Sandy era un monstruo de agua y viento, pero lo que ha destruido Breezy Point ha sido el fuego. Mientras los habitantes de Manhattan se equipaban con bombas para extraer el agua turbia que había invadido las plantas inferiores, en la estrecha franja de Queens entre la bahía y el océano las casas de madera ha sido pasto de las llamas. Una marea enfurecida ha ocupado los sótanos, mientras que las plantas superiores se llenaron de columnas de humo negro, invisibles en la noche sin luz del huracán. El incendio comenzó cerca del ángulo más agudo del wedge (cuña), un triángulo de calles en el corazón de esta ciudad de cinco mil habitantes, situada en la costa meridional de Brooklyn. Las casas de Breezy están tan cerca unas de otras que el fuego se propagó al instante, ante la mirada de los vecinos, que no querían dejar su tierra. El hecho de que en este ángulo de Nueva York, habitado por inmigrantes irlandeses, se encuentren tres de los diez parques de bomberos voluntarios de la ciudad no ha bastado para impedir el fuego, avivado por ráfagas de viento que agravaron la destrucción: la única vía que lleva a Breezy Point quedó inaccesible e hicieron falta varios días para que los servicios de emergencia pudieran llegar.
Finalmente, enviaron un batallón de marines para atender a la población. Los rescates en helicóptero podrían confundirse fácilmente con imágenes de una zona en guerra después de un bombardeo aéreo. Ciento diez casas han desaparecido. Las que quedan son pilas de tableros de madera y marañas de acero informe. Los más afortunados encontraron sus casas torcidas o semiderruidas por el viento y el agua. Cuando Patrick Duffy, cuya familia reside en Breezy Point desde hace generaciones, muestra las fotografías del desastre, tiene que añadir los pies de foto para que podamos saber qué es lo que vemos: «Esto es un bar», «esta es la parte trasera de mi casa», «esta es la parte delantera», «esto es una calle».
La estatua de la Virgen, protegida por una hornacina de piedra, sigue aún allí, intacta entre los escombros, frente a una casa construida en los años cincuenta, cuando un grupo de irlandeses fundó la cooperativa de Breezy Point. Los habitantes son responsables de la “Irish Riviera”, una comunidad de bomberos y agentes de policía con acento irlandés, pero también de los comercios de Wall Street, la segunda profesión más frecuente en Breezy. Esta mezcla social explica que el 11 de septiembre de 2001 esta ciudad de Queens fuera una de las que lloró a más muertos, en términos relativos. Los que no estaban en las torres del World Trade Center por motivos de trabajo, llegó poco después del choque del primer avión para ayudar. Muchos de ellos no regresaron.
Lo que nunca ha abandonado este lugar es la fe, salta a la vista en las estatuas marianas en los cruces entre calles, en las iglesias llenas de gente, en la misa estival que se celebra bajo los pórticos de las casas. Patrick lleva la huella irlandesa en su nombre, en su familia no faltan hombres uniformados. Cuando habla de Breezy Point se percibe algo inexplicable en sus ojos. «Aquí he pasado por todos los estados posibles desde que era pequeño, este lugar forma parte de lo que soy, de mi identidad. Cuando llegué desde Staten Island a Breezy para ver lo que había sucedido me quedé de piedra, por un instante fui presa de la desesperación. Luego vi a mi tío, a mis primos, a mis vecinos, a mis amigos, vi que las cosas estaban, aun dentro de la destrucción que tenía ante mí, y me descubrí sorprendentemente agradecido». Gratitud, sobre todo porque las cosas están, y Sandy, que en su trayecto del Caribe al Maine se había llevado la vida de 193 personas, no causó víctimas en Breezy. «Vi la casa de mi familia, que estaba quemada, los edificios destruidos o desplazados decenas de metros, casas partidas en dos... Todavía me pregunto por qué Dios permite que sucedan estas cosas, pero al mismo tiempo mi experiencia me muestra que en la realidad hay una promesa de belleza y de bondad», explica Patrick.
Habla de lo sucedido como de una «oportunidad», una palabra que suena escandalosa cuando uno mira a su alrededor y sólo ve ruinas. «En mi familia nos hemos preguntado: “¿por qué suceden estas cosas?”. Creíamos poder controlarlo todo, pero la realidad nos obliga a preguntarnos otra vez “¿quién eres tú?”, ¿quién eres tú que haces todas las cosas, que me das las mayores alegrías y permite que el lugar que más quiero sea destruido? La desesperación inicial dio paso a esta pregunta, que nos apremia», dice Patrick. Las dolorosas imágenes del 11 de septiembre vuelven a la memoria de esta comunidad, que fundamenta toda su esperanza en Otro. En la iglesia de santo Tomás Moro, iluminada con velas, el obispo de Brooklyn, Nicholas DiMarzio, ha hablado precisamente de la Esperanza, «la única capaz de sostenernos».
Cuando el huracán Sandy pasó por Nueva York puso al descubierto la soledad de una ciudad monumental y provisional, mostró la fragilidad de las relaciones humanas, que se mueven bajo la superficie de las apariencias. La voluntad de reaccionar salta a la vista, y cómo. Pero también se vislumbra una inmensa soledad, normalmente imperceptible, debido a un extraño efecto óptico: a velocidad normal, parece que todos tienen en Nueva York a demasiadas personas con las que estar, demasiadas cosas que decir. Pero cuando la luz se apaga, cuando el agua no sale de los grifos, el ritmo de la ciudad se frena repentinamente y los vínculos entre las personas se evaporan entre los rascacielos de Manhattan, la isla donde la mayoría de las casas están habitadas sólo por una persona. En Breezy es diferente, «las personas no saben a dónde ir pero porque tienen demasiadas ofertas de hospitalidad», matiza Patrick, conmovido por la humanidad que se ha despertado en el ángulo más maltratado de la ciudad. Los fundamentos de la gente que vive en esta franja de tierra siguen siendo sólidos, como esa estatua de la Virgen triunfante entre las ruinas.
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