidad a una propuesta, sino porque el encuentro con el carisma deja una huella indeleble.
Por otro lado, lo más bonito era mirar la conciencia de la reciprocidad de este don gratuito. En la acogida, sin aprender del otro, la tentación de sustituir a los padres siempre estaba al acecho. Por eso, los que vivieron la acogida como don, enseguida se dieron cuenta de que por medio estaba la libertad del otro.
Se dice que los adultos que educan son aquellos que cambian a los chavales. Los sociólogos, al menos, no han identificado otra manera de definir la transmisión de valores y de la fe. Pero nuestra experiencia de acogida da un vuelco a esta teoría.
Al volver a casa, estos chicos llevaron a sus familias de origen los gestos sencillos de la fe cotidiana que habían aprendido en sus familias de acogida: la oración de agradecimiento antes de comer, el uso razonable del tiempo y el dinero, la ayuda en las tareas domésticas, el encuentro comunional con las familias amigas con las que compartían su experiencia. Pequeñas cosas, podríamos decir, pero grandes pasos que cambian las relaciones. Seguir a los chicos: esta fue la verdadera novedad para los padres, sobre todo cuando se hablaba de la felicidad, una palabra desconocida en los regímenes totalitarios.
Quien ha recibido gratuitamente el don de ser acogido y ha experimentado el reconocimiento de sí mismo en este encuentro no puede vivir de una idea de la realidad sino de la realidad misma. La acogida es un hecho que cambia y hace fecundo al que la ha recibido.
Las casas-familias de acogida para niños seropositivos abandonados fueron el primer abrazo de nuestra comunidad a una necesidad lacerante y el comienzo de este seguimiento por nuestra parte. La acogida, en un invierno terrible, de una familia numerosa de gitanos sin techo en la pequeña casa de Victoria nos interpeló con fuerza. Después de la perplejidad inicial, nos dimos cuenta de que en su coraje había un paso para todos. Empezamos a mirar a dónde nos llevaba aquel signo y nos vimos implicados en la educación de la comunidad romaní. «No se podía hacer otra cosa», dice Hanna, que junto a su marido, Mihai, está construyendo no sin dificultades una casa de acogida para otros jóvenes.
¿Por qué no se podía hacer otra cosa? Porque Cristo siempre pasa por nuestro camino, caminando al paso del otro y diciendo siempre las mismas palabras: «Baja, no te quedes mirando, voy a tu casa».
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