«Es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas». Así respondía hace 1.600 años Ambrosio a Mónica, cuando esta iba a verle llorando para desahogarse y confiarle su tormento por la mala vida de Agustín. Sabemos cuál fue el fruto de aquellas lágrimas. El sábado 11 de abril, en la cárcel de Padua, otro hijo de las lágrimas, él también llamado Agustín. Jianquing Zhang, 29 años, chino, preso con fecha final de pena en 2024, recibía del obispo de Padua, monseñor Antonio Mattiazzo, los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.
«En estos años he sufrido muchísimo, he llorado muchas noches, aparentemente sin motivo», escribió su madre, budista practicante, presente en la ceremonia junto al padre y la familia, en una carta dirigida a Nicola, responsable de la Cooperativa Giotto, que desde los años ochenta se dedica a personas presas y con discapacidad, gestionando actividades internas y externas al centro penitenciario Due Palazzi de Padua. «No podía hacer más que llorar, por el dolor que él había causado a nuestra familia y, sobre todo, a la de la víctima. Sin embargo, siempre creí que, en el fondo, él tenía un corazón bueno». Ese corazón bueno ha salido a la luz, y la madre de Zhang lo describe con gran precisión. «Cada vez que me contaba, me daba cuenta de que os quería mucho. Nunca le había visto tan apegado a una persona. Por eso sé que vosotros tenéis algo especial. Habéis conseguido hacerle entender que la vida es un don».
Lo que la carta describe es un sutil hilo de amistad que comenzó siete años atrás en la cárcel de Belluno, con Gildo, que fue guía de montaña del Papa Wojtyla y que, como voluntario, empezó a visitar a este preso chino. Luego Zhang fue trasladado a Padua, donde empezó a trabajar en la Cooperativa Giotto, con gran pasión y precisión. Pero con el paso de los días se dio cuenta de que la estima de sus jefes y compañeros no dependía de su eficacia. «¿Qué ganan estos con quererme tanto?». Lleno de curiosidad, Zhang empezó a ir más a fondo, a frecuentar a esos amigos -presos y funcionarios- cuando tenían los encuentros de la Escuela de comunidad. Poco a poco nació así otra pregunta: «¿Cómo puedo conocer yo también a ese Cristo del que hablan?». De ahí el deseo de hacerse cristiano, aunque con temor por causar un nuevo disgusto a la familia. A Zhang le ayudaron, además de sus amigos, el diácono Marco, que luego sería su catequista, el capellán de la cárcel, llamado también Marco, y muchos voluntarios.
Mientras tanto, empieza a salir con algunos permisos, a volver a ver el mundo exterior. Pero cuando llega el momento de concretar fecha y lugar para la ceremonia, no tiene ninguna duda. Se bautizaría allí donde nació su fe: en la prisión. Eran días duros. Los presos de alta seguridad, entre ellos sus amigos, que como él habían empezado a renacer gracias al trabajo con la cooperativa Giotto, iban a ser trasladados. Pero la víspera llega la gran noticia: suspensión temporal del procedimiento. Cada caso será valorado individualmente. El obispo queda impresionado por el clima «de esta parroquia de la cárcel, donde se puede vivir en paz, con confianza y esperanza». «Estoy con vosotros», añade monseñor Mattiazzo: «Sois el corazón de nuestra iglesia».
Llega el momento de los sacramentos. Zhang se prepara para recibir al Amigo tanto tiempo esperado. «Fuimos bautizados», habla de su Bautismo el otro Agustín en sus Confesiones, «y se disipó en nosotros la inquietud de la vida pasada». Eso se ve en los ojos de Zhang y en el heterogéneo pueblo reunido en el pabellón "número uno" donde se celebra el rito. «Él es el buen Jesús que te dará su amor», canta el coro tras la Primera Comunión de Zhang. «¡Cuántas lágrimas derramé oyendo los acentos de tus himnos y cánticos, que resonaban dulcemente en tu Iglesia!», escribe sobre su Bautismo el santo de Hipona. También en el pabellón de Due Palazzi, normalmente preparado para la elaboración de los panettoni, el silencio, la participación y la conmoción de todos son algo excepcional.
La celebración llega a su fin. En torno al obispo se reúnen los presos de alta seguridad. «En este lugar tan especial se nos ha enseñado un método para renacer», le dicen: «Hemos podido sentirnos padres, maridos, hijos, hasta ser un buen ejemplo para nuestros hijos y proyectar un futuro con ellos. Trabajando aquí hemos descubierto nuestra dignidad». En el pabellón adyacente, Zhang es pillado por sorpresa por algunos de sus amigos presos que le lanzan al aire. Aplausos, un aperitivo con la pastelería dulce y salada, y los helados que se hacen en la cárcel, y justo después los cantos y la fiesta, con los sketch (un montón de risas con las imágenes de Zhang en su versión Bruce Lee), pero también con el video del 7 de marzo en la plaza de San Pedro, con el abrazo del Papa Francisco a los presos. Y qué conmoción a la hora de leer los mensajes. Un magistrado le escribe: «Estoy seguro de que usted nunca se arrepentirá de este día». Patrizia Impresa, prefecto de Padua, habla del significado del Bautismo como renacimiento de la persona. Sor Matilde, del Vaticano, hace una buena fotografía del itinerario del recién bautizado: «El Padre bueno te ha rodeado de personas que son verdaderos instrumentos de su bondad». Y su paisana china, sor Maria Stella, va directa a lo esencial: «Dios te ha elegido. Dios te quiere mucho».
Marino, en semi-libertad desde hace tres años, lee la carta de la madre de Zhang. «Estoy contenta porque él vive con plena madurez y conciencia, aunque haya cambiado de fe», escribe: «Pero en la vida he aprendido que a veces no hay que pedir demasiado, hay que saber contentarse». «Verá», interrumpe Marino por un instante la lectura, «no es un contentarse». Es un sentirse amado de forma imprevista por un amor infinito, «como Mateo contando su dinero», escribe Julián Carrón en su mensaje, que agradece a Zhang la sencillez de su «sí, Señor, tú sabes que te quiero». Con un "sí" como este en el corazón y en los ojos, uno no puede tener miedo.
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