Puede parecer que en nuestra sociedad haya desaparecido la pregunta por el significado de la vida, porque en la experiencia cotidiana – trabajo, familia o amigos – se nota un rechazo a la hora de hablar sobre las preguntas últimas, censurándolas o actuando como si realmente no interesaran. Sin embargo, en su homilía de apertura del Año de la Fe Benedicto XVI señala que «en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa».
En una conversación con Víctor Pérez-Díaz, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid y presidente del gabinete de estudios “Analistas socio-políticos”, encontramos algunas claves para comprender mejor el contexto general, y particular del caso español, en el que nos movemos.
El punto de partida
Para Pérez-Díaz hay un primer hecho ineludible: «Malinterpretamos la realidad si pensamos que la gente no se plantea preguntas de sentido. El 90-95% de la vida de la gente es vida personal, vida privada. En su cotidianidad las personas se hacen preguntas todos los días, se pelean con ellas e intentan responderlas. El otro 5-10% de la vida de la gente está en responder a las grandes preguntas de la esfera pública, de la política, de los medios de comunicación, de la iglesia… y todo eso conforma un ruido continuo con el que la gente encaja sólo a medias, no acaba de encajar, en parte porque es un mundo que no encuentra las vías para llegar a la realidad cotidiana y vivida de la gente».
La suya es una mirada realista y positiva de la naturaleza humana: «La gente es más sensible de lo que parece. Desde la más tierna infancia, todos nos hacemos preguntas: adónde voy, qué hago con mi vida, qué voto o qué no voto, qué sentido tiene el dolor… Es algo así como respirar».
Aunque sea confusamente, «esa búsqueda de significado en cada momento crucial de la vida es ya un punto de partida. Cada uno de nosotros, en el sitio que le corresponda, debe estar atento a esos detalles porque son los detalles de la construcción de una sociedad desde la base, desde los cimientos», subraya el catedrático. También Benedicto XVI, en la carta apostólica Porta Fidei, pone el acento en este aspecto: «Muchas personas en nuestro contexto cultural buscan con sinceridad el sentido último… Esta búsqueda es un auténtico “preámbulo” de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios».
Todo lo más – señala Pérez-Díaz – es cuestión de avivar esas preguntas: «despertarlas y replantearlas un poco más, pero con el pudor de quien tampoco tiene las respuestas. Tenemos algunas pistas y nos tenemos que acompañar en el camino de preguntas con difíciles respuestas».
Y frente a quienes se niegan al planteamiento mismo de estas preguntas con sentencias como «uno no puede preguntarse por nada porque nada tiene sentido», nuestro interlocutor lo tiene claro: «el rechazo de las preguntas últimas como tal es un rechazo de la razón, porque tú no puedes negarte a formular preguntas para las que no tienes una respuesta clara ni fácil, pero que son preguntas con las que vives. Es el rechazo de una pregunta inevitable: la muerte no tiene respuesta y sin embargo es una pregunta con la que tienes que vivir, cualquiera que sea la respuesta inicial que des, tanto la respuesta inicial de fe como la respuesta inicial de no fe».
Virtudes intelectuales y morales
Al mismo tiempo, este sociólogo español con larga experiencia profesional y académica en EEUU y Europa, manifiesta que existen algunos defectos en la sociedad española que afectan a la calidad de las preguntas sobre el sentido de las cosas: «hay que reconocer que dichas preguntas no están suficientemente articuladas. España no cultivó su inteligencia y su retórica como para plantearse los problemas sobre las preguntas últimas de forma explícita. Es un país que funciona a impulsos y tiene una educación de arrebatos, normativa, le cuesta manejar la complejidad, quiere perentoriamente una solución». Y como consecuencia, «la gente se plantea las preguntas en términos de barrunto, un poco torpes».
Si lo que buscamos son preguntas reflexivas y trascendentales, «España es un país que da poco de sí». ¿Problemas? «Para empezar, tenemos un problema de cultivo de la inteligencia si nos comparamos con Europa septentrional y central, y con EEUU». Según Pérez-Díaz, un razonamiento articulado está basado en la cultura, la literatura, el arte...: «Aquí se leen pocos y malos libros, se canta poco, se crea poca música, poca pintura, pocos ensayos… Esto es muy importante porque significa hacer experiencia de la obra bien hecha por el gusto y la belleza que supone hacer la obra bien, y concertar sentimientos en torno a hacer algo bello, con armonía, con paz espiritual…». No en vano, Don Giussani educó desde el comienzo a los jóvenes que empezaban a estar con él a través de la lectura, la música clásica o la pintura, en el sentido crítico y en el descubrimiento de la dignidad humana, animando así a no olvidar el valor de la belleza tal como emerge en algunas obras de arte. Contaba el mismo Giussani, al recordar su infancia, que en su casa «había escasez de pan pero no de música», a la que definía como «el principal instrumento para despertar el corazón».
Capítulo aparte merece nuestro nivel educativo, donde tampoco salimos bien parados: «El informe PISA nos dice que estamos regular. En investigación científica: “llegaremos a la media de las patentes de Europa dentro de 100 años”». Tampoco hay cultivo de la virtud intelectual en el debate público que «es gritón, interruptor, de gente que suple con su vehemencia lo que intuyen como falta persuasiva de las palabras y además saben que los otros no les oyen porque están pensando en lo que quieren decir ellos. Conclusión: conversación perdida y posibilidad de crecer igual a cero». El respeto de los hechos brilla por su ausencia: «sólo existe lo normativo, esto es así porque yo pienso que tiene que ser así».
Lo anterior nos lleva a un déficit en la capacidad de razonamiento: «Nos entendemos en torno al razonamiento, que genera comunidad. Es fundamental que seamos sensibles a la realidad de las cosas, que es como es, para mejorarla o para respetarla. Pero sin inteligencia no hay bien, porque que tú tengas amor a alguien significa que quieres su bien, y si no entiendes quién es la otra persona ¿qué bien le vas a dar?», se pregunta Pérez-Díaz. De manera que la inteligencia es crucial para hacer cualquier tipo de bien a alguien.
Pero además, acusamos una falta de confianza en los demás. «La confianza se traduce en capacidad de asociación, de interesarte por las cosas comunes. Este defecto revela la falta de virtud moral, que no es otra cosa que la capacidad de afecto, de generosidad, de sacrificio, de templanza, de justicia…». ¿Adónde nos lleva esto? «Si no tienes mucha curiosidad impulsada por el cultivo de la inteligencia, y no eres capaz de relaciones confiadas por las virtudes morales cultivadas, generando así ‘comunidades de conversación’, no tienes las condiciones precisas para que se desarrollen las preguntas de sentido que están en la vida real».
Rechazo explícito de la religión
Víctor Pérez-Díaz señala además ciertos factores históricos que en parte explican el ambiente cultural en España, y podríamos decir que en Europa, de rechazo explícito de la palabra “dios” y de la religión como forma institucionalizada: «Existe una cultura dominante de tipo secularista que ha ido impregnando la experiencia europea en los últimos 100 ó 150 años y que tiene que ver con una larga experiencia de Europa dominada por las diferentes iglesias en una alianza con los tronos de turno. Esto ha generado un profundo rechazo en gran parte de la población». La de Europa es una experiencia sui generis: «Siglos continuados de alianza entre trono y altar han generado una experiencia doble, por un lado de difusión del cristianismo y, por otro, de rechazo del mismo». Un problema complejo que explica en parte la excepcionalidad europea en el mundo. No pasa esto en otras partes del mundo: «En EEUU, el 80% de la gente vive la experiencia del sentimiento religioso de manera importante, y muchos de ellos de manera muy importante».
En opinión de Pérez-Díaz, para recuperar una reflexión común sobre estas cuestiones, existen algunos ejemplos que nos pueden dar pistas y que se están desarrollando ya de manera implícita en algunos países de Europa: «El modelo norteamericano de mercado de creencias y libertades religiosas vividas nos presenta una sociedad dispersa pero intensa, que deja abierto el camino para lo que vaya ocurriendo. Puedes ir construyendo tu propia experiencia y encontrar tu voz en medio del ruido y la confusión». Se trata de una sociedad en la cual el Estado no tiene tanta importancia, ni protege ni desprotege una religión en particular: «Presupone una renuncia a las antiguas pretensiones y alianzas institucionales, arrancar desde abajo, generar fenómenos de contagio y de relación de persona a persona. Hay un elemento caótico con el que tienes que vivir, pero por otra parte es el test de la realidad y de la libertad humana. Puedes perderte, pero al mismo tiempo se trata de respetar la libertad de la gente para hacer el bien o para abrazar el mal».
«Mendigos del sentido de la existencia»
Lo que es cierto es que también en esta España, con sus complejidades históricas y sus carencias culturales, y en un contexto general dominado por el secularismo y el reduccionismo de la razón, sigue habiendo, como dice Benedicto XVI, «mendigos del sentido de la existencia». Para Pérez-Díaz, «hay un fondo sobre el cual construir, pero hay que construir. No se puede dejar a la sociedad abandonada a sí misma, son necesarias dosis masivas de espíritu crítico y de educación».
Resuenan en este punto las palabras de Eliot: «¿Es la Iglesia la que ha abandonado a la humanidad o es la humanidad la que ha abandonado a la Iglesia?». Existe, por tanto, un terreno fértil que hay que abonar, y en el que se debe dar cauce a la inquietud de Eliot poniendo por delante nuestro testimonio lleno de una razón que abraza toda la realidad sin censurar nada.
Pongamos un ejemplo sucedido en la vida cotidiana de una persona como nosotros, en la Universidad Complutense de Madrid, y que relataba recientemente José Luis Restán en Páginas Digital: «Acababa de desarrollarse una brillante jornada de debate sobre el valor de la religión en el espacio público, un gesto de diálogo y de presencia plenamente adecuado para el ámbito universitario. Algunos alumnos impugnan agriamente la validez de este gesto haciendo explícita su antipatía hacia la presencia pública del cristianismo y se dirigen a una profesora cuya pertenencia eclesial conocen. La profesora no elude el debate, pero no se abalanza a la mera respuesta dialéctica, se deja tocar por la violencia verbal de sus alumnos en la que descubre algo más que la simple hostilidad contra la fe. Descubre una búsqueda. Y tras unos momentos toma la palabra y se dirige a sus alumnos a corazón abierto. Les habla de su encuentro con una humanidad distinta, de cómo ha cambiado la fe la relación con su marido, de la misteriosa caridad que mueve a algunos de sus amigos a llevar personalmente una caja de alimentos a familias que no llegan a fin de mes, les habla de un enfermo crónico que ha visto despertar su exigencia de sentido y de felicidad. Les muestra también cómo su ejercicio docente es mucho más que un rol, es un testimonio de una inteligencia más abierta. Y eso ellos lo conocen pero que muy bien. Media hora de "confesión" apasionada y razonable: el silencio es sepulcral, la conmoción ha sustituido a la protesta, los ojos se dilatan ante un espectáculo de humanidad que no ha buscado "protegerse de los golpes" sino que ha mostrado el agua que sacia una sed que muchos encubrían».
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