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«De qué es ausencia esta ausencia, corazón, que de repente te llena?»

Apuntes de la intervención íntegra

Poeta-profeta
Desde que, hace unos meses, me llegó la inesperada y conmovedora invitación a ofrecer esta ponencia sobre el lema del Meeting, el verso de Mario Luzi no ha dejado de provocarme, incluso a pesar de que todavía hoy no he conseguido memorizarlo correctamente. Me ha provocado con ese martilleo sobre la palabra “ausencia”, pero también con el propio sonido del verso, un verso que podría parecer enojado, resentido. Pero a pesar de que se desploma al final, tras la dura expresión "de repente", con el dulce y pacífico: "te llena", y con un punto de pregunta –que, insisto, no es exclamativo–, un punto de pregunta que es como si Luzi, en las 14 palabras de un solo verso, hubiera pasado del grito irritado a la mendicidad que se rinde ante el hecho de que ante esta ausencia no se puede huir, porque llena todo el corazón, como el agua en los abismos del mar.
El poeta, cuando nos provoca, cuando nos interroga, es profeta. Nos empuja más allá, más allá de nosotros mismos, más allá de la definición definida de nosotros mismos. Nos lleva a reabrir los contornos cerrados de la definición en que nos hemos acomodado, o más bien encerrado, de la definición que formulamos sobre nosotros mismos, como si fuéramos un animal o una planta, un insecto que catalogar en dos o tres términos, incluso latinos para sentimos más importantes: Homo sapiens sapiens...
El poeta es profeta cuando un grito suyo, a veces un susurro, viene a reabrir la definición definida que damos de nosotros mismos, de la vida, del mundo, de todo, también de Dios. La reabre hacia el Misterio. Como si fuéramos un río lento y embarrado que fluye hacia el mar sin darse cuenta, sin obstáculos, y después de una mirada al horizonte vislumbramos una interrupción del curso normal, que no es un obstáculo sino un abismo, un declinar del fondo fangoso sobre el que nos deslizamos con tendencia a estancarnos, un abismo, una caída imprevista, una cascada como las del Niágara, y así ese abismo ante el horizonte en el que nos precipitamos ya no puede quedar fuera de la definición de nosotros mismos.
Lo finito se franquea, la hermosa hechura que nos habíamos dado se rompe, y no sabemos hacia qué otro horizonte seguiremos fluyendo, pero corremos más veloces, más libres, liberados de todo aquello a lo que nos aferrábamos para darnos estabilidad y seguridad a este lado del abismo, a este lado del Misterio, a este lado del límite ya franqueado… El poeta nos provoca provocando en nosotros esta experiencia, que es su experiencia. Y le basta una palabra, un verso, un tema musical, una imagen para decirlo todo, para provocarlo todo.
En mi juventud universitaria participé en la representación teatral de los Coros de la piedra de Eliot. Al principio me dieron el papel principal, pero luego, a medida que mi ineptitud para recitar se ponía en evidencia, me fueron relegando hasta el punto de que al final salía en escena para gritar una sola frase que ahora no recuerdo. Pero insisto, el poeta es un profeta que puede sintetizar el todo en un fragmento que reabre al todo.
El fragmento de Mario Luzi nos martillea con una pregunta llena de estupor, que nos recuerda que el hombre es un corazón en tensión, o en equilibrio, entre dos dimensiones: la ausencia y la plenitud. Ausencia, corazón, plenitud: son las palabras que, justamente, el Meeting subraya gráficamente en el verso de Luzi convertido en su lema, y por tanto programa y provocación, es decir, la provocación que el Meeting ha querido tener como programa.
Una provocación que, en cambio, no se dirige al gran público, ni a los medios, sino al corazón. El público del Meeting es el corazón, mi corazón, tu corazón, nuestro corazón. El corazón que es también el verdadero "medium" de comunicación, de transmisión, para compartir una conciencia experimentada, y para experimentar, de corazón a corazón, de conciencia de humanidad a conciencia de humanidad, de conciencia del Misterio a conciencia del Misterio: "Cor ad cor loquitur", era el lema del beato cardenal Newman.

Interrogar al deseo del corazón
De hecho, creo que el primer aspecto provocador del verso de Mario Luzi está precisamente en el hecho de que interroga al propio corazón. Interrogando a su corazón, Luzi interroga también al nuestro, y al corazón de todos. Esto despierta en nosotros la conciencia de que el sujeto responsable, el que debe responder en nosotros y en todos, es el corazón. ¿Pero quién sigue interrogando hoy al corazón? ¿Quién trata al corazón como un sujeto responsable? La mayoría lo ignora, muchos lo tratan como órgano de instintiva y sentimental reactividad. Son muy pocos los que ayudan al hombre contemporáneo a poner el corazón de espaldas contra la pared, pidiéndole cuentas de su deseo, haciéndole responsable de su deseo. No responsable de que desee, pues esto se lo da al corazón aquel que lo hace. Responsable de una conciencia de sí, de un sentimiento consciente de sí. Luzi, como Cristo, como Pablo, como Agustín, como Dante, como don Giussani, por dar solo cinco nombres, nos provoca interrogando a nuestro corazón y, podríamos decir, bloqueándolo, como un perro rabioso, ante la mirada despiadada de la pregunta a la que puede y debe responder solo él, de la que él es el único responsable: la pregunta sobre la plenitud que desea, la pregunta sobre la felicidad, y por tanto la pregunta sobre cuál es la realidad, la experiencia que grita con todo su ser, hasta el punto de sentirse lleno de su ausencia.
¿Pero quién nos sigue ayudando a afrontar la vida, a volver a centrar la vida, a tomar decisiones, a partir de ahí? ¿Quién trata al propio “yo” con esta seriedad última, y por tanto con este amor que ama en sí mismo y en los demás lo esencial que uno es? ¿Quién parte de este, digámoslo así, proceso al propio corazón sobre el uso de su libertad ante todas las cosas, ante las grandes decisiones y ante las banales, ante todas las circunstancias, ante todos los encuentros que entretejen la existencia?

Allí donde brota la libertad
Porque es de este interrogar al corazón, de este despertar al corazón ante su responsabilidad respecto a sus necesidades, respecto a la indigencia que lo llena, de donde brota la libertad del hombre. Es como tomar el corazón por el cuello, tenerlo encajado en un rincón, mientras no dé razón de su deseo real, confesando que el 99% de las veces nos miente diciéndonos que no falta nada, que lo que hacemos o tenemos es suficiente, que está bien, que está contento, incluso aunque no esté bien. El verso de Luzi es un dedo acusador. El corazón es un reo que debe confesar, que debe confesarse de que sabe, siente, sufre una ausencia abismal que nada satisface más que… ¿qué? ¿“De qué es ausencia esta ausencia...?".
El corazón podría confesar, si es honesto, que no lo sabe, que no sabe responder, que no sabe responderse, que no sabe qué es, quién es ese "quid" cuya ausencia le llena. La mentira del corazón no consiste en no saber qué rostro tiene eso que le falta. La mentira salta allí donde el corazón engaña a esa ausencia que lo invade con ídolos que no le llenan. La mentira es cuando el corazón dice estar satisfecho, o deja decir a todos que está satisfecho, censurando los márgenes infinitos de la ausencia que lo llena. “¡Alma mía, tienes a tu disposición muchos bienes, para muchos años, descansa, come, bebe y diviértete!". Esta es la gran mentira, la gran estupidez, la gran falta de razón ante la realidad total de la vida: "Insensato, esta misma noche se te pedirá la vida" (Lc 12,19-20).
El Innombrable de Manzoni pasa la noche pensando en qué podría seguir satisfaciéndole como antes. Pero su corazón herido, cansado, desilusionado, ya no le adula, ya no le miente. ¡Qué milagro un corazón que no miente! ¿Pero acaso hay que esperar al final de una vida, al fracaso de todo lo demás, para darse cuenta?
Cristo, la Iglesia, pero también las tradiciones religiosas y las sabidurías más puras, es decir, las más pobres ante el Misterio, sobre todo ante el misterio del hombre, nos ayudan a entender que este milagro puede ser también un trabajo, el fruto de un camino. Y es aquí donde la confrontación del corazón con esta ausencia resulta fundamental.
¡Qué falta de verdad, de razonabilidad, de honestidad consigo mismo, la de un corazón que no se confronta con aquello que le llena! ¡Qué traición consuma un corazón que censura la realidad que lo colma! ¿Pero por qué se censura el corazón? Se censura precisamente porque está lleno de ausencia, y la ausencia es un vacío, una falta, una privación. ¿Por qué el corazón debería estar atento a ella, hacerle caso? Mejor ocuparse de otra cosa, mejor una pequeña satisfacción al alcance de la mano, de la mirada, de la boca, pero también del pensamiento, de la imaginación, del sentimiento, mejor una pequeña satisfacción aferrable que estar ante una ausencia sin fin…

Sorprendidos por la ausencia
Pero está ese "de repente", como dice Luzi, ese instante que hace que se derrumben los protectores bajo los que se esconde el corazón, censurando la ausencia que lo llena. No se trata, no puede tratarse, creo, de un sobresalto que nace del corazón mismo. No es posible que la ausencia, el vacío que languidece en nuestro corazón, de repente nos sorprenda. Haría falta, hace falta, algo que haga sobresaltar en nosotros la conciencia de la ausencia que nos invade, que nos sofoca. Debe suceder de repente un reclamo, un rayo en la noche, un trueno en el silencio, un rostro, una mirada, una palabra en la niebla de la soledad que llena el corazón. Es como una flecha que alguien lanza y que viene a atravesar el corazón y a despertarlo, a sacarlo de la anestesia de su dolor, de un dolor que es suyo, solo suyo, ese dolor que solo el corazón siente: el de la soledad, la ausencia de Otro.
Sí, hace falta una herida para que la vaga necesidad que nos invade, que nos invade vagamente, como una náusea, se concentre en deseo, en un ardiente deseo. La herida causada por una flecha no es un malestar indefinido: es un dolor que atrae y concentra la atención del corazón hacia un deseo de curación, de salvación. El corazón herido, de golpe, de repente, toma conciencia de su falta. Cuando se diagnostica dónde está la hemorragia, se toma conciencia de la razón de la debilidad que se sentía, del malestar general que se padecía, y también se descubre dónde está el punto sobre el que hay que actuar.
Cuando a los 17 años de edad encontré una fría y húmeda noche de febrero a mi comunidad, a las personas que me revelaron el rostro vivo de la Iglesia, es decir a Cristo, la reacción inmediata de mi corazón fue una lacerante tristeza, tal vez como no la había sentido nunca, pero justo después de aquella herida manó, o mejor dicho entró en mí, la alegría más sorprendente que nunca haya percibido.
¿Qué sucedió? ¡Un encuentro! Un encuentro que vino a revelarme de repente que estaba solo, que vivía en la soledad, que estaba lleno de soledad. Que sentía malestar, desde hacía años, desde siempre, pero hasta aquel momento no sabía definir la ausencia que llenaba mi corazón. Hizo falta una herida definida y definitiva. Y cuando llegó, la sorpresa fue que esta no venía causada por algo negativo, feo, triste, por algo que me odiara. La herida me la infringió una realidad positiva, una belleza, una alegría que me amaba como nunca había sido consciente de ser amado. Es como uno que vive toda la vida en el fondo de una cueva y de repente le alcanza un rayo de sol, y los ojos se sienten heridos por la luz, por la belleza, por el hermoso día que comienza, que se hace experiencia. El corazón está herido por el encuentro con lo que le falta, que al herirle se revela, y por tanto le atrae.

”¿Qué más me falta?”
Esta pudo ser la experiencia que tuvo el joven rico del Evangelio. Lo tenía todo, además era uno que lo hacía bien todo, era religioso, observaba los mandamientos desde pequeño. Pero al conocer a Jesús esa vida suya donde todo estaba “en su sitio” se vio herida y atraída por un horizonte nuevo que correspondía a su corazón como nada hasta entonces. Es tan leal con su humanidad que llega a expresar delante del Señor toda la falta de su corazón, esa ausencia por la que nunca nada le había satisfecho, ni los bienes ni su honestidad religiosa. “Todo esto lo he cumplido: ¿qué más me falta?" (Mt 19,20).
"¿Qué más me falta?". El verso de Luzi resuena en el Evangelio desde hace dos mil años. No sé si el encuentro del hombre con el Misterio ha encontrado alguna vez una expresión tan esencial y dramática como cuando este joven rico y honesto expresó delante del Señor la ausencia insaciable que percibía en su corazón. Hasta entonces esa pregunta, ese anhelo, había llevado a este joven de cumplimiento en cumplimiento, con bienes cada vez más abundantes o con una moralidad cada vez más virtuosa. Y cada vez el corazón gritaba más dentro de él, como lo expresó otro gran poeta italiano: “¡No es esto, no es esto!" (Clemente Rebora, Sacos de tierra en los ojos).
Así es como ese día el vago malestar se encontró en presencia de una mirada que le llevó a expresar, o quizás sencillamente a traicionar, todo el abismo de la ausencia que le llenaba como pregunta a aquel que es el único capaz de responder a la sed de su corazón. No sé si existe en el Evangelio, y por tanto en toda la historia de la humanidad, un ejemplo más esencial del sentido religioso de un hombre que se expresa frente a Jesucristo. Es hasta tal punto verdad que de nadie más se dice tan explícitamente que Jesús “le miró fijamente y le amó” (Mc 10,21).

"¡Sígueme!"
¿Pero qué responde Jesús a esta ausencia que se expresa como pregunta? Responde con una palabra que en el fondo es también una pregunta: “¡Sígueme!”. El “ve, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres” no es aún la respuesta a la pregunta del joven, porque eso podría quedar reducido a la enésima buena acción que por sí misma seguiría sin satisfacer la ausencia que llenaba su corazón. La respuesta al “¿qué más me falta?” es cuando Jesús le dice “¡sígueme!”, porque “¡sígueme!” quiere decir: “Lo que todavía te falta, lo que te falta desde siempre, más allá de los límites de lo que tienes y de lo que haces, incluso de lo que haces por Dios, lo que te falta soy yo. ¡Déjalo todo y sígueme porque solo te falto yo!”.
Añadamos como inciso que los grandes carismas eclesiales son siempre aquellos que permiten la repetición de esta experiencia, de este encuentro de la sed de plenitud que emerge cada vez más del corazón a través de todos los intentos humanos y decepcionantes de saciarnos, con la presencia del Señor que, amándonos personalmente, nos ofrece la posibilidad de seguirle hacia la plenitud de vida que solo él puede dar, que sólo él es. Los carismas que el Espíritu suscita una y otra vez son auténticos si actualizan esta experiencia, si la hacen posible hoy, realmente posible. Despiertan y orientan el sentido religioso, y permiten el encuentro con la presencia real de Cristo, que satisface el corazón humano ofreciendo un camino de seguimiento con él. Solo así se respeta y exalta la libertad del hombre, hasta el punto de permitirle, como hizo Jesús, incluso decirle que no, no seguirle, rechazar la felicidad. Os desafío a encontrar un carisma en la historia de la Iglesia que sea fecundo fuera de estos elementos esenciales.
Y esto vale para todos. El consejo de dejarlo efectivamente todo para seguir a Jesús es solo para expresar el hecho ontológico de que nos falta solo él. Quién es llamado por Cristo a seguirle radicalmente se mantiene a distancia de todo para ser signo eficaz de una realidad ontológica que vale para todos: que solo Jesucristo falta en el corazón del hombre, en la vida del hombre, en el deseo de plenitud y felicidad de todo ser humano. Así la pobreza casta y obediente de la distancia de uno mismo, de todos y de todo, no es más que la correspondencia esencial al hecho de que aquel que es el único que falta en el corazón humano se ha hecho carne, está presente, es una persona con la que me encuentro, que escucho, que me habla, me mira, me ama, me llama, y con la que puedo estar siempre, con la que puedo caminar toda la vida. Y toda mi vida no agotará el camino con él, porque él y solo él es y será siempre lo que falta para la plenitud de mi vida, lo que falta para la plenitud de la vida de todos.
Y esto vale para todos, como lo expresa poéticamente san Agustín en un sermón sobre san Lorenzo para hacer conscientes a los fieles de que todos, en cualquier situación, estamos llamados a seguir al Señor que dio la vida por nosotros: “El huerto del Señor, hermanos, no solo tiene las rosas de los mártires sino también los lirios de las vírgenes y la yedra de los casados, así como las violetas de las viudas. Ningún hombre, cualquiera que sea su género de vida, ha de desesperar de su vocación: Cristo ha sufrido por todos” (Discursos 304,3).

Cristo es misión
Pero el encuentro de Jesús con el joven rico reitera un aspecto de la respuesta que Cristo es para la sed del corazón humano que no debemos obviar. Como hemos visto, la respuesta de Jesús a la pregunta: “¿Qué le falta siempre y radicalmente a mi corazón?” no fue un explícito “¡Te falto yo!”, sino una llamada: “¡Sígueme!”. Y “¡Sígueme!” indica un camino, un camino con Jesús, en compañía y con la compañía de Cristo, un camino con Jesús que recorre un camino que tiene una dirección. Cuando Cristo dice “¡Sígueme!”, no es para decirnos: quédate conmigo para ir no se sabe dónde. El camino de Cristo en el mundo no es un paseo. El camino de Cristo es su misión, la dirección de Cristo es la misión para la que el Padre le envió al mundo. Y esto no es algo accidental a su presencia, a esa presencia que satisface la ausencia última que siente nuestro corazón. También por esto el joven rico debía dejarlo todo, porque todo lo que tenía y hacía habría obstaculizado su camino con Cristo, su estar con Cristo que recorre en el mundo la misión querida por el Padre.
Incluso María, con José, tuvo que tomar conciencia de esto. Cuando perdieron a Jesús, ¡imaginad qué tremenda falta de él sentirían durante tres días! Y cuando le encontraron en el templo, María regañó al hijo por angustiarles con una ausencia que no ya sabía dónde colmarse de él. La respuesta que da a sus padres es una revelación del verdadero lugar donde Cristo nunca faltará: “¿No sabéis que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Lc 2,49). ¿Cuáles son las cosas del Padre de las que el hijo debe ocuparse? Nuevamente, la misión por la que el Padre le envió al mundo, la redención, la salvación del mundo.
La extrema ausencia del corazón, Cristo la satisface atrayéndonos para seguirle en su misión de salvación. Sobre esto, Jesús no dudó en corregir a su madre, y aún más severamente a Pedro, que quería satisfacerse de su presencia disociándola de su misión hacia y a través de la muerte en cruz. Cuando Cristo se dona como plenitud del corazón, lo hace implicándonos en la misión que recibe del Padre y que persigue con caridad infinita hasta el fin del mundo. Por eso nadie puede abrazar a Cristo sin seguirlo y sin participar en la modalidad y forma que Dios decide, en su misión de salvación.
Cuando uno al que Jesús dice a contrapelo: “¡Sígueme!” responde: “Señor, déjame ir antes a enterrar a mi padre”, Cristo le responde: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el reino de Dios" (Lc 9,59-60). Es como si entre el “¡Sígueme!” y el “ve a anunciar el reino de Dios” no hubiera ninguna distinción. Quien sigue a Cristo, inmediatamente va y anuncia el Reino, también quien le sigue retirándose del mundo o en la cotidianidad banal y ordinaria de Nazaret. Porque la misión coincide con Cristo mismo, con su persona enviada por el Padre al mundo.

La gran tentación
El Cristo que responde “¡Sígueme!” a la ausencia que llena el corazón del joven rico, que llega como un náufrago a la orilla de su corazón, es el siervo de Dios que ya ha anunciado dos veces su Pasión y que ya ha tomado la dirección hacia Jerusalén para consumar su Pascua, llevando ahora en la memoria el rostro del joven que ha empezado a amar para siempre y que se ha cerrado ante la plenitud. Él ha venido para satisfacer la ausencia de amor eterno que llena el corazón del hombre. Pero una vez más Jesús no encuentra correspondencia a su ofrecimiento ante la sed del hombre. Esta es la agonía de Cristo, quizás la extrema tentación a la que el demonio somete su corazón: “¿Es verdad que tú eres lo que falta en el corazón del hombre? ¿Estás tan seguro de que los hombres desean a Dios? ¿Acaso el primer pecado en que Adán deseó otra cosa que no era Dios, y que era contra Dios, no es la palabra definitiva sobre el destino de la humanidad? Tú puedes perdonarlo todo, amar al hombre todo lo que quieras, morir por él… ¿pero no te parece ya evidente que el hombre ha elegido no corresponderte y preferir la libertad de faltar a la esclavitud de una plenitud que solo viene de ti? Tu misión ha fracasado, y el fracaso anticipado es tu pasión, tu muerte. Has venido al mundo para constatar que en el fondo tú no le faltas al hombre…”.
Tengo la impresión de que esta es la mayor tentación también para nosotros. Lo veo en mi ministerio. La tentación más insidiosa no es el desánimo ante la fragilidad humana, el pecado, la mezquindad, de nosotros mismos y de los demás. La verdadera tentación es la de tener que preguntarse si Cristo falta verdaderamente a aquellos a quienes lo anunciamos, si falta verdaderamente a las personas y comunidades, también monásticas, también contemplativas, también implicadas en la Iglesia, a las que acompañamos. De hecho, a menudo nos parece constatar que el atractivo de Jesucristo no es realmente para quien lo encuentra la respuesta definitiva a la ausencia que llena el corazón.
La tentación, la agonía de Cristo mismo y de quien lo anuncia, de quien lo anuncia incluso sencillamente a su mujer o a su marido, a sus hijos, amigos, compañeros, hermanos, es la de darse cuenta de que Jesús no encuentra realmente una preferencia, que parece no ser realmente él quien llene el corazón de los hombres.
Tal vez sintió eso el corazón de Cristo al final de su discurso en Cafarnaún (cfr. Jn 6,26ss). Había dicho y repetido, como un disco rayado, que sin comer su carne y beber su sangre, es decir sin llenarse de él, el hombre no vive, no tiene vida, carece de sentido, de vida, de felicidad. Precisamente por eso todos se van. Y Jesús se encuentra solo ante los doce, de los que conoce toda su miseria y fragilidad. No les quiere retener; si no hay un deseo no les quiere retener: "¿También vosotros queréis iros?”. Y Pedro, que expresa la posición del corazón más verdadera y humana ante Cristo, como nunca nadie lo ha expresado: “Señor, ¿dónde iremos? Solo tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,67-68), que traducido quiere decir: “Señor, ¿cómo podemos separarnos de ti? Si nos faltas tú, nos falta todo, nos falta la vida”. Pedro traicionará, renegará, pecará, pero nunca podrá retrotraerse de la confesión de este deseo de plenitud. Y esto es, solo esto, lo que derrota a la tentación suprema contra el acontecimiento cristiano. Que haya al menos un solo hombre, una mujer, que permita a su corazón gritar que en todo y siempre le falta solo Cristo y la vida que él le da.

La misión de Cristo es la misericordia del Padre
Decía que el Hijo de Dios se nos ofrece como satisfacción de lo que falta en el corazón pidiéndonos que le sigamos en la misión que el Padre le confía. Pero no podemos olvidar que la sustancia de esta misión es la misericordia. San Juan Pablo II escribía en la Dives in misericordia que Cristo encarna y personifica la misericordia del Padre (cfr. § 2).
La tentación de la que hablaba antes, Jesús la contrarrestó sobre todo reafirmando el origen, al Padre que lo envía, al Padre que no renuncia a la misericordia. La conciencia del origen de la misión es más potente que el resultado aparente. La caridad, la fe y la esperanza nacen del origen y reúnen en sí todo el carácter invencible de la misión.
Jesús, en la agonía de Getsemaní, no se opuso a la tentación de donarse en vano a un mundo que no le recibiría, buscando argumentos entre la humanidad que frecuentaba desde hacía más de treinta años. Pedro, Santiago y Juan también le decepcionaron al dormirse mientras él sufría en vela, y pronto le decepcionarían aún más huyendo y negándole. Lo que vence la tentación no es un juicio sobre la humanidad, un análisis de la situación moral de las personas, de la Iglesia, del mundo. Lo que vence es la referencia al Padre: "¡Abbà! ¡Padre! Todo es posible para ti (...). Pero no sea mi voluntad sino la tuya" (Mc 14,36). Al decirle al Padre “todo es posible para ti”, Jesús debía estar pensando en lo que dijo justo después del triste abandono del joven rico: “¡Qué difícil es para aquellos que poseen riquezas [es decir, los que creen que no les falta nada] entrar en el reino de Dios!”. “¿Y quién podrá salvarse?”, preguntan angustiados los discípulos. Entonces Jesús, “mirándoles a la cara” anticipa lo que le dirá al Padre en Getsemaní: “Es imposible para los hombres pero no para Dios. Porque todo es posible para Dios” (cfr. Mc 10,23¬27).
¿Pero qué es lo que quiere el Padre? Para él todo es posible, ¿pero qué quiere realmente, qué realizará realmente su omnipotencia? ¿Qué hace posible Dios al mandar a su hijo al mundo? ¿Qué quiso hacer mandándole a obedecer hasta la muerte, y a una muerte de cruz? ¿Qué envió el Padre al encuentro de esa carencia inestable, inconstante y decepcionante del hombre?
Lo que envió el Padre mediante su hijo es fundamentalmente una gran revelación, una gran revelación de sí mismo, de su Corazón. En Cristo, Dios reveló y revela a toda la humanidad que el hombre le falta al Padre infinitamente más de cuanto el Padre pueda faltarle al hombre.
“¡Me faltas!”. Es el dramático estribillo de las relaciones humanas. Una expresión constantemente presente en la literatura, en la música, en el cine. Es la gran herida de los corazones humanos, creados para colmarse dentro de una relación, de una amistad. Medimos el amor en función de cuánto nos falta el otro o cuánto le faltamos, pero toda esa ausencia, profunda o superficial, entre nosotros, incluso la desgarradora ausencia de la muerte de un ser querido, no es otra cosa que el símbolo de que nos falta Dios.
¿Pero qué misterio es esto, que toda mi conciencia sea uno que me falta? ¿Qué misterio es que yo siga viviendo, aunque me falte todo, porque me falta el único sin el cual no puedo vivir? ¿Cómo es posible que siga viviendo si me falta aquel que es toda, ¡toda!, la consistencia de mi ser?
La respuesta ha venido a dárnosla él mismo, nos la ha revelado él mismo. La respuesta es que aquel que nos falta es alguien a quien le faltamos nosotros. Esa es la gran revelación que Jesús condensó en la parábola del hijo pródigo. El hijo le falta al padre más de lo que el padre le falta al hijo.
La ausencia que llena nuestro corazón, la herida de nuestro corazón, no es más que el reflejo, impreciso, torpe, de una ausencia infinita, misteriosa, eterna: que nosotros le faltamos a aquel que nos hace, que le faltamos a aquel al que hemos abandonado. Nos hizo con una libertad que le hiere con una espera, una expectativa, un ansia, una soledad, un abandono, una falta de nosotros a él que él ha dejado en nuestras manos, en nuestro corazón, en nuestra decisión de volver a él o no, de responderle.

El rostro de la misericordia
¡Esta es la misericordia! Es el gran anuncio de Cristo, la gran revelación que es Cristo: la misericordia es que nosotros le faltamos al Padre, que en el corazón de Dios hay un espacio de amor al que nosotros faltamos, que nos espera, nos espera desde siempre, eternamente.
Las tres parábolas de la misericordia en el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, más que ilustrar el modo en que Dios busca, perdona, acoge al que se ha perdido, ilustran el drama del corazón divino al que le falta el hombre. No es la oveja la que siente haberse perdido, ni mucho menos la moneda; el hijo pródigo vuelve a casa sobre todo porque tiene hambre. Lo que se ha perdido no piensa en el dolor de aquel que no lo encuentra. La pasión reside totalmente en el corazón del pastor que ha perdido a la oveja, en la mujer que ha perdido la moneda, en el padre que ha visto partir al hijo pequeño y vive escrutando el horizonte hasta que vuelva, y que luego sale a suplicar al hijo mayor, enfadado. El dolor de la ausencia y la fiesta del reencuentro residen ante todo en el corazón de Dios.
Esto es la misericordia: le faltamos a Dios más de lo que nos falta él. Solo haciendo experiencia, como el hijo pródigo, abrazado de nuevo y festejado, de este faltarle a Dios totalmente gratuito, sin razón por nosotros, el hombre descubre “de qué es ausencia esta ausencia” que de repente, furtivamente, llena su corazón distraído e infiel. Faltar a Dios es más doloroso para su corazón de Padre que para el nuevo haber faltado contra él. Este descubrimiento nos hace conscientes de la misericordia del Padre que se revela en Cristo.
El corazón del hombre es de hecho la conciencia inesperada, sorprendida, de nuestro faltarle a Dios. Es el reflejo de la espera del Padre. El reflejo en el estupor de nuestra conciencia de la fiesta que el Padre reserva a nuestro regreso a él. La ausencia de nuestro corazón es el eco de la herida del Padre que ve al Hijo crucificado inmerso en nuestro sentimiento de ser abandonados por Dios.
Entonces comprendemos que la Resurrección también es un gran retorno al Padre del Hijo que le falta, y en él de todos nosotros, de todos los hijos que le faltan al Padre. Vivir de la resurrección de Cristo quiere decir vivir la curación de la herida de la ausencia entre Dios y el hombre.

La fiesta con todos
Precisamente a partir de aquí, de esta experiencia, podemos avanzar solo cuando nos dejamos volver a abrazar por el perdón de Dios, de ahí nace nuestra participación en la misión de Cristo muerto y resucitado, y por tanto la difusión en el mundo del reino de Dios. Cuando el pastor vuelve después de haber encontrado a la oveja perdida, hace una fiesta con sus amigos y vecinos (Lc 15,6). Cuando la mujer encuentra la moneda perdida, lo celebra con sus amigas y vecinas (Lc 15,9). Pero sobre todo cuando el padre recupera al hijo perdido y muerto, quiere festejarlo con todos: con los criados, con el hijo reencontrado y con el hijo mayor (Lc 15,32). La misión de Cristo, la difusión del Reino, es cruz y resurrección, porque participa del ansia del Padre que busca lo que se ha perdido, pero también de la alegría de festejar el reencuentro. Pero cuando la misión parte de dejarnos encontrar nosotros mismos por aquel al que le faltamos, es como si no hubiera otra cosa que la fiesta de la resurrección que proclamar, que testimoniar, que compartir con todos. Ya no se puede vivir para otra cosa que no sea difundir el testimonio de la misericordia del Padre, es decir, el descubrimiento de que hasta el último de los perdidos, sobre todo el último de los perdidos, tiene en el corazón de Dios un espacio infinito de espera, de deseo, un abismo de amor misericordioso que arte por abrazar, besar, a quien se ha perdido.
Jesús dijo a la Samaritana que el Padre busca adoradores (cfr. Jn 4,23). En latín, "adorar" tiene la etimología de la tensión en la boca, es decir, conlleva también la idea del beso. Esto es precisamente lo que hace el padre de la parábola con el hijo recién llegado: se le echa al cuello y le besa (Lc 15,20). La adoración cristiana no consiste en estar frente a un misterio indiferente, sino en estar ante el abrazo y el beso de un Dios al que uno regresa, y los Padres de la Iglesia no han dejado de señalar que el beso de Dios es la comunicación al hombre del Espíritu Santo, de la vida y comunión amante de la Trinidad. Toda la mística cristiana está en este beso del Padre misericordioso que nos transmite el Espíritu de la adopción filial en Cristo. La mística cristiana es una mística de pecadores abrazados y besados por el Padre.
¡Qué cultura nueva, qué mundo nuevo, qué solución tan distinta a los miles y trágicos problemas del mundo actual se difundirían si aprendiéramos del abrazo de Dios a ir hacia todos, a acoger a todos, con la conciencia y por tanto el testimonio de que cada persona humana le falta al Padre, al abrazo y al beso de un Dios que se comunica a sí mismo como amor, como misericordia! ¡Qué revolución en cualquier lucha por la verdad, la justicia, la paz! Hay una profunda necesidad de la mística de la misericordia en el mundo de hoy.
Pienso en el rey Josafat que, iluminado por el profeta Jahú, decide ir a luchar contra los enemigos poderosos que amenazan al pueblo eligiendo a "los cantores del Señor y los salmistas, vestidos con sus ropajes sagrados, para que marcharan al frente del ejército y alabaran al Señor diciendo: 'Loado sea el Señor, pues eterna es su misericordia'" (2 Cr 20,21). Y el ejército vence sin ni siquiera combatir.
La misión cristiana es victoriosa de la victoria de Cristo, y su método es salir al encuentro de todo y de todos, incluso el peor enemigo, dejándose preceder por la conciencia, es decir la experiencia, y la celebración de la misericordia eterna de Dios. Es el testimonio de tantos mártires, hoy como siempre.

Vivir con Cristo
San Pablo escribe a los Efesios que también nosotros, como el mundo, “nos dejamos llevar por las codicias humanas, obedeciendo a los deseos de nuestra naturaleza y consintiendo sus proyectos”, y que “íbamos directamente al castigo, lo mismo que los demás”, como todos (Ef 2,3). Es decir, infieles como todos al deseo de infinito que habita en el corazón del hombre.
"Pero Dios [el gran "pero" que lo cambia todo, que regenera todo, que vence cualquier tentación de desánimo, es una iniciativa de Dios], pero Dios es rico en misericordia [no solo de bienes, no solo de justicia como el joven rico], con amor inmenso nos amó [la misericordia significa que la caridad de Dios es la razona de todo, el origen de todo], estábamos muertos por nuestras faltas y nos hizo revivir con Cristo" (Ef 2,4-5).
El efecto de la misericordia del Padre en nosotros, el efecto del beso en que nos vuelve a donar el soplo de la vida, es que revivimos con Cristo. Literalmente, la palabra utilizada por san Pablo no es realmente “revivir” sino “hacer revivir”: de muertos que éramos el Padre nos hizo revivir con Cristo, nos ha hecho “convivir” con Cristo. La vida nueva, resucitada, redimida, rehecha, recreada, regenerada es la vida con Cristo, es decir, vivir la comunión con Cristo. Nuestra vida renace como relación con Jesús, como comunión con él. En la relación con Cristo la vida humana que por naturaleza es relación, como bien subrayó el filósofo hebreo Martin Buber, revive, revive como vida y como relación. Vivimos realmente viviendo con Cristo. La vida nueva en Cristo, antes de ser quién sabe qué otra vida, es nuestra vida con él, vivir en comunión con él.
A esto llamaba Jesús al joven rico al decirle “¡Sígueme!”. No le llamaba ante todo a “cambiar de vida” sino a vivir con él, porque esto es lo que verdaderamente cambia la vida, la vida real, mi vida. Es precisamente aquí donde se manifiesta en nosotros la misericordia del Padre: "Este hijo mío, este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida" (cfr. Lc 15,24.32). ¿Por qué? Porque está con él. Simplemente con él. Y nosotros con Cristo, y en él con el Padre.
Confieso que la poesía de Mario Luzi que más me ha conmovido y me acompaña es una en la que uno de los dos discípulos de Emaús describe su encuentro con el Resucitado:

No sigue, nos supera,
se acompaña de nosotros,
durante largos trayectos
respira a nuestro lado,
semioculto en el ocaso,
ocultado de su presencia
el hombre pensativo y taciturno
pero innatamente atento.
¿A qué? ¿Acaso nos escolta quizás
por la vía dolorosa
de la ida y del regreso
aquí entre los montes
o nos pide protección
él mismo para el viaje que le espera?
Le mira mi compañero, yo igualmente
sin dudar no dejo
de observarlo. Aún no sabemos nada
cuando casi avanzada la noche
entramos todos juntos
en la semioscuridad de la taberna.
Ese pan, esas manos que lo amasan,
La mirada, el adiós demasiado rápido. Sería
después –lo sabíamos
los de Emaús– esta la materia del relato.
Vinieron y se fueron al primer rayo del día.


Así es. La misericordia del Padre es el Resucitado que viene gratuitamente a acompañarnos en nuestro camino, “haciéndonos convivir” con él. La vida cristiana siempre es misión porque lo que salva es vivir con Cristo, la comunión con él. La misión es la comunión: poder vivirlo todo con Cristo, poder vivir con Cristo con todos. Nuestra vida real, nuestra vida humana, nuestra pobre vida cotidiana, se convierte en el drama explícito, misterio desvelado de la comunión con él, en todo, con todos, siempre. Siguiéndole a él, con él que nos es dado y que nos falta, como si cada paso fuera un respiro, un latido del corazón que regenera la vida.
Traducción no revisada

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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