Estos días se habla mucho de refugiados e inmigración. Palabras que dan un poco de miedo. Nos sentimos atacados, como si fueran a invadirnos una banda de verdugos dispuestos a quitárnoslo todo, incluida nuestra propia vida. Parece imposible hacer frente a la llegada masiva de miles de personas tan diferentes de nosotros. Yo trataré de juzgarlo desde la experiencia que vivo.
Hace tres años me encontré, en un hotel de Monza, con cuarenta inmigrantes procedentes de las costas libias que habían llegado a Lampedusa. No tenían nada, ni siquiera los bienes de primera necesidad: ropa, jabón, cepillo… Simona y yo empezamos a llevarles, gracias a la generosidad de mucha gente, las cosas que necesitaban. Todos tenían historias de violencia a sus espaldas que para nosotros eran inimaginables: guerras, violaciones, abusos. Sin embargo, aún tenían el deseo de vivir y esperar que algo cambiara. No queríamos ni podíamos resolver sus problemas, solo nos limitamos a no censurar el impacto que nuestro corazón sentía delante de sus rostros. Empezamos a enseñarles italiano.
Para algunos de ellos, esta ha sido la primera lengua que han aprendido a leer y escribir. Nunca habían ido a clase, nunca habían visto un hospital. Para la gente de raza negra, los hospitales en Libia están cerrados, y muchos al llegar a Italia descubrieron que padecían enfermedades graves.
Algunos, como Mohamed y Omu, habían perdido a su hijo en la travesía. Omu estaba embarazada de María y no se encontraba bien, por lo que Mohamed la ayudó a subir al barco y confió a su hijo de cinco años, Cassim, a un conocido que, en vez de subir a la barca que se dirigía a Italia subió a otra embarcación. Solo al llegar a Italia supieron que el niño no estaba con ellos sino en Ghana.
Ahora, mediante un sinfín de trámites quizás consigan traerlo a Italia. Aquí nació María, su segunda hija, que después de un año de agonía en el hospital de Bérgamo, murió. Nosotros simplemente les hemos acompañado en su calvario.
Simona fue al funeral de María. El imán de Bérgamo, al terminar la ceremonia musulmana, se acercó y le dijo: «Nuestra comunidad os da las gracias, porque siempre os habéis preocupado por Mohamed y Omu sin esperar nada a cambio».
Con estos refugiados ha nacido una amistad que nos ha hecho entender que, aun en la diversidad, nuestro corazón desea las mismas cosas y junto a ellos hemos visto emerger también nuestra propia necesidad en todo su espesor. Les hemos enseñado italiano, les hemos acompañado al hospital, hemos comido y cantado juntos. Algunos han preferido volver a África porque no soportaban estar aquí sin trabajar. Otros se han ido a Alemania o Suecia. Otros se han quedado.
Han encontrado trabajo y seguimos siendo amigos. Nike y Said se casaron y nos invitaron a su boda. Peter y Evelyn nos pidieron ser padrinos de Bautismo de sus hijos. Evelyn incluso participa con fidelidad en la Escuela de comunidad.
Algunos se inventan modalidades inesperadas para mantener la relación con nosotros. Les gusta Italia porque aquí hay paz y, como dicen ellos, gente muy buena. Sin duda hemos tenido que aprender a conocernos. Las culturas son innegablemente distintas, pero el corazón vence todo eso.
Estos días el Papa nos ha pedido abrir las puertas de nuestras casas. No sé si Dios me pedirá llegar a eso, pero sí abrir las puertas del corazón, una casa donde no tienes que preocuparte de si hay camas suficientes porque allí hay sitio para todo el mundo, verdaderamente es la única posibilidad de ganar el ciento por uno. Muchos de nuestros amigos africanos son musulmanes y siguen siendo fieles a su religión, pero en la oración por los cristianos perseguidos vinieron con nosotros a la catedral para rezar por todos aquellos que viven en lugares donde no pueden ser ellos mismos más que soportando un gran sufrimiento. Ellos aquí, en cambio, han encontrado la posibilidad de ser acogidos tal como son, y esto les ha sorprendido y suscitado muchas preguntas. No niego que tenemos muchas dificultades, pero lo que he vivido me permite decir que ninguna condición puede impedir a nuestra libertad responder a la realidad con la que Dios nos interpela: «¿Tú quieres darme tu corazón?».
Un gesto es la única fuerza que tenemos, porque solo esto puede romper la resistencia del corazón del hombre. Y cambia el mundo, porque cambia al hombre. Yo necesito sus rostros para comprender la grandeza de mi fe y ponerla en cuestión, no tanto la doctrina sino la verificación personal, las preguntas que suscita, las exigencias de una relación de amistad verdadera.
Ayer, nos reunimos unos amigos para ver juntos el encuentro del Meeting “El yo, Abrahán y los desafíos del mundo actual”. Al día siguiente, Evelyn, que viene del Congo con una historia tremenda, le dijo a Simona: «Nunca había pensado que se pudiera tener una relación con Dios. En muchos momentos difíciles de mi vida yo hablaba conmigo mismo. Hoy en comprendido que en realidad estaba hablando con Dios». Un estribillo se repite en sus relatos: «Tanto dolor, tanto miedo a un mundo nuevo, y ahora que os he conocido me siento, por primera vez en mi vida, en casa». Para mí, el encuentro con ellos ha sido la ocasión de entender mejor que no es obvio tener un lugar donde sentirse en casa y que los muros de esta casa, donde podemos tomar en serio nuestra humanidad, son muros seguros porque no los construimos nosotros. ¿Quién puede acoger el corazón del hombre así? El que considero mi mejor “amigo”, don Giussani, inventó para mí y para mis amigos un gesto, la caritativa, para que aprendiéramos a amarlo todo y a todos mejor, gratuitamente. Doy gracias por este gesto que me educa a amar la realidad porque existe y a no reducir el ímpetu de mi corazón. Que tú eres un bien para mí no puede quedarse en un mantra con el que acallar el grito del corazón, no puede ser solo el resultado de un proyecto bueno, sino el fruto de un camino educativo, que es la primera forma de tomarse en serio uno mismo.
Paola, Monza
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