«¿Pero qué puede cambiar un cartel?», pregunta Letizia, de 17 años. «Hay que decir la verdad, y la verdad es que yo estoy contento con mi familia», afirma Pietro, de 13. La discusión en casa se acalora. Raffaella y Andrea han convocado a sus cuatro hijos para tomar una decisión importante: poner o no un cartel en el jardín de su casa.
Y es que Norteamérica no sólo acaba de elegir a su nuevo presidente. Se ha expresado también con respecto a algunas cuestiones decisivas de la vida social con cientos de referendum, en total 176 proposiciones. El tema más controvertido era el del matrimonio homosexual, sobre el que se pronunciaban los estados de Maine, Maryland, Washington y Minnesota. Aquí, el Congreso estatal – de mayoría republicana – había aprobado una enmienda que prohibía las uniones entre personas del mismo sexo. El referendum lo ha ratificado, por lo que entrará en la Constitución. La pregunta se planteaba en estos términos: ¿la única forma de matrimonio posible es la tradicional: «one man, one woman»? Ha ganado el “sí”, y Minnesota se ha convertido en el único de los cuatro estados donde el matrimonio homosexual no se ha aprobado.
En las últimas semanas, «la gente de aquí ha reaccionado más ante el referendum que ante la elección de presidente», cuenta Raffaella, que se fue a la parroquia para traer un cartel con el Sí e instalarlo fuera de su casa, en este barrio de Rochester, donde la mayoría de las papeletas han votado No. Vive aquí desde hace cuatro años y no ha votado, porque no es ciudadana americana.
Las familias de su vecindario, con su No, son todas como la suya: parejas casadas con tres o cuatro hijos. «Eso es lo que más me duele. ¿Qué significa nuestra vocación de esposos? ¿Qué significa para mí? ¿Yo amo el camino que Dios ha elegido para mí?». El Sí que ya ha sido tachado en el cartel delante de su casa responde a esta pregunta.
Andrea y ella se han expuesto públicamente y ahora sufren las consecuencias. La gente les acusa de ser intolerantes. Letizia va a la escuela pública y, entre sus compañeros, hay algunos que se declaran homosexuales. Al principio le preocupaba que percibieran el cartel de su casa como un ataque hacia ellos.
«Nos hemos mirado cara a cara, teniendo presentes todas estas cosas», relata Raffaella: «Sobre todo hemos mirado lo que se suscitaba en nosotros». Como esa pregunta de la primogénita, que es la pregunta de muchos: ¿qué cambia poner un cartel? Aún más cuando la mayoría de la gente está convencida de lo contrario, cuando se trata de una batalla perdida, cuando las relaciones del vecindario se riegen por el código Minnesota nice, una versión local de lo políticamente correcto, sin ningún diálogo franco y leal, para evitar herir la sensibilidad del otro. A fuerza de no juzgar ya nada porque eso es de intolerantes, se acaba por no juzgar ni siquiera lo que uno vive en primera persona. Y si estás entre los pocos del barrio que defienden el Sí, te preguntas aún más por el significado de la batalla, y por la contribución que estás llamado a dar en medio de la disolución general de las razones. Frente a un mundo que dice lo contrario, «nosotros somos como una mosca. Es más, como la pata de una mosca...», dicen los hijos. «Sí, es cierto», responde Raffaella: «Pero nosotros no estamos “contra los gays”. La cuestión es que vivimos una experiencia y podemos no ser conscientes de lo que eso supone. Ni siquiera la defendemos cuando vemos que es negada». Cuando uno mira su experiencia, descubre que tiene una riqueza que lo desborda todo, que rompe todos los esquemas. Puede hacer que una chica caiga en la cuenta de qué es lo que le permite querer de verdad a sus amigos. Puede hacer que su hermano diga: «Yo estoy contento y no debo tene miedo a decirlo».
Puede llevar a Raffaella a plantar ese cartel con lágrimas en los ojos. «Nunca me habría imaginado “diciendo” de esta forma que todo lo que tengo en la vida es un don de Dios». Porque es eso lo que está en juego, la raíz de todo. «La propuesta del matrimonio homosexual abre una brecha enorme en la conciencia que se tiene de la vida entera. Todo se convierte en un derecho: tengo derecho a amar a quien quiera y como quiera, hasta llegar a pensar que mis hijos también son un derecho. Pero eso es una mentira disfrazada de libertad. Enfrentarme a esto me ayuda a no dar por supuesto ni a mi marido ni a mis hijos. Me son dados. Son el camino elegido para que yo pueda caminar hacia el Paraíso». Es tan verdadero que aquella noche todos estuvieron de acuerdo en poner el cartel: «Cada uno de nosotros dijo sí».
Una semana después el cartel ya no estaba. Fueron a buscar otro y lo volvieron a poner. El conductor del autobús ha dejado de saludarles desde la ventanilla cuando se para delante de su casa. En la escuela, los compañeros de la hija se ríen. «Pero es una gran ocasión para nosotros», dice Raffaella: «Precisamente cuando el Papa nos dice que “los cristianos no pueden ser tibios”. Sólo por una belleza podemos arder. Por nada más. Por la belleza que descubro cuando miro mi ser esposa como un camino en Cristo y no como una afirmación de mí misma». Entonces, ¿qué puede cambiar un cartel? «Me cambia a mí».
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