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Hacia las periferias del mundo y de la existencia

Aleksander Filonenko
09/09/2014 - Publicado en Kairé

La intervención de Aleksander Filonenko en el encuentro dedicado al lema del Meeting 2014.

Hoy hablaremos de la periferia, del hombre y de la existencia, del mundo, y he construido mi intervención en dos partes: en la primera parte trataremos de entender qué es una periferia y cómo el hombre se encuentra a sí mismo en la periferia; mientras en la segunda parte trataré de pintarles el retrato del protagonista de la periferia y habrá como siete imágenes de este protagonista así que trataremos de acercarnos a la comprensión de la naturaleza de este protagonista.

La periferia y cómo el hombre se encuentra a sí mismo
Cuando en nuestra vida ocurren encuentros importantes y encontramos una persona nueva y nos presentamos a esta persona y le decimos cómo nos llamamos, cuál es nuestro nombre, y decimos de dónde venimos a veces puede ocurrir así, que en respuesta nos pregunten “¿Ah, viene de Ucrania? ¿Y dónde queda Ucrania?”. Yo pienso que todos nos hemos encontrado en una situación parecida y que cada uno de nosotros tiene su Ucrania. Y cuando nos sentimos dirigir esta pregunta entendemos enseguida que ha ocurrido un encuentro y que nosotros creíamos vivir en el centro del mundo y en cambio con sorpresa nos damos cuenta de que vivimos en periferia. Y esto nos deja contentos. Para mí el primer punto importante es que la periferia nunca es una cuestión geográfica sino que siempre es cuestión de un encuentro, la cuestión de la periferia es la cuestión de un encuentro que nos mantiene vivos.
Hace cien años en Europa estalló la Gran Guerra que transformó a millones de personas en habitantes de una periferia. Y justo el año en que empezó la guerra, en Suiza nació un muchachito ruso, que toda la vida soñó con poder volver a la patria, a Rusia, pero luego solo realizar este sueño cuando tenía ya cincuenta años. Él había encontrado a Cristo a los 14 años y este chico después de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en un gran obispo de la Iglesia Ortodoxa. Se llamaba Andrej Bloom y es aquel que luego llegó a ser el metropolita Anthony de Sourozh, el obispo que dio vida a la Iglesia Ortodoxa Rusa en Gran Bretaña. Y el metropolita Anthony de Sourozh definió una vez de modo claro y preciso la condición en que vive el hombre en periferia, hablando en nombre de toda una generación de personas que se había encontrado viviendo en periferia, diciendo esto: “Nos hemos encontrado sin patria, separados de todo lo que amábamos, de las personas más amadas y más queridas, extranjeros en un país extranjero, estando de sobra e indeseados, no nos quedaba nada excepto la miseria. Y de improviso hemos descubierto que teníamos a Dios, un Dios del que no teníamos nada de que avergonzarnos y que no tenía vergüenza de nosotros y de improviso hemos descubierto que Él podía entrar con nosotros incluso hasta el abismo de nuestro dolor y que Él por experiencia conocía todo, hasta los límites extremos de nuestra miseria y que Él había ido mucho más allá de esos límites. Así en la profundidad última de nuestra caída hemos encontrado a Cristo, Cristo que nos salvaba, que nos consolaba y nos invitaba a vivir. La periferia es aquel lugar en que Cristo nos encuentra y nos arrastra fuera de la cámara sofocante de nuestra soledad, nos lleva a una vida universal, a una vida católica”.
Y es impresionante cómo este encuentro no ocurre con el Cristo de un gran imperio sino con un Cristo que nos encuentra entre las ruinas. Es por eso que vale la pena observar, prestar atención a las periferias y es por eso que vale la pena esperar algo imprevisto. Este año el Papa Francisco, hablando a los peregrinos que se preparaban a la peregrinación Macerata-Loreto, invitó a los jóvenes que estaban allí presentes, los peregrinos, a no olvidar nunca que nuestro Dios es el Dios de las sorpresas. Pero en todo caso, ¿cómo hacemos para descubrirnos a nosotros mismos en la periferia? Un amigo mío ucraniano, un artista, Makov, durante muchos años pidió a sus amigos que vivían por todo el mundo que le enviaran postales a Ucrania con una particularidad: en el punto del sobre donde habrían tenido que escribir el nombre del país, Ucrania, él había pedido escribir en lugar de Ucrania, “utopía” y la primera y última letra, la “u” y la “a” en la burocracia postal indican tanto Ucrania como Utopía. En Jarkov existe una caja entera de cartas que él recibió de veras en su casa y eso demuestra muy claramente que vivimos en una utopía. Pero lo que nos ha ocurrido el invierno de este año indica que de la utopía hemos pasado a la periferia y ha habido millones de personas que se han preguntado: “¿Ucrania dónde queda?”. Una vez en Inglaterra conocí a un erudito que me hizo esta pregunta de una forma aún más original, me preguntó: “¿Ah, viene de Ucrania? Me parece que queda en África, ¿no?”. Y yo le dije: “not quite”.
En el invierno de este año todos han conocido la palabra Ucrania, pero lo más impresionante es que los propios ucranianos han descubierto por primera vez Ucrania. Por mucho tiempo hemos vivido la historia del siglo veinte como la historia de una utopía, y de repente nos hemos encontrado viviendo en cambio en una periferia. Y este camino desde la utopía hasta la periferia es un camino de sanación. Y es muy importante que no se trate solo del descubrimiento de la periferia sino también del descubrimiento del hecho de que el encuentro cambia al hombre mismo. Los ucranianos no solo han quedado asombrados por el acontecimiento que ha ocurrido, sino que han descubierto en sí mismos a un hombre nuevo.
Al metropolita Anthony le gustaba decir que en la lengua serbia la palabra “encuentro” y la palabra “alegría” son una única palabra. Y siempre subrayaba que en cada encuentro hay una alegría. En la lengua rusa hay una palabra bellísima que expresa la naturaleza de todo encuentro verdadero y es la palabra “likavanie”, y la palabra “likavanie” indica una verdadera alegría, exultación, pero en la raíz de esta palabra también hay dos significados que a primera vista son opuestos: de una parte la raíz indica la palabra rostro, el rostro verdadero del hombre, por otro lado con esta raíz también indicamos una asamblea de personas, un coro, un coro que indica la pericóresis de la Santísima Trinidad. Y a primera vista los significados de esta palabra son muy diferentes entre ellos pero indican de modo muy preciso el misterio de un encuentro verdadero. Cuando un encuentro sucede, hago una experiencia de alegría mientras la otra persona, la que me mira en aquel momento, ve mi verdadero rostro. Así mi rostro entra en el mundo gracias al testimonio de la otra persona que me ve, pero solo cuando hago experiencia de esta alegría del encuentro, el misterio más grande de mi vida, aquel que se expresa en mi rostro, este misterio no es nunca accesible por mí mismo, solamente es accesible a través del testimonio de otro que me ve.
Y así en la vida humana siempre existe la posibilidad de descubrir a la comunidad de personas que viven esta experiencia de alegría, de exultación. Y es claro que muchas personas llegan a la Iglesia y llegan a Cristo gracias a esta comunidad. Pero si en la vida del hombre existe esta posibilidad inmensa de alegría y de felicitad, entonces siempre surge una pregunta grande y difícil: ¿cómo es posible que los hombres puedan estar junto a esta felicidad y no notarla? ¿Qué frena a los hombres ante esta posibilidad de exultación? Es curioso que don Giussani y el metropolita Anthony hayan dado la misma respuesta a este interrogante: afirmaban que cuando esperamos la respuesta de Dios a nuestras preguntas, porque sabemos que Dios responde a las preguntas que le hacemos, pero no sentimos a menudo sus respuestas y pensamos que se ha olvidado de nosotros, nos ocurre así por una razón muy simple: porque nosotros esperamos que Él como respuesta nos mande un Ángel, mientras en cambio Dios en respuesta nos manda circunstancias. Y antes de oír la voz de estas circunstancias las dividimos en circunstancias importantes y circunstancias no importantes, circunstancias felices y circunstancias trágicas, circunstancias centrales y circunstancias periféricas, y después de haber hecho esta división ya no somos capaces de sentir nada. No estamos dispuestos a aceptar las circunstancias periféricas como respuesta a nuestras preguntas. Pero si en cambio probáramos a mirar, a observar estas circunstancias periféricas y a admitir que la periferia no es solamente un caos y no es aquel confín que separa el cosmos del caos, sino que es algo más parecido a la ribera del océano, aquella ribera de la cual llega hasta nosotros la invitación del Misterio, respondiendo a esta invitación descubrimos nuestra persona.
Entonces vale la pena hacerse esta pregunta: ¿qué quiere decir que el hombre decide abrirse a esta invitación y decide hacer un camino que es el camino del hombre que vive en periferia? Y es importante que esta no sea una cuestión que concierne [solo] a la persona sino que concierne al mundo entero.
La primavera pasada Julián Carrón nos recordaba que también hoy Europa se encuentra en periferia y por lo tanto no es una cuestión de geografía, la cuestión es que hemos perdido el inicio, el origen. Y también este invierno el eslavista George Nivà escribió una carta a un amigo ucraniano haciéndole esta pregunta: “¿Lo que está ocurriendo hoy en Ucrania no significa quizás que estemos delante de un tercer inicio de Europa?”. Porque después de la segunda guerra mundial Europa ha tomado conciencia de sí diciendo adiós al nazismo y al final de los años ochenta ha tomado de nuevo conciencia de sí con el adiós al comunismo y la caída del muro de Berlín. Pero ahora está claro que el adiós a algo grande no es suficiente para tomar conciencia, para que haya este nuevo inicio de Europa. Para que haya este inicio hace falta descubrir un origen positivo, debe haber un inicio positivo.
Y lo que Julián Carrón nos ha propuesto con respecto a la cuestión de Europa es entender que se trata de un nuevo inicio de la persona, del hombre, pensar en el descubrimiento de un sujeto nuevo. Cuando han ocurrido los acontecimientos ucranianos ha aparecido enseguida esta denominación de “revolución de la dignidad”. Y hemos descubierto que la cuestión de la dignidad indicaba un verdadero descubrimiento de los valores europeos. Y si este nuevo inicio de Europa, de Ucrania, se encuentra en el sujeto nuevo, entonces vale la pena que nosotros observemos quién es este nuevo protagonista, el protagonista de la periferia.

El protagonista de la periferia
Les digo enseguida que tengo intención de describirles a este protagonista de la periferia a través de siete imágenes: por esto hablaré del hombre que mendiga, del hombre que agradece, del hombre que canta, que testimonia, que juzga, que tiene compasión y que celebra. Y para el encuentro de hoy creo que es bastante, porque siete es un bonito número.

El hombre que mendiga. Una vez don Giussani dijo que el verdadero protagonista de la historia es el mendigo, nosotros muy a menudo pedimos a Dios ser invulnerables. El hombre de la periferia en cambio pide ser vulnerable, pide a Dios que le dé la posibilidad de ser vulnerable, de ser frágil. Una vez el metropolita Anthony de Sourozh formuló así el objetivo de la oración: “El objetivo de la oración es la vulnerabilidad. Tenemos que aceptar ser solo lo que fue Cristo, que fue Dios manifestado en su humanidad. Fue vulnerable, indefenso, frágil, derrotado, despreciado y aparentemente despreciable y sin embargo fue la revelación de algo extremadamente importante: la grandeza del hombre”.
Claramente esta mendicidad nuestra de ser vulnerable es la misma petición que reconocemos en el diálogo de San Pablo con Dios, cuando San Pablo como todos los hombres pedía a Dios la fuerza, pero Dios le respondió: “Te basta mi gracia, mi potencia en efecto se manifiesta en la debilidad”.
Es justo este valor de la vulnerabilidad lo que los ucranianos descubrieron en noviembre, en un momento en que teníamos mucho miedo. En aquel entonces, en aquellos días en la plaza Maidán, apareció un hombre que tenía representados los ojos de Cristo y bajo los ojos estaba esta inscripción: “veo tus obras, hombre”. Y estaba esta persona que iba por ahí con este cartel, con los ojos de Cristo y siempre aparecía en los sitios donde estaban las situaciones más difíciles y complicadas, para que todos pudieran recordar la tarea principal, que no debían ceder a los propios sentimientos sino acordarse de los ojos de Cristo. Para poder hacer esto hace falta derrotar el miedo y en efecto la primera definición de la libertad es libertad respecto al miedo, y era necesario por lo tanto ser audaces y hacía falta orar pidiendo coraje, pidiendo ser vulnerables; así el reclamo bíblico “no tengáis miedo” se ha convertido en la primera tarea del Maidán. Es interesante que hoy el coraje se haya convertido como en un atributo, una propiedad de los extremistas y a nosotros a veces nos parece que una persona audaz sea una persona peligrosa, mientras este invierno ucraniano se ha hecho claro que el coraje es una virtud cristiana pero no se trata del coraje de la fuerza sino del coraje de la impotencia y del coraje de esta mendicidad de la vulnerabilidad. Y solo gracias a esta petición, a esta mendicidad, podemos descubrir ese camino que nos ha propuesto san Pablo.
Cuando en nuestra vida ocurren circunstancias dolorosas, podemos comportarnos de modo diferente: podemos hacer oposición a estas circunstancias, podemos ceder a estas circunstancias, podemos tomar la posición de Hamlet o bien aquella de un héroe trágico griego, pero san Pablo propone una tercera vía, aquella vía que él llama el “jactarse de las tribulaciones”, ¿cómo los cristianos pueden jactarse de las tribulaciones? ¿Acaso es posible jactarse si no se sabe que dentro de esas tribulaciones está Cristo? Y esta fe en el hecho de que en cada tempestad está Cristo indica la posibilidad de la victoria sobre el miedo pero la demostración del hecho que esta victoria ha sido, está en eso que san Pablo llama “paciencia” y claramente todos recordarán las palabras de san Pablo sobre la genealogía de la esperanza cuando dice que nos jactamos de las tribulaciones porque de las tribulaciones nace la paciencia, de la paciencia una virtud probada, y de la virtud probada la esperanza. Es ese camino a través del cual la vulnerabilidad se transforma en esperanza, pero aquí lo más importante es la paciencia, y para el hombre de hoy es difícil entender la paciencia como la entiende san Pablo, porque nosotros estamos acostumbrados a entender la paciencia como algo pasivo, como algo que vivimos en aquellas situaciones en que querríamos hacer algo pero no lo hacemos –tenemos paciencia– pero para nosotros en este invierno se ha vuelto claro que la paciencia es lo contrario a esto.
Nosotros podemos hablar del trabajo de la paciencia en aquellas situaciones en que logramos transformar la violencia en paz y si lo logramos el resultado de este trabajo de la paciencia es la paz, el fruto es la paz.
La paz por lo tanto no es el resultado de compromisos o negociaciones políticas sino la paz de Cristo, una paz que solo podemos pedir estando preparados, disponibles, para este trabajo de la paciencia. Por eso el hombre de la periferia es ante todo un hombre que mendiga y en segundo lugar es un operador de paz, pero en todo caso durante todo el siglo veinte hemos vivido a la sombra del activismo, y cuando nos parecía que la definición más profunda del hombre fuera la capacidad de activismo libre parece que la acción más simple, es decir la oración, sea también una forma simple pero siempre de activismo, pero es así solo si nosotros no logramos ver que hay una cosa que es aún más simple que la oración y es la gratitud.

El hombre que agradece. Cuando entendemos que el centro de la vida no está en nosotros y descubrimos que el centro está en Otro y por lo tanto nos damos cuenta de que estamos en periferia con respecto a este centro, esta experiencia es eso que en la vida sencilla llamamos gratitud. Este trabajo de la gratitud está ligado al hecho que nosotros detrás de las cosas más simples, de todos los días, logramos reconocer que estas cosas son dones. En este sentido claramente la gratitud está ligada al descubrimiento de la pobreza de espíritu. El metropolita Anthony decía que si nosotros solamente comprendiéramos que lo que estamos acostumbrados a llamar “nuestro” en realidad no nos pertenece sino que nos es dado por Dios y por los hombres, y por lo tanto que nada nos pertenece, si ocurre esto enseguida descubrimos el reino de Dios. Y que si de veras estuviéramos atentos a lo que nos ocurre en la vida, de todo lo que ocurre podríamos recoger, como la abeja recoge la miel, gratitud. Gratitud por cada movimiento, por cada actividad, por cada respiro libre, por cada cielo abierto, por todas las relaciones humanas y entonces la vida se volvería cada vez más rica, a medida que pareceríamos volvernos cada vez más pobres porque cuando el hombre ya no tiene nada y se hace consciente de que en su vida todo es caridad y amor, aquel hombre ya ha entrado en el reino de Dios. Cuando en nuestra vida ocurre una presencia, cuando a un hombre le sucede una presencia, le ocurren dos cosas como contradictorias: de una parte ya no logramos hablar más, perdemos como el don de la palabra, estamos callados, de otra parte tenemos el deseo de compartir este don de la presencia con los otros.

El hombre que canta. Y entonces tenemos que probar a ver cómo es que en este hombre de la periferia nace el discurso, la palabra. La palabra, el discurso no nace como un razonamiento sobre Dios, nace como un canto a Dios. En el Salterio está el bellísimo salmo 100, un salmo breve, en el cual es la única vez en que se citan las tres denominaciones de Dios, aquellas tres denominaciones que habitualmente son mencionadas en puntos diferentes del Salterio. Y en este símbolo particular de la fe del Viejo Testamento, Dios es definido como bueno, misericordioso y fiel. Y en respuesta a este descubrimiento de que Dios es bueno, misericordioso y fiel, al hombre se le propone cumplir siete acciones. En el salmo se dice: aclamen, sirvan, vayan, conozcan, entren, glorifiquen y bendigan Su nombre.
Pero la cosa más impresionante es que la primera acción propuesta es la de aclamar, una exclamación. Y es precisamente lo que peor entiende el hombre de hoy, porque la exclamación ha sido transformada simplemente en una interjección y a menudo nos limitamos a hacer como los niños, que delante de la presencia indicamos y decimos solamente “he aquí”, y nos preguntan “¿qué?” y nosotros decimos “es todo”. Mientras, en esta invitación hecha con una palabra, es como si hubiera sido encerrado el movimiento más profundo del corazón del hombre, aquel movimiento, aquella actividad del corazón que muestra el nacimiento de la palabra, del discurso que nace en respuesta a una presencia. Y en este sentido el hombre de la periferia es un hombre que canta, y uno de los más antiguos Padres de la Iglesia, Dionisio el Areopagita pensaba que la esencia de la teología no consiste en el dar un juicio sobre Dios, sino en cantar a Dios, y en este sentido la primera teología es un canto, lo que él en griego llamaba himnos o himno.
Y una cosa de la cual estoy muy agradecido al Movimiento –para mí uno de los dones más grandes que me ha hecho el Movimiento– es el hecho de que en una sociedad donde se canta cada vez menos, para mí en el Movimiento una de las primeras lecciones ha sido sobre lo importante que es cantar. El hecho de que los cantos no sean sólo una decoración de la vida, no sean una cuestión de diseño, sino que tienen que ver con el nacimiento del discurso sobre Dios. Hace unos años me asombró que Julián Carrón iniciara sus lecciones meditando, comentando los cantos que habían sido cantados poco antes del encuentro y solo con el tiempo he entendido que hacía justo aquello de lo que hablaba Dionisio el Areopagita. Si no cantamos nuestro discurso se reduce a simples palabras y así perdemos el fuego de la presencia. Pero el hombre que canta desea compartir este canto suyo con los otros. Por tanto se vuelve hacia el mundo y se convierte en testigo. Es importante observar esta cultura del testigo porque en el siglo XX la cultura ha perdido la figura del testigo. Y hemos crecido en una sociedad que ha sido construida por una energía utópica, tanto que el filósofo ruso Nikolai Berdiayev una vez dijo tristemente: “pensamos que las utopías son irrealizables, pero desgraciadamente tienen la capacidad de realizarse”. Hemos vivido casi un siglo en una cultura en que el protagonista era el activista, el utópico. O por decirlo de un modo más modesto, el autor.
La crisis de la utopía ha llevado a amar al héroe individualista, es decir un hombre que trata de resolver el problema de su liberación en soledad, solo. Así el segundo héroe se ha convertido en el lector después del autor.

El hombre que testimonia. En la cultura contemporánea, después del lector y el autor vemos que hay un tercer protagonista, que es el testigo. Y es curioso que por primera vez en un cierto número de siglos, la Iglesia no necesita demostrar que el protagonista de la cultura es el testigo, porque es la cultura misma que ve el testigo en su corazón. Y este es justo el punto principal, la figura del testigo, en la cual la Iglesia puede encontrarse con el mundo y testimoniar a Cristo. No tenemos necesidad de nuevas teorías teológicas sino de un nuevo testimonio y de una nueva geografía y en fin, cuando hemos logrado testimoniar, vemos a nuestro alrededor una variedad de testimonios y entonces hay un problema. ¿Cómo poner juntos, cómo pueden ir de acuerdo estos testimonios? ¿Cómo ocurre este trabajo de la concordia?

El hombre que juzga. Sobre este punto hay una gran maestra, que es Hannah Arendt. Una vez Hannah Arendt señaló que la palabra persona indica claramente la máscara teatral y por eso nos reconocemos recíprocamente como a través de máscaras, pero el reconocimiento profundo no está ligado a esa máscara que nos ponemos sino que está ligado a la voz, “para sonar”, es decir está ligado a lo que suena a través de la máscara por lo cual el punto más importante de esta máscara, de la persona está ligado a aquel agujero a través del cual sale la voz que sentimos. Es así que nos reconocemos el uno al otro, exactamente como María Magdalena reconoció a Cristo a través de la voz del jardinero, a través de la máscara del jardinero reconociendo su voz. Y cuando oímos la voz, comienza este trabajo de la concordia.
Hanna Arendt pensaba que el problema fundamental del siglo XX era el de las personas que habían perdido la capacidad de juzgar por dos razones respetables, y son dos argumentos que escuchamos todos los días, porque hay personas que repiten la frase “no juzguen y no serán juzgados” y otras personas que dicen “cómo puedo juzgar si no he estado presente, si yo no estaba allí”, mientras la vida en la periferia indica una educación en la capacidad de juicio.

El hombre que tiene compasión. Y en el testimonio es importante no solo el hecho de que Dios nos done el fuego de la presencia, sino también cómo somos capaces de transmitir este fuego.
El metropolita Anthony usa una imagen terrible, dice que a menudo vivimos como si fuéramos pedazos de leña húmedos y que cuando hay un fuego verdadero que nos toca en lugar de encendernos, de incendiarnos, solo emitimos humo. Luego lo que comunicamos no es una luz sino creamos humo.
Y eso indica que debemos pedirle a Dios no solo su presencia sino también que podamos comunicar, testimoniar, y eso puede ocurrir solo si en el hombre es educada la capacidad de compasión. Hace un año a Jean Vanier, un gran maestro católico que dio vida a 140 comunidades para personas con problemas psiquiátricos, le preguntaron qué era la humanidad y él respondió que lo humano es la ternura y que a la violencia se opone no la no violencia sino justo la ternura. Y dijo que ser adultos y responsables significa ser tiernos y ser frágiles en este mundo. Si no educamos en nosotros esta capacidad de compasión, obtenemos aquel fenómeno que don Giussani llamaba “efecto Chernobyl”, es decir tendremos hijos que tratarán de comprender este mundo, escapándose, apartándose, tratando de no tener sentimientos, de quedar impasibles. De este modo se pierde todo. Giussani lo afirmó al final de los años ochenta, más o menos hace treinta años. Estos chicos de Chernobyl han crecido y eso significa que el primer trabajo que el hombre tiene que hacer en la periferia es aquel de volver a educarse a la compasión.

El hombre que festeja. Pero la compasión está sustancialmente ligada a la capacidad de hacer fiesta, de festejar, porque cuando celebramos algo hacemos experiencia de cómo el amor supera toda división y hace en cambio preciosas las distinciones. Y por lo tanto la última figura del protagonista de la periferia es la de un hombre que festeja.

Hago una conclusión de treinta segundos. Estas siete imágenes que he presentado no pueden ser siete hombres diferentes, está claro que se trata de un hombre, de un sujeto, de un protagonista, que no solamente vive amando a Dios y del amor de Dios, sino también es un hombre que construye una cultura, y es una cultura que tiene características bien definidas, que merece la pena representar como aquella del trabajo del jardinero. Una de las formas de dualismo más profundas de nuestro tiempo es la contraposición entre la naturaleza y la cultura. El jardinero no conoce este dualismo, es una persona que gasta, usa todas sus capacidades, todos sus talentos para ver aquellas semillas que él no ha sembrado, para ver la novedad de las semillas de Dios y servirlas con toda humildad y todo coraje. El héroe, el protagonista de la periferia es este jardinero, este labrador del jardín en su trabajo humilde de cultivo del mundo, y es en este trabajo que se realiza su servicio. Y debemos reconocer a este jardinero como un operador de paz y como el nuevo protagonista de la cultura de la periferia.
Gracias.

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