«¿Cuántos habitantes hay aquí?», pregunta don Alejandro en su visita a una localidad de la provincia de Milán. «¿Quince mil? En Siria han muerto 200.000 personas en los últimos cuatro años». Un número escalofriante, pero un número al fin y al cabo. Alejandro León, párroco en Damasco, lanza otra pregunta que sacude a todos los presentes: «¿Para qué vivir?». Es la pregunta que le hace su gente. Los jóvenes le preguntan por el sentido que tiene estudiar. Han visto a sus compañeros esforzarse mucho todos los días durante años para que luego una bomba acabe con todo en un segundo. «Entonces, ¿de qué sirve estudiar?». Los que siguen vivos saben que tarde o temprano les llamarán a combatir: «¿Para qué hacer todo esto si me espera la muerte?».
Don Alejandro viajó a Milán para participar en un retiro y quiso agradecer la amistad que ha nacido fruto de la oración con un grupo de empleados de las multinacionales STMicroelectronics y Micron. Ellos son los primeros sorprendidos por cómo se ha cruzado el destino de este joven sacerdote, nacido en 1980 y de vocación muy precoz (entró en los salesianos a los 17 años), con el de los trabajadores de este polígono a las afueras de Milán, dedicado a la investigación industrial y la producción de dispositivos microelectrónicos.
«En la empresa, la presencia de gente del movimiento comenzó en los años noventa, y no ha dejado de crecer», cuenta Carmela: «Empezamos a reunirnos todos los viernes en la sala sindical para hacer juntos la Escuela de comunidad, compartiendo y juzgando juntos el trabajo y la vida, el día a día». Los cuarenta minutos de pausa para comer nunca bastan, porque siempre hay muchas intervenciones. Una preciosa historia de vida comunitaria abierta a la empresa, donde las relaciones se van consolidando (hasta el punto de que algunos han dado vida a un grupo de Fraternidad), y que se ha ampliado con otros compañeros que no son del movimiento. «Es como un puerto de mar. Los rostros cambian, por motivos laborales», continúa Sara, «pero es una trama de relaciones que ha favorecido una amistad. De vez en cuando llegan recién licenciados y su sola presencia sirve para provocarnos continuamente a los que ya llevamos más tiempo».
El 18 de septiembre de 2014 esta comunidad se vio sacudida por un gran dolor. Uno de ellos, Eugenio, no fue a trabajar. Esa misma noche empezaría un camino que le llevó al diagnóstico de un grave tumor en el cerebro. «Nos movilizamos inmediatamente para hacer una peregrinación. A los pocos días llegó una compañera, Daniela, y nos dijo: "Sé que los de CL os habéis movido por Eugenio, pero nosotros también somos sus compañeros y queremos hacerlo. ¿Por qué no nos juntamos todos los días para rezar juntos?». Desde entonces, todos los días, decenas de personas empezaron a verse en una sala de reuniones para rezar por él. Creyentes, no creyentes, ateos. Algunos se limitaban a estar en silencio, pero querían estar. Con el tiempo, la trayectoria terapéutica de Eugenio se fue estabilizando y después de tres meses rezando el Rosario todos los días, surgió la pregunta de si continuar o no. «Algunos decían que no dejáramos de hacerlo, porque les parecía un momento importante y una dimensión comunitaria nueva para su trabajo».
Por aquel entonces, Emanuele, otro compañero, propuso continuar con el momento cotidiano de memoria porque se había dado cuenta de que «es un privilegio poder profesar la propia fe libremente en el trabajo, en un momento histórico en que hay cristianos que lo pagan con su vida». Y justo cuando en su oración cotidiana se insinúa la presencia de los cristianos perseguidos, Sara participa en un encuentro con un periodista sirio. «Le pregunté qué podíamos hacer por la gente de allí, y me dijo: "Vuestra oración es lo que nos sostiene. Tal vez no de forma genérica sino por personas concretas, que puedan sentirse apoyadas por otras personas con nombre y apellidos". Nos intercambiamos los correos electrónicos y al día siguiente le escribí: está bien, mis amigos y yo queremos hacerlo, ¿pero cómo?».
Durante un mes, silencio. Pero una mañana llegó un mensaje. Era un sacerdote de Damasco, llamado Alejandro, que contaba detalladamente cómo eran las jornadas de su comunidad. «Cuando vi aquel mail, me sentí preferida», recuerda Carmela. «Me parecía que venía de otro mundo, superando cualquier imagen o interrogante mío sobre la eficacia de nuestra presencia cristiana en el trabajo. Esa novedad que discretamente estaba entrando me hacía percibir realmente la dimensión física de la unidad de la Iglesia, el abrazo de dos cuerpos. Ellos, que están en las trincheras, son la manifestación más sufriente de Jesús, una condición de Iglesia que para nosotros es difícil de imaginar. Y me sentí amada por poder entrar en contacto con ellos». En el momento de oración, todos juntos leyeron el relato de Alejandro: los momentos de calma en las catequesis, la preparación de la Navidad, la fiesta de don Bosco, y también los misiles, el miedo, incluso la belleza de los chicos y de sus padres, la Cuaresma, la caritativa, la huida de muchos de ellos, sin nada, con las manos vacías y los pies descalzos... Aquella vida tomaba cuerpo en la sala de reuniones delante de nuestros ojos. Empezó así una correspondencia que nunca ha cesado. Un hermanamiento de oración entre dos comunidades
«Ha bastado con decir "sí" a las claras sugerencias de las circunstancias, es decir, a la realidad», dice Sara, «todo lo demás ha sido un céntuplo». Unos meses después, Alejandro llegaba a Milán, y les traía de regalo jabón de Alepo y unos dulces. Se organizó un encuentro público donde el salesiano dio su testimonio. «Nosotros somos unos mimados», dijo hablando de sí mismo y de su gente en Damasco, frente a las condiciones de vida de sus hermanos que viven en Alepo: «Solo tienen una hora de corriente eléctrica cada dos días. A nosotros nos falta la gasolina, pero en Alepo falta el agua. A nosotros nos falta el pan, pero en Alepo falta el pan, el azúcar, la harina... Nos sentimos agraciados por el Señor». Lo que realmente destruye es otra cosa: «La falta de libertad».
Llegó de misión a Damasco hace cuatro años y justo después estalló la guerra. Van 280.000 muertos. Pero luego están los heridos, los huérfanos, los refugiados. Por la mañana se despide de los suyos antes de salir: «Mira cómo voy vestido», porque muchas veces la ropa es el único modo de reconocer los cuerpos. «Tenemos la profunda conciencia de que cada día es un don», dice, y añade: «No sé cómo, no lo entiendo, pero Dios sabe aprovechar estas situaciones para hacer florecer en el desierto». Un día secuestraron a tres jóvenes cristianos de su centro. Volvieron, de milagro. Normalmente eso no pasa. «Al cuarto día de secuestro, el único hombre que había de guardia apoyó el fusil en la mesa, se le veía cansado. Uno de los chicos, un catequista que nos ayuda con los niños, sin pensárselo dos veces le preguntó: "¿Te duele la espalda?". El hombre asintió y él, sencillamente, se ofreció para darle un masaje. El terrorista le preguntó en qué estaba pensando para decirle algo así a su carcelero. "Soy cristiano", contestó el joven: "Nosotros los cristianos estamos hechos así. Cuando podemos hacer el bien, lo hacemos. Nos lo ha enseñado Jesús"».
Cuando dejó de ver niños por las calles de Damasco se extrañó. Una noche vio a tres hermanitos buscando comida en la basura. «Me detuve y les llevé a comer a un kebab. Allí pedí tres paninis. El mayor debió pensar que dos eran para mí y el otro para ellos tres. Cuando comprendió que para mí no había pedido nada, me dio la mitad del suyo. Si un niño hambriento es capaz de hacer un gesto así, eso quiere decir que aún hay una humanidad que merece la pena ser custodiada». Alguien del público le preguntó si alguna vez se había arrepentido de haber ido allí. «No quiero sustraerme a la voluntad de mi Señor, y mi Señor murió en la cruz. Sé que la voluntad de Dios no es la guerra, esa es la voluntad de los hombres. Pero también sé que la voluntad de Dios es que en cada situación yo me comporte como un hijo amado». Y explicó que permanece allí por tres razones: «Primero, creo que Dios me quiere allí. Segundo, como salesiano esa es mi familia y si los abandonara no sería capaz de dormir por las noches. Tercero, creo que Dios ha plantado una semilla en Siria y que esta semilla puede florecer». Pueden quitarle «el dinero, la comida, los amigos. Pero la esperanza, la fe no pueden quitármela. Y la esperanza no es ingenuidad. El martirio es un don, yo no lo busco pero si tuviera que llegar sé que sería uno más, no uno menos».
Durante todo el tiempo, Alejandro habla con familiaridad de Jesús crucificado, y al mismo tiempo es alegre e irónico. «Me esperaba cualquier cosa menos esto», comentaba Emanuele al salir: «Encontrarme delante de un hombre que infunde en nosotros la esperanza, la fuerza, la fe, y no al contrario. Me ha lanzado a la cara una dura pregunta: ¿realmente creo que Cristo es "el camino, la verdad y la vida"?». El hecho de que cinco minutos de oración comunitaria al día, que comenzó por la enfermedad de un amigo, les haya hecho amigos de una comunidad cristiana a miles de kilómetros de distancia, que está viviendo en nuestro tiempo lo mismo que experimentaron los primeros cristianos, hace que solo piense en una cosa: «El milagro de la multiplicación de los panes y los peces. ¿Qué son cinco minutos en una jornada laboral? Nada, igual que aquellos cinco panes y dos peces que los discípulos le dieron a Jesús. Nosotros, igual que ellos, hemos dejado sobre la mesa lo que teníamos... una miseria... a cambio hemos recibido doce cestas llenas».
A Lillo le sorprende el hecho de que todo esto no ha llegado como caído del cielo, «sino que ha ido de persona a persona, fruto de una historia. Una vida que no haces tú, que se impone ante ti». Anna vuelve a pensar en la pregunta que Julián Carrón hizo en el artículo publicado en prensa tras los atentados de París y Copenhague: ¿creemos todavía en la fascinación victoriosa de la fe, de su desnuda belleza? «Mirar a Alejandro a los ojos es una respuesta que no deja lugar a dudas. Es la presencia de Cristo lo que te hace capaz de una alegría que por sí solo el hombre no podría tener». En medio de la violencia, de las privaciones, de la inhumanidad que viven nuestros hermanos sirios, Daniela está impresionada por «la determinación a no dar un paso atrás, a no ceder ni un milímetro de la propia humanidad. He visto que realmente existe para el hombre la posibilidad de decidir entre cerrar los ojos o permanecer en pie ante la realidad, ofreciendo nuestra vida sin alardes, en la forma y en el tiempo que la vida nos pide».
Don Alejandro también habló de la «otra guerra», la de la desinformación: «Lo que sucede en Siria no es un conflicto civil. El gobierno combate contra un ejército formado por personas de 86 países distintos». No quiso hablar de política, pero pidió que no dejemos tranquilos a los poderosos ni a nuestros gobiernos occidentales, que les informemos de la verdad. E insistió: «El don más valioso que nos podéis hacer es la oración. Pero además de eso os pediría un video. Para nosotros es importante poder veros y saber que no nos habéis olvidado». Al final del encuentro, la gratitud era palpable. «Esa gratitud de cuando eres correspondido», dice Carmela, «porque sucede lo que esperabas: la iniciativa de Otro».
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