Al principio de La caída, de Albert Camus, el juez-penitente Jean-Baptiste Clamence habla del lugar en el que vive, cerca del antiguo cuartel judío arrasado por los nazis durante la guerra: «¡Qué limpieza! Setenta y cinco mil judíos deportados o asesinados. Es lo que se llama limpieza por el vacío. ¡Admiro esta aplicación, esa paciencia metódica! Cuando uno no tiene carácter, debe someterse a un método». En otras palabras, en ausencia de un sujeto que sepa relacionarse con la realidad, hay que limitarse a aplicar a ciegas un método que garantice la consecución de un objetivo prefijado. Ninguna reflexión, ninguna profundización en las exigencias, aspiraciones o experiencias del individuo o de la sociedad: sólo la aplicación mecánica de un método en vistas a alcanzar un resultado. Así es como se podría describir con toda eficacia la actitud del gobierno de Québec cuando, a lo largo del último mes, ha anunciado la presentación de una Carta de los valores del Québec que inicialmente se había pensado en llamar Charte de la laicité.
Con esta Charte vuelve a proponerse el proyecto de separación entre Estado e Iglesia que comenzó con la Revolución tranquila que tuvo lugar en Québec en los años sesenta. El partido Québécois (partido separatista actualmente en el gobierno) tiene la intención de codificar esa separación, definir “compromisos razonables” en relación a los grupos religiosos y establecer normas claras sobre los símbolos o vestimentas permitidas en las dependencias públicas, que en su opinión “personifican” al Estado. El proyecto de ley prevé que las dependencias provinciales así como los jueces, policías, empleados municipales, maestros, profesores universitarios, médicos y personal sanitario, e incluso los trabajadores sociosanitarios dependientes del Estado sigan las orientaciones contenidas en dicho documento. La prohibición del niqab también se podría comprender, puesto que este velo integral cubre completamente el rostro, pero en la lista de las prendas “prohibidas” comparecen también la kippah, el hijab, el turbante, así como los crucifijos y las estrellas de David que resulten llamativas. Como ha señalado el arzobispo de Montreal, Christian Lépine, “carta” no es la definición más adecuada para este tipo de documentos, puesto que no tutela ningún derecho, es más, no hace más que reforzar una ideología estatal laica, relegando a la esfera privada cualquier elemento que pueda remitir a la religión o a la fe. La Carta, según monseñor Lépine, no contribuye a reforzar un Estado secular sino que más bien es un intento de secularizar a la sociedad.
¿Pero cómo hemos llegado a una situación tan confusa? Las elecciones provinciales celebradas en 1960 en Québec marcaron el comienzo de la llamada Revolución tranquila, que provocó el advenimiento de un Estado intervencionista y un nacionalismo nuevo y moderno, con un carácter fuertemente urbano y laico, en contraposición con la precedente identidad católica franco-canadiense, de carácter más rural. Desde entonces, Québec, que siempre se había distinguido por ser una sociedad católica, se hizo decididamente laica. A partir de los años setenta, la Iglesia católica se encontró en caída libre, la participación regular en la misa dominical y festiva se precipitó hacia los niveles más bajos de toda la América septentrional. Hay que reconocer que los líderes católicos carecían de propuesta alguna para combatir con las nuevas ideologías predominantes en Québec; y cuando, a mediados de los noventa, el gobierno local pidió al federal la abolición de la tutela constitucional a las escuelas católicas subvencionadas por el Estado, no mostraron oposición, se limitaron a aceptar este fenómeno como algo inevitable.
Una vez que la Iglesia quedó fuera del contexto general, la población de Québec se vio obligada, no sin dificultad, a redefinir su propia identidad. A pesar de lo mucho que se habla de un presunto pensée québécoise, no existe un consenso sobre la existencia de tal pensamiento. Como mucho, se puede registrar un acuerdo sobre ciertos, pocos, valores básicos: el primado de la lengua francesa, la paridad entre hombres y mujeres, y la separación entre Estado e Iglesia.
A partir de los años sesenta, la tasa de natalidad entre los francófonos de Québec cayó dramáticamente en picado y ahora es una de las más bajas del mundo. En consecuencia, el crecimiento de la población depende de la inmigración, lo que supone la introducción de la diferencia, no sólo étnica o racial, sino sobre todo religiosa y cultural: musulmanes, sikh, budistas, cristianos de otras iglesias, religiones o sectas, así como ateos y agnósticos. En línea de máximos podríamos decir que la población local ha aprendido a convivir con los que han llegado, adquiriendo honorables compromisos que permiten a todos los ciudadanos una cierta flexibilidad para poder vivir su propia fe. Sin embargo, tampoco han faltado los conflictos. En 2007 se creó una comisión gubernamental presidida por el antropólogo e historiador Gérard Bouchard y el filósofo Charles Taylor, cuya misión consistía en analizar las “prácticas de compromiso relativas a las diferencias culturales”. Las sesiones celebradas fueron bastante animadas, donde los pure laine québécois (es decir, los habitantes de Québec cuyos antepasados se remontaban a los primeros colonos franceses del siglo XVII) arremetían contra los recién llegados, que amenazaban con revolucionar las costumbres y la cultural local. Estas acusaciones eran tanto más absurdas en cuanto que a menudo procedían de representantes procedentes de los campos o de pequeñas ciudades situadas en los límites de la provincia, donde el puñal que usan como tradicionalmente los sikh o los sombreros de los judíos ortodoxos, nunca se han visto, o casi nunca.
Bernard Drainville, ministro del Québec responsable de la presentación de este proyecto de ley, declaró que el Estado, neutral, no hará excepciones con ningún grupo de fieles ni permitirá la presencia de ningún tipo de símbolo religioso en lugares de propiedad gubernamental, salvo una significativa excepción: ciertos símbolos cristianos, que podrán mantenerse en virtud del hecho de ser considerados patrimonio cultural de Québec. Resulta paradójico que una provincia tan laica mantenga aún un crucifijo en la Asamblea nacional (el parlamento provincial) y que desde lo alto del Mont Royal, en Montreal, una gran cruz domine la ciudad a sus pies. Estos símbolos seguirían existiendo como piezas de museo, para preservar la historia de Québec, pero pasarían a considerarse como privados de cualquier significado religioso. Una mentalidad así nos permite entender por qué a los católicos en Québec se les mira como los menos activos de todo Canadá en términos de participación en la vida de la Iglesia, cuando sin embargo el censo les señala como uno de los grupos más numerosos del país.
Naturalmente, aún no está dicho que el proyecto de ley vaya a ser aprobado. Los sondeos realizados en las últimas semanas ponen en evidencia una disminución de las adhesiones, que pasan de casi el 60 por ciento a menos del 50 por ciento. El Partido Québécois se encuentra en minoría y también es posible que el gobierno no sobreviva lo suficiente como para asistir a la aprobación de esta Charte. Varias protestas en Montreal han mostrado una creciente oposición al documento. Sin embargo, esta historia nos enseña algunas lecciones importantes.
La primera es que el Estado no puede imponer una identidad al pueblo, ni legislar sobre el modo en que los miembros de una sociedad tienen que negociar las diferencias que existen entre ellos. No puede prohibir a un ciudadano llevar un símbolo religioso significativo sólo porque ese ciudadano representa a un Estado “neutral” y ese símbolo que lleva podría ofender a algún otro ciudadano que practique una religión distinta o que no practique ninguna. De todo esto se discute ya desde hace varios años. Un puñado de ideólogos están intentando por todos los medios aprobar este concepto, pero el problema es precisamente que se mueven a partir de una ideología, no de la experiencia. Durante más de dos siglos y medio, francófonos y anglófonos, católicos, protestantes y hebreos, blancos y negros han convivido, con tensiones y discordias, sí, pero también en amistad y colaboración. En los últimos cincuenta años se han añadido otros grupos numerosos. Si hay algo que nos ha enseñado nuestra historia es que es posible abrir las puertas a la diversidad, al diálogo con el otro, sin por ello perder la propia identidad. Es más, la identidad se enriquece por la experiencia. El Estado no tiene la tarea de mantener entre pañales a la sociedad, no tiene que ser como una madre superprotectora que dicta las normas de modo tal que todos puedan jugar juntos sin hacerse daño. Es el momento de subrayas que este proyecto de ley se ha encontrado su mayor oposición justamente en Montreal, que es de lejos la zona más poblada de inmigrantes de toda la provincia, es allí donde las ocasiones de encuentro con habitantes distintos son más frecuentes.
Además, el Estado no puede percibir a sus empleados sólo como una “personificación” suya. Es verdad que sus funcionarios son el rostro con el que uno se encuentra al entrar en una oficina pública, pero ese rostro tiene un nombre, esa persona es un ser humano que forma parte de la sociedad, no es sólo un maniquí propiedad del Estado. Es cierto que una mujer que se dirige al servicio público o que trabaja para él debe mostrar su propio rostro, ¿pero es competencia del Estado establecer que un funcionario o funcionaria no pueda llevar en la cabeza una prenda que reviste un significado importante para él o para ella? ¡Desde hace más de veinte años la policía montada canadiense autoriza a sus miembros de ascendencia sikh a llevar turbante! La respuesta a la diversidad, uno de los principios más anunciados en la sociedad de Québec, ¿de verdad consiste en la eliminación de las diferencias y en la homologación de todos?
Uno de los peligros de este proyecto de ley es la dirección hacia la que nos podría llevar. ¿Hasta qué punto pretende llegar el gobierno, cuál es su objetivo no declarado? ¿Acaso se propone en último término poner en el punto de mira cualquier presencia religiosa dentro de la provincia, como se temen algunos obispos católicos? ¿O se trata más bien de abolir los beneficios fiscales reconocidos a las iglesias, sinagogas, mezquitas y templos, como la exención del impuesto de bienes inmuebles o la posibilidad de desgravarse las donaciones a iniciativas religiosas? El arzobispo Pierre-André Fournier, presidente de la Asamblea episcopal de Québec, se ha declarado abierto a la idea de un Estado laico, pero al mismo tiempo ha recordado al gobierno que «la sociedad es pluralista. Desde el punto de vista espiritual y religioso, las personas son libres de creer o no […]. No a una religión oficial, pero tampoco un ateísmo oficial». El arzobispo ha subrayado que un enfoque tan extremadamente laico podría provocar además la consecuencia de aislar ulteriormente a la gente en guetos culturales.
Por parte del gobierno, la decisión de prescindir de la experiencia e imponer por ley los códigos de vestimenta en un presunto Estado neutral se vuelve en contra de los ciudadanos. El juez-penitente de Camus, después de describir la eficiencia con la que Hitler expulsó a los judíos de Amsterdam, reconoce combatir contra «esta inclinación de mi naturaleza que me lleva irresistiblemente a la simpatía. Cuando veo una cara nueva, algo en mi interior da la alarma. “Cuidado. Peligro”. Y aun cuando la simpatía venza, yo continúo siempre en guardia». Este es precisamente el tipo de mentalidad hacia la cual se vería impulsada la sociedad de Québec. Si hay algo contra lo que mantenerse en guardia es un Estado que, en nombre de la neutralidad, hace proselitismo entre sus propios ciudadanos con el celo de un neoconverso.
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