Las televisiones repiten una y otra vez los segundos fatídicos en los que el tren Alvia tomó la curva de Angrois, cerca de Santiago, este miércoles. Los coches dan varios latigazos y la catástrofe se desata en un instante. Son los vertiginosos momentos que han sembrado el dolor. Mientras el video se repite una y otra vez, el número de muertos va ascendiendo y todo el mundo intuye que quedará cerca de cien.
“Exceso de velocidad”. Son las tres palabras que se utilizan para explicar la causa que convirtió al tren que viajaba de Madrid a Ferrol, en la víspera de la fiesta del apóstol Santiago, en el tren de la muerte. Pero son tres palabras que se quedan cortas, insuficientes. España es el paraíso de la alta velocidad, los sistemas de seguridad están duplicados. La investigación resolverá dentro de semanas o de meses por qué el tren iba tan rápido, por qué se salió de la vía. Los primeros indicios apuntan a que fue una temeridad del conductor. Pero es demasiado pronto. Y aunque todo estuviera claro la respuesta sería demasiado poco para la pregunta que, en el fondo, todos nos hacemos: ¿cómo pueden suceder estas cosas? La vida, que parecía tan segura e incluso tan festiva un instante antes, da paso a la muerte y al dolor. Seguimos pensando que es nuestra.
Los vecinos de Angrois se volcaron desde el primer momento. Mucho antes de que llegaran los servicios de rescate ayudaron a sacar a los heridos, los atendieron, les dieron un primer auxilio y una primera compañía. Los gallegos se volcaron donando sangre. Es el reflejo natural cuando lo más evidente no está destruido: ayudar a resolver la necesidad.
También los psicólogos hacen lo que pueden en el edificio Cersia, a las afueras de Santiago, donde los familiares viven la angustia de no saber si los seres queridos están entre los fallecidos y donde a muchos se les ha comunicado ya la pérdida. Dolor, dolor y más dolor. Ante el que los expertos en psique explican que hay que “gestionar el luto”. Como si eso fuera posible. Como si precisamente lo que caracteriza una muerte así, cualquier muerte, es que “ingestionable”. Y las preguntas -¿cómo pueden suceder estas cosas?, ¿cómo me puede haber ocurrido a mí?- vuelven una y otra vez.
La España que está en estas horas sumida en un luto ingestionable es muy diferente a la que hace cinco años enterró a las 154 víctimas del accidente aéreo de Spanair. Es un país que ha aprendido en los últimos tiempos lo seria, lo dura que es la existencia. Es difícil después de un lustro de daño social, de desempleo y de muchas dificultades no haber aprendido de algún modo que la fiesta de la vida no se basta a sí misma. Pero ni siquiera eso es suficiente. Si el luto es ingobernable e incontrolable es porque los que viajaban en el tren, sus familiares y todos estamos hechos para viajar en un tren que no se descarrille, para una vida que no se acabe. De esto es de lo que España necesita en este momento hablar más. Del deseo, de la experiencia de un buen viaje que acaba en la estación de la Misericordia, en los brazos de un Padre Bueno.
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