En Bangui todavía continúan los disparos. También en Bouar, a 450 kilómetros de la capital centroafricana. Sor Mariachiara Parolari, clarisa, ahora está en Italia pero su corazón sigue allí, en su convento de clausura, donde vive desde 1989. Ella y sus ocho hermanas, que en estos meses han acogido a miles de personas que huían de la guerra tras el golpe del mes de marzo. «Tenemos muy poco, pero a la gente no le importa tanto lo que les das como el hecho de que les acojas y que estés allí para ellos. Damos lo que tenemos y recibimos mucho más. Ellos reconocen la presencia del Señor más allá de nuestra pobreza y eso nos ayuda a nosotras, para recordar lo que estamos llamadas a ser». Fijos los ojos en el punto de partida, puede leerse en los textos de santa Clara.
En 1989, junto a cuatro hermanas más, se trasladó desde Italia hasta este altiplano de la sabana para refundar un monasterio de clarisas franciscanas que se había construido en 1961 por deseo del obispo de entonces, que percibió la necesidad de un lugar de sanación en una zona donde había una gran base militar francesa. Hasta hace unos años, esta era la única presencia contemplativa en la República Centroafricana. «El obispo no nos pidió que fuéramos por los pueblos ni que trabajásemos en los dispensarios. Sólo nos pidió estar presentes allí».
Cuando llegaron, la República Centroafricana no era como es ahora. Era mejor. «Entonces era un país pobre, hoy está en la miseria. En aquella época había luz de seis a nueve de la noche, y tuberías para el agua. Hoy sólo hay algunos pozos que los misioneros han cavado. Durante la estación seca la gente se pone en fila a las puertas de las iglesias y sólo los que se lo pueden permitir tienen generadores eléctricos. Cada golpe de Estado ha ido destruyendo el país un poco más. Es como si desde 1993 hubiésemos ido hacia atrás en el tiempo, en vez de hacia adelante. «Las escuelas no funcionan», continúa sor Mariachiara, «y los hospitales están aún peor. La gente vive de la agricultura. Los funcionarios llevan un año sin cobrar. Y ahora además ni siquiera tienen trabajo».
Sor Letizia Danesi, su superiora, nos cuenta desde allí que la situación sigue siendo muy tensa: «Estamos atravesando un periodo de gran inseguridad. Y por tanto de gran abandono a las manos del Padre». En pocos días, el convento y la iglesia de al lado, con la parroquia y el centro juvenil, han tenido que acoger a seis mil personas. Los capuchinos, que están a cinco kilómetros de ellas, han acogido a otros diez mil. A pesar de los ruidos de armas pesadas que llegan del campo militar cercano, no se pierde la dulzura de su voz: «Nuestro monasterio y nuestro corazón están abiertos». Han acogido a todos, cristianos y musulmanes. La primera familia que llegó vivía en la casa de al lado, eran quince musulmanes. Para ellas, ha sido un gran alivio la llegada de la MISCA, las fuerzas de seguridad panafricanas, que se ha instalado muy cerca del monasterio: «Es signo de la ternura de Aquel que nos prometió: siempre te protegeré».
Desde que la situación se precipitara, aparte de las ONG, sólo se han quedado en el país los misioneros católicos. Las demás confesiones han obedecido a la repatriación solicitada por sus Estados. «Nosotros no respondemos a las embajadas», explica el padre Beniamino Gusmeroli, de la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús en Betharram y párroco en Nuestra Señora de Fátima: «Llevo aquí veinte años, y nunca he visto nada similar. Ha habido muchas crisis, pero por asuntos internos, en el ejército o entre tribus. En cambio, esta es una guerra creada desde el exterior y que tiene al menos dos raíces: por una parte, los intereses económicos por la distribución de materias primas como el uranio; por otra, las infiltraciones del fundamentalismo islámico». Él acaba de regresar de un viaje para visitar las misiones y conventos de la zona, para verificar que todos están bien. En Bouar hay muchas presencias religiosas: carmelitas, capuchinos, betharramitas, hermanas de la Caridad de santa Juana Antida, franciscanas, clarisas. Y durante estos meses en guerra ha nacido una fraternidad total entre ellas: «Vivimos una comunión muy fuerte», dice sor Letizia: «Nos ayudamos en todo».
Cuando murió su general, el 19 de enero, los mercenarios de Séléka se organizaron para huir. Partieron llevándose todo lo que habían robado, y en el camino de regreso hacia el Chad y Sudán del Sur, de donde venían, incendiaron las casas y tuvieron varios enfrentamientos con los escuadrones de defensa autónomos. «Los militares de la MISCA se propusieron ayudarles a salir del país», explica el padre Beniamino, «pero a condición de que dejaran las armas. No aceptaron la ayuda». Ahora lo que arde es el odio contra los musulmanes, sobre todo contra los Bororo, una etnia minoritaria e indefensa. Los anti-Balaka se están vengando con ellos: les saquean, les piden dinero, les amenazan de muerte. «La venganza es fruto de una exasperación», dice el padre Federico Trinchero, carmelita descalzo y misionero en la capital: «En el camino de Bouar hacia Bangui, hay un Centro de misioneros de los padres carmelitas que se llama Baoro. Allí, miembros de Séléka y anti-Balaka siguen en guerra. Ha habido al menos cien muertes. En aquella zona no está la MISCA, que podría interponerse entre ellos, así que se matan como si nada». La elección de la presidenta de transición Catherine Samba-Panza ha abierto ciertas esperanzas. Fue alcaldesa de Bangui, ha formado a mujeres juristas en la República Centroafricana y «parece ser la mejor de las hipótesis posibles, porque no está implicada en ninguna de las facciones y ha participado ya en el pasado en varios procesos de reconciliación», continúa el padre Federico. «Es un hecho extraordinario», añade sor Letizia: «Una mujer, una madre. Hay que rezar por ella, para sostenerla en la responsabilidad que le ha sido confiada».
Aunque las semanas de locura parecen haber pasado ya, «la herida abierta en el pueblo es muy profunda. Precisamente aquí, en un lugar donde cristianos y musulmanes han vivido siempre juntos. Nunca habíamos tenido el problema de la convivencia, pero alguien de fuera ha querido generar esta fractura». Ahora muchos musulmanes están huyendo, la mayoría a Camerún, acompañados de la MISCA. Se les ve partir en camiones, son familias enteras que no saben adónde irán a parar. «Pero aquí todos hemos visto durante estos meses un bien presente. Un bien más luminoso que el mal. No hemos hecho otra cosa que quedarnos aquí y vivir con este pueblo su difícil historia. Porque eso es lo que hace el Señor: se queda con nosotros. Por eso es posible experimentar la paz en una situación que de otra manera sería para no dejar de llorar». Para ella no hay nada desconocido: «La historia sagrada siempre nos ha dicho que el bien está por venir. Y viene. En el tiempo, se desvela el designio de Dios. Pero nada verdadero nace sino de la cruz».
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