La explosión del Patriot’s Day nos despertó del entumecimiento y de la indiferencia cotidiana. Una vez más, como el 11 de septiembre y la noche de la masacre de Newtown, la presencia del mal en medio de nosotros nos dejó sin palabras, y una vez más cada uno de nosotros, frente al mal, se negó a rendirse ante él.
Juliette Kayymen, editorialista del Boston Globe y ex subsecretaria del Departamento de Seguridad Nacional, invitó a los ciudadanos de Boston a «aceptar lo que los acontecimientos de esa semana nos enseñaban, a estudiarlos, a ordenarlos y a custodiarlos, para construir a partir de ahí un nuevo punto de referencia del que partir, sea lo que sea lo que pueda suceder después». Ciertamente, hoy estamos más preparados, somos más conscientes que antes, y en el futuro lo seremos aún más. ¿Pero eso es todo lo que tenemos que aprender? Yo me atrevería a decir que hay más.
Lo que nos mueve no es sólo la caza del hombre, que tocaría a su fin con la captura de los asesinos, ni los análisis sobre la violencia juvenil. Lo que ha generado un ímpetu positivo ha sido el descubrimiento de la verdad de nosotros mismos. El intento de encauzar el caos mediante flujos continuos de información, y por tanto el intento de hacer justicia con rapidez, ha acrecentado nuestro compromiso y nuestra vigilancia como comunidad civil. Sin embargo, ninguno de nuestros esfuerzos es capaz de eliminar nuestra inquietud ni nuestra fragilidad frente al mal, y ninguna receta ha conseguido generar una esperanza duradera.
A pesar de los obstáculos que ofrece nuestra fragilidad, en nuestro cinismo habitual se ha abierto una brecha, una sed compartida de amor, de felicidad y de paz. Frente a la violencia insensata, hemos optado por la compasión, no porque hayamos hecho un curso de formación previa, sino por nuestra naturaleza, casi por instinto. Como seres humanos, necesitamos que alguien nos lo diga. Hemos vuelto a descubrir la urgencia de responder al mal con amor. La potencia del hecho ha despertado nuestro “corazón”.
Ante los múltiples ejemplos de gratuidad de los que hemos sido testigos, surge en nosotros una pregunta: ¿qué permite a una persona vivir “heroicamente” lo cotidiano? Por naturaleza, tenemos un corazón heroico, pero se ve sofocado por la costumbre de distraernos en lo cotidiano. No vivimos siempre como hemos vivido estos días, dispuestos a responder con compasión al sufrimiento del otro, que se nos hace cercano. Sin embargo, no hay nada que corresponda más al corazón del hombre que darse uno mismo al otro. Entonces, ¿qué nos permite no acostumbrarnos al mal, qué hace posible seguir oponiendo una fuerza que sentimos como la más potente en nosotros?
Estos días hemos oscilado entre dos posibles respuestas. La primera ha sido lanzarnos a describir cómo y por qué han tenido lugar los atentados, con la esperanza de que un análisis profundo, como dice Juliette Kayymen, nos haga más sabios. Sin embargo, nuestra observación constante no ha sido capaz de darnos conforto. Sólo ha llegado a esconder bajo un sutil velo nuestra impotencia. Al observar de dónde nace verdaderamente la capacidad de resistencia de los americanos estos días, nos preguntamos si esta capacidad para recuperarnos y esta sabiduría «son una cuestión de competencia» o una «capacidad para aprender del pasado».
Cuando veía a la gente que se congregaba en las iglesias tras la masacre de Newtown, y al escuchar estos días los relatos de los héroes de la maratón de Boston, salía a la luz una segunda respuesta, una fuente distinta de la que manan la dignidad y la fuerza. Superando nuestro habitual individualismo americano, hemos dejado de afrontar solos estos hechos. Inmediatamente nos hemos reconocido unos a otros como hermanos, como una compañía en camino; no ya separados por nuestras tendencias, sino unidos en torno a una experiencia común, hemos optado por algo en lo que todos creemos: frente a una crueldad brutal, ayer igual que hoy, hemos optado por la vida.
La auténtica posibilidad para recuperarnos nace de la pertenencia a una compañía viva que testimonia el bien y el amor que todos anhelamos. Esta es la contribución fundamental que toda experiencia de fe vivida en comunión puede ofrecer a nuestra sociedad.
Desde aquí podemos empezar a construir una sociedad que refleja nuestros deseos más profundos, como recordó el cardenal O’Malley en su homilía, acogiendo «los hechos del lunes como un desafío y una oportunidad para trabajar juntos con un renovado espíritu de determinación y solidaridad, firmemente convencidos de que el amor es más fuerte que la muerte». Esta convicción no la alcanzamos nosotros solos, simplemente como fruto de nuestro compromiso, por nuestra disciplina o por nuestro esfuerzo. La posibilidad de volver a empezar, esta respuesta incesantemente positiva, sólo puede nacer de una compañía que vive la vida de todos los días como una heroica lucha por el Bien.
Hemos aprendido mucho. No lo olvidemos.
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