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«Ha sido como si Dios nos hubiera protegido con su escudo de hierro»

Luca Fiore
15/04/2013
Voluntarios del NYE.
Voluntarios del NYE.

«¿Por qué estoy aquí? No lo sé. Quizá para recuperar el tiempo perdido durante mi batalla con Dios. Siempre pensé que, llegado un punto, Él tomaría todo. Sé que puede. Y creo que puede hacerlo». Le llamaremos John. Lo encontramos en la cocina del New York Encounter. Era uno de los doscientos voluntarios. Pantalones con bolsillos laterales, gorra de béisbol y medalla de metal del ejército americano que le cae sobre el pecho. Tiene 27 años y nació en una familia cristiana baptista. Tanto el padre como el abuelo murieron en la guerra. En 2003 ingresa también él en un centro de reclutamiento. Desde allí, apenas cumplida la mayoría de edad, es enviado a Iraq, luego a Afganistán y a Colombia. En la actualidad presta servicio en territorio americano. Una noche, al final del turno, se sentó en una mesa frente a algunos nuevos amigos y aceptó contar su historia. Con una sola condición: «Nada de nombres». Dice: «Al Encounter me trajo mi novia, nos conocimos hace poco, cuando decidí hacerme católico».
El relato es seco, sin énfasis. Es un soldado y su universidad han sido los campos de batalla. No necesita giros de palabras, porque tampoco sabría hacerlos. Tras unas cuantas bromas va enseguida al corazón del problema: «Llegué a maldecir a Dios. Le preguntaba: “Si eres el Todopoderoso, Aquél que todo lo puede, ¿por qué sigues tratándome de este modo? ¿Por qué sigues haciendo morir a mis compañeros?”». Su mejor amigo murió en Iraq en enero de 2007 y le vio morir entre sus brazos. «Estábamos en una misión. Yo iba en el primer camión, él en el tercero. Escuchaba música con los auriculares. Me pareció oír una explosión. No sabía qué era. Me di la vuelta y vi una bandada de pájaros levantar el vuelo. Pregunto al artillero qué era lo que había sucedido. Me responde: “It’s bad! It’s bad!”. El tercer camión había saltado sobre una mina. El artillero, lanzado fuera del vehículo. El médico que iba sentado en la parte trasera, partido en dos. El conductor había salido volando por el parabrisas. El motor le había caído encima. El pasajero que iba a su lado, ahogado en un canal que recorre la carretera». En un primer momento intentan socorrer a los supervivientes. Luego, desde una casa, alguien empieza a dispararles. En aquel momento John piensa únicamente en que quiere matar a alguien. Corre hacia la casa. Lanza una granada. Entra. Ve dos chicos armados y dispara.
Regresa al convoy donde encuentra a su amigo agonizando. Tiene heridas por todo el cuerpo, pero aún respira. «Lo sostenía entre mis brazos. Le digo: “Rezaré por ti. Sé que tú no crees y no sé de qué te servirá esto”. Le hablaba, le decía que iría a ver a su madre. En un determinado momento cerré los ojos y le ayudé a cerrar los suyos. Cuando los volví a abrir, él tosió sangre y murió. Era el cuadragésimo amigo que perdía en la guerra».
Vuelve a su patria por un período de permiso. En su interior, mucha inquietud. Y empieza a sufrir los llamados “trastornos de estrés postraumático”. Insomnio, pesadillas, miedo a los ruidos imprevistos. Pero es la rabia lo que le consume. Rabia contra los hombres y contra Dios. Su fe vacila. ¿Para qué sirve? ¿Qué cambia? Hasta que conoce a Chris Kyle, el mejor francotirador de la historia americana. Muerto no en la guerra, sino en su patria, unos días antes. Asesinado por la espalda no por los talibanes, sino por los disparos de fusil de un compañero de armas. De él dice John: «Había dos cosas que sabía hacer bien: los espaguetis y matar. A menudo los francotiradores apuntan, fallan, ajustan, vuelven a tirar y golpean. En cambio a él le bastaba siempre un solo tiro. One shot, one kill. Sin embargo era un cristiano evangélico, una de las personas más religiosas que he conocido en mi vida». La pregunta que le había hecho John es la más humana. «¿Cómo haces para matar o ver morir a un amigo y seguir viviendo?». La respuesta fue sencilla. Y John la repite hoy tal y como la escuchó. Pero se trata de una respuesta que despierta otras mil preguntas. «Me dijo que cuando pierdes a un amigo no puedes enfadarte y odiar al enemigo. Lo creas o no, en el campo de batalla hay soldados como tú. Tu combates por aquello en lo que crees y ellos igual. No existen razones para odiar. Existe el código de combate: te mato antes de que tú puedas matarme a mí. Pero no existe una razón por la que debas odiar a quien vas a matar». Al principio aquellas palabras le desconciertan. Cierra los ojos y ve los rostros de las personas que querría ver muertas. «Sólo ahora empiezo a comprender. Es más, cuando ahora pienso en mis enemigos estoy incluso orgulloso de ellos». ¿Orgulloso? «Los talibanes van por ahí con un par de sandalias y fusiles de los años setenta. Quisiera encontrármelos un día en el Cielo y, delante de una cerveza, preguntarles: “Chicos, ¿cómo lo habéis hecho?”. Ahora pienso de nuevo en todas las cosas horribles que he dicho contra Dios. Deseo una oportunidad para redimirme y regresar a aquello que había abandonado».
Se le escucha sin aliento. Y con muchas preguntas por hacer. Frente al flujo de conciencia que parece atormentarlo. «Estoy cansado de la prensa. “Soldado mata a este, marine mata a este otro”, “masacre en Iraq, masacre en Afganistán”. Los periódicos y las televisiones se lanzan sólo sobre las cosas negativas. Pero ni siquiera yo sé ya cuántas veces he estado de misión con el único objetivo de vigilar la reconstrucción de escuelas y hospitales para niños. Pero eso a la gente le importa un pimiento. A la gente le interesamos sólo si nos equivocamos». John habla de cuando estuvo en un pueblo de Afganistán. El territorio es seco, rocoso. Ve pasar a niños sin zapatos ni calcetines que por la noche tenían los pies ensangrentados. Pide a su madre que organice una recogida de zapatos en su parroquia baptista. Los zapatos llegan y los soldados los distribuyen el día de Pascua. «En cierto momento me doy cuenta de un niño que ha visto unas Puma color rosa. Eran zapatos de chica. Cojo un par de chico y me dirijo hacia él. Pero mientras me aproximo veo su cara. Pienso: “No puedo hacerlo, quizá sea el primer par de zapatos de su vida. ¿Qué hago? ¿Voy allí y le digo que no le quedan bien?”. Corría por el pueblo con una sonrisa de oreja a oreja. Desistí». En el pueblo, nos cuenta John, había muchos que apoyaban a los talibanes. Tras la distribución de los zapatos iban a ellos a indicarles quiénes eran los terroristas. Arrestan a cuarenta. Alguno les revela incluso las posiciones de las minas anticarro. «Nos han salvado la vida».
John tiene sólo 27 años, pero por todo lo que le ha sucedido ha llegado ya para él el momento de hacer balance. Del porqué ha acabado haciendo lo que hace. «Dios da unos talentos. Alguien sabe hablar bien y entonces quizá se hace abogado. A alguien le encanta cocinar y quizá se convierte en cocinero. Yo soy bueno combatiendo, me gusta guiar a los soldados, estar en el frente... Por eso es por lo que soy soldado. Pero la gente no sabe lo que significa serlo de verdad. Se habla de los Navy Seals (los cuerpos especiales de los marines, ndr), pero o se sabe exactamente lo que son, o no se tiene la más mínima idea. No hay una vía intermedia. Para algunos son héroes, para otros sólo cowboys sedientos de sangre. No son ni lo uno ni lo otro».
En el pelotón de John tenían la costumbre, cuando volvían a la base después de las misiones, de sentarse en torno al fuego y mirarse a la cara. Lo hicieron incluso después del más devastador de los ataques: una emboscada que duró cuatro días durante la cual, milagrosamente, ninguno resultó herido. Proyectiles que venían de todas las direcciones. Disparos de lanzagranadas por la espalda. Dos ataques suicidas. Una pesadilla. Cuando regresan a la base se sientan en círculo como siempre. Pasan tres cuartos de hora sin que ninguno diga nada. El primero que habla dice únicamente: «Chicos, ¡qué pasada!». «Ha sido el combate más salvaje que he visto en mi vida», relata John: «Ha sido como si Dios nos hubiera protegido con su escudo de hierro... Pero no siempre es así. De los compañeros con los que me alisté quedamos diez. Mejor dicho, nueve. Uno se mató el año pasado».
Otro silencio interrumpe el río desbordado. Alguien coge carrerilla y pregunta lo que todos querrían preguntar: ¿volverías al frente, John? «Sí, si pudiera ayudar incluso a una sola persona, valdría la pena. Como a aquel chavalín de los zapatos rosas. Si pudiera, no digo matar a alguien, sino eliminar algún peligro del camino. Si fuera para mejorar la vida de una persona, valdría la pena». Y a continuación: ¿cuál es el verdadero motivo por el que lo hace? «Puedes preguntar al 90 por ciento de los soldados y estoy seguro de que te dirán lo mismo: cuando estás en el frente y arriesgas la vida, no piensas nunca, ni siquiera de pasada, “estoy muriendo por América”. Piensas en el compañero que tienes al lado. No te interesa la política, no te interesa lo que dice la gente, lo que escriben, no te interesa ni siquiera la libertad. La mayoría de nosotros ni siquiera está de acuerdo con el motivo por el que combatimos. Es una guerra absurda, pero es nuestro trabajo. No es una elección». ¿Alguna vez has deseado otra vida? «En absoluto. De tanto en tanto querría ser un campeón de hula hop o un torero, pero todavía tengo tiempo... (sonríe). Ser soldado me ha convertido en lo que soy, y sobre todo me ha hecho estar agradecido en las luchas de la vida. Pero no me arrepiento, volvería al mismo centro de reclutamiento en el que entré en 2003».
Antes de llegar al New York Encounter, John fue cinco o seis veces a la Escuela de comunidad. Cuando le preguntas cómo es, responde: «El lunes pasado una chica hablaba de su trabajo y decía que se sentía triste. Fue para mí un alivio descubrir que no soy el único que dice que la vida es dura. A menudo me descubro diciéndomelo. Me anima saber que no soy el único que siente que fracasa». John, tras el fin de semana neoyorkino, volvió de nuevo con los amigos de CL. El deseo de contarse las cosas, la necesidad de ser escuchado. El deseo de estar con los amigos de su novia. Ver a otros que se hacen las mismas preguntas que él se hace. O bien hacer preguntas que los demás no pueden haberse hecho nunca. Quizás ha encontrado su sitio. Dice que probablemente ya no regresará al frente. Pero su batalla con Dios está aún en curso. No sabemos cómo terminará. Ni siquiera él lo sabe.

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