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No se puede responder al vacío con más vacío

S.G.
13/01/2015
Homenaje en la Plaza de la República.
Homenaje en la Plaza de la República.

Miércoles 7 de enero, el día del atentado contra la revista Charlie Hebdo era también el día del comienzo de las rebajas. En París, eso significa un descenso a los infiernos para el que se aventura a adentrarse en alguno de los barrios del centro. Una locura “programada”.

Salí del metro, en uno de estos barrios, y vi el vacío. Casi nadie por la calle, ningún ruido, poquísimos coches. El miedo era físicamente palpable allí donde pocas horas antes debía ser el frenesí desenfrenado del shopping. Pensé en el inicio del Apocalipsis y me dije: «El inicio será algo así».

Vacío es la palabra que mejor describe mi primera sensación de lo que sucedió. Todo estaba como siempre, como antes, pero vacío. Se había cometido un atentado en nombre de no sé quién ni qué, y el resultado era el vacío: nadie se comunicaba, nadie se movía, nadie criticaba. La muerte.

Se dice que los asesinos son “bárbaros”. Pero los verdaderos bárbaros estaban atraídos por la civilización de Roma, por su belleza. A los presuntos bárbaros de hoy solo les atrae el vacío. Como algunos terroristas han declarado en otras ocasiones: «Queremos llevar el infierno a la tierra».

El ataque al semanario no era contra la “libertad de expresión”, ni contra los “valores de la República” o de “Occidente”, como muchos dicen estos días. Porque dicha libertad, como los valores invocados, se han generado como fruto de una civilización a lo largo de los siglos. No han nacido por sí solos. Como ha afirmado Nicolas Sarkozy: «La guerra declarada es contra nuestra civilización».

Al ver las reacciones de la gente en estos primeros días me surge una pregunta: ¿qué queda en nuestra sociedad actual de esa civilización heredada, de esa cultura que generó la Fraternité, Egalité, Liberté? Solo un eslogan. Me ha llamado la atención cómo las cadenas televisivas, justo después del terrible atentado, empezaron a emitir eslóganes: «Yo soy Charlie», «Soy libre», «En memoria de Charlie», «Todos somos Charliberté». De forma unánime, todos han asumido estos eslóganes como signo de lucha “contra la barbarie”.

Y yo me pregunto: ¿pero qué quieren decir estas frases? ¿Qué me comunican? ¿Qué quiere decir ser libre cuando ya no tengo libertad para moverme, para ir al teatro, al museo, a ver a mis amigos? ¿Cuándo existe una voluntad de “arrancarme” de la historia y de la tradición que me han generado y que han forjado este vivir en sociedad?

La emoción ante lo sucedido ha hecho renacer un deseo de humanidad, de “pertenecer”, es decir, de no quedarse solo ante una tragedia así. ¿Pero se puede responder al vacío con otro vacío? ¿Cuánto podrán resistir estas palabras ante tanto odio y sufrimiento? ¿Ante una voluntad “enemiga” de esta civilización? Tal vez, el vacío que vemos fuera de nosotros ya esté dentro de nosotros.

La noche anterior al trágico atentado, un grupo de amigos leímos juntos el artículo de Navidad de Julián Carrón. La consistencia de lo que nos habíamos dicho no evitó nuestra confusión, pero hay una frase que me hería como un dardo: «Por eso la Navidad nos invita en primer lugar a convertir la forma en la que concebimos de dónde puede venir la salvación, es decir, la solución de los problemas que nos plantea la vida cotidiana. Nos desafía a cada uno de nosotros con una gran pregunta: ¿de dónde esperamos la salvación?».

Estas palabras, ante esta enorme tragedia, se hacen aún más urgentes. ¿Qué, quién puede salvarnos en una situación así? ¿Qué quiere decir esperar la salvación ante tal masacre? ¿Acabar con los criminales? ¿La justicia? ¿La libertad de expresión? ¿Qué todo vuelva a ser como antes.
Todo eso es verdadero, pero no basta.
Me doy cuenta de que a la pregunta de Carrón no puedo responder yo solo. Paradójicamente, ante tanto dolor, confusión y miedo, veo cumplirse en mí el sentido de celebrar hoy la Navidad: Dios, en la prueba, nunca nos deja solos.

No sé hasta qué punto mi suerte estará ligada a la locura de este vacío. Pero en estas horas tan dramáticas me he dado cuenta de que me urge no vivir más “de las rentas”. La única posibilidad de vivir es –sin duda– la de reconocer que soy querido, amado, más allá de cualquier cosa que pueda sucederme. Repito, se hace aún más aguda y paradójica la evidencia de que Cristo encarnado es el único hecho que da consistencia a mi yo y que me permite mirar la realidad como Él me mira a mí, desde el primer instante. Ni siquiera todo el odio y el vacío que el mal difunde pueden disminuir este deseo de felicidad, de esperanza, de libertad. Decir Cristo no es decir una palabra vacía, sino reconocer y verificar si amo la vida como se me presenta más que a mí mismo.

Soy profesor y, desde el primer momento después del atentado, he dicho a mis alumnos: «Mirad, si no queremos participar también nosotros de esta barbarie, la única posibilidad es amar lo que debemos hacer, es decir, estudiar, enseñar, mirar a los compañeros y a los profesores como un bien. Porque a través de esta mirada “estudiosa” (enamorada) podemos construir una nueva civilización». Haciendo así la verdadera “revolución de uno mismo”.

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