En los últimos nueve meses, Irlanda ha quedado paralizada por una polémica incesante sobre las consecuencias de esta calamidad para nuestras leyes contra el aborto. Rápidamente el debate se abrió al tema de las ideas suicidas como base jurídica para abortar, a pesar de que las ideas suicidas no representen en absoluto un factor relevante en el caso Halappanavar; y a pesar de que se trate de un factor meramente teórico en el contexto general. La investigación sobre la muerte de Savita ha puesto en evidencia muchos errores de procedimiento, además de una cierta confusión sobre la correcta interpretación del texto legal, que garantiza la misma protección a madre e hijo hasta el momento en que la vida de la madre corra peligro. La investigación estableció que la asistencia recibida por Savita fue gravemente insuficiente, pero también concluyó que en ningún momento se dio la necesidad de practicar una interrupción del embarazo según los términos de la ley, es decir, que pudiera salvarle la vida.
La frase «este es un país católico», como se supo después, fue pronunciada por un médico que no estaba directamente implicado en el caso, y sólo hacía referencia a precedentes jurídicos.
El debate sobre el aborto en Irlanda lleva mucho tiempo orientado hacia posiciones absolutistas. Por un lado, el lobby pro-choice trata de utilizar casos extremos como el de Halappanaver y el llamado caso «X» para guiar su campaña a favor del aborto; por otro, esta cuestión ha representado un elemento de unión para los católicos que la ven como una ocasión para expresar la lealtad hacia la propia fe. Irlanda es probablemente uno de los países más seguros del mundo para que una mujer pueda quedar encinta y dar a luz. Sigue siendo en cierto modo «un país católico», sí, pero en la práctica eso nunca ha significado que los médicos hayan dejado de intervenir en caso de peligro de muerte para una mujer. La teología católica permite intervenir cuando la vida de la madre está en peligro, incluso aunque el latido fetal no se haya interrumpido. En línea de máximos, eso es lo que afirma la ley irlandesa, pero en último término la decisión para cada caso corresponde al médico, que intervendrá apelando al sentido común para orientarse en las vastas zonas grisees que se abren en la amplia gama de eventualidades posibles.
El aspecto más preocupante de la nueva ley es la urgencia con que su aprobación ha sido caldeada por el gobierno; los parlamentarios que se oponen ven cómo se les niega el derecho a un voto libre sobre una cuestión que, a su juicio, se refiere a la conciencia personal. Varios líderes del gobierno se han visto obligados a desvincularse del Fine Gael, el partido mayoritario de la coalición; entre ellos una subsecretaria de alto nivel, Lucinda Creighton, cuya oposición a la propuesta de ley le ha hecho perder el puesto. Aunque Fine Gael se presentó a las últimas elecciones declarándose contrario a la legislación sobre el aborto, ha entrado en una coalición con los laboristas, partido de izquierda y pro-choice, que ha usado el caso Halappanavar para reclamar reformas radicales en el texto de la ley. El primer ministro Enda Kenny, un político «conservador» que desde hace diez años está al frente del Fine Gael, se ha convertido en un promotor entusiasta de la ley, que en su opinión sólo supone un intento de aclarar detalles jurídicos.
Por el contrario, sin embargo, los expertos pro-life han señalado que el párrafo relativo a las ideas suicidas como justificación para el aborto, incluido por primera vez en una propuesta de ley en Irlanda, podría allanar el camino hacia un régimen abortivo extremadamente «liberal». Aunque el texto imponga un protocolo severo, por ejemplo respecto al número de médicos que deben aprobar el aborto, la mayoría teme que la praxis clínica pueda transformarlo rápidamente en un aborto a demanda. Un aspecto particularmente problemático es la ausencia de límites temporales: en la práctica, esto podría significar que el aborto seguirá siendo legal hasta el final del embarazo. En los casos en que subsista el riesgo de suicidio, la ley parece consentir la interrupción del embarazo durante todo el tiempo en que la madre siga amenazando con quitarse la vida. La «solución», se afirma, podría exigir la eliminación deliberada o la incapacitación accidental del niño, incluso cuando este ya esté en condiciones de sobrevivir fuera del útero.
En el contexto cultural donde la lógica pro-choice ha llegado a dominar la vida pública y el pensamiento político irlandés, se abusa de la razón y se manipulan los casos extremos – reales e hipotéticos – para orientar a la opinión pública. Los «debates» sobre este y otros temas éticos controvertidos siempre son «acogidos» en los medios liberal. Aunque «debates» no es la palabra adecuada, porque se trata de auténticos y verdaderos dramas, donde las fuerzas tradicionalistas se oponen a los «progresistas modernizadores» buscando la forma de asegurar que sólo la argumentación liberal tiene posibilidades de salir victoriosa. En estos debates, el objetivo no es poner en confrontación dos posiciones, sino escenificar la victoria de la «verdad» sobre el «error». El debate sobre el aborto, en particular, ha sido escrupulosamente manipulado para mostrar el bando pro-choice sensato y compasivo, y el punto de vista pro-life insensible, obsoleto y dañino.
Pero los pro-life también han dado pasos en falso, facilitando la victoria de los adversarios: el apoyo a la enmienda constitucional de 1983 ha tenido el efecto de modificar una ley contra el aborto adecuada con una medida que contraponía de hecho los derechos de la madre con los del niño, dejando que en los casos más complicados fueran los tribunales los que decidieran. Esa enmienda introdujo involuntariamente al feto en un nuevo sistema de derechos personales, donde muy probablemente el equilibrio – en virtud de la ideología y de las simpatías de la opinión pública – se habría inclinado a favor de la madre. Allí donde se redefine la relación entre madre e hijo más allá de su simbiosis natural, identificando a ambos sujetos como entidades en competición, el niño tiene menos posibilidades de supervivencia. Por eso, todos los casos sucesivos han ido provocando una mayor erosión de las tutelas jurídicas, que hoy se formaliza en un nuevo texto legal.
Otro punto débil de la campaña pro-life en Irlanda es el hecho de que haya salido adelante gracias, entre otros, a católicos que hablaban como tales; esto – dada la actual debilidad del catolicismo en la cultura irlandesa, entendido como una posición defensiva – ha presentado la oposición al aborto como una posición anacrónica y ya derrotada. Recientemente, el catolicismo irlandés se ha hecho visible en el debate público casi exclusivamente en el contexto de batallas orientadas a impedir que la sociedad irlandesa evolucionara en una dirección distinta de la prescrita por la moral católica. Así, el argumento «tradicionalista» se entiende como procedente de posiciones simplistas, normalmente expresadas en forma de preceptos – por ejemplo, que «toda vida humana es sagrada». La repetición de un precepto como este permite pensar que el interés de los cristianos es oponerse al progreso de la sociedad, en lugar de, por ejemplo, aclarar cómo han llegado a pensar lo que piensan. En el debate actual, la expresión telegráfica de estos valores adquiere exactamente la consistencia y las modalidades que resultan útiles a la facción adversaria.
La palabra «aborto» se ha convertido casi en un sinónimo de «católico», provocando manifestaciones de protesta caracterizadas por afirmaciones extremistas y por una profunda rabia. Mientras tanto, la insistente presión de nuestra cultura para expulsar al pensamiento cristiano de la educación pública y de otras áreas de la cultura no registra apenas oposición alguna en el seno de la Iglesia católica; aparte de una ocasional y tímida resistencia que puede ser fácilmente interpretada como una simple defensa del propio territorio. Es como si el aborto se hubiera convertido en la última frontera de la identidad católica irlandesa, la única cuestión que aún consigue relacionar a la fe con la realidad política. A menudo da la impresión de que en todos los demás contextos los católicos han sido obligados con prepotencia a admitir que no tienen derecho a reivindicar un papel para su fe en la esfera pública. Y quizás radique ahí el motivo su celo en relación al aborto, que se expresa de un modo directamente proporcional a su sentido de impotencia, e inversamente proporcional a su influencia en la vida pública. En efecto, el mero hecho de alzar la voz en contra del aborto se ha convertido, en nuestro debate público, en un arma para el bando contrario; señalando, con su misma presencia e intensidad polémica, que la sociedad «moderna» impone ir en dirección contraria, hacia los intereses del «progreso». Quizá sea esta la raíz de las declaraciones que sobre estos temas han hecho políticos teóricamente cristianos como Enda Kenny: «Debemos dejar la fe “privada” fuera de la política»; «nuestra tarea es legislar para todos los ciudadanos, no sólo para los que tienen una cierta posición o convicción religiosa».
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