No se puede hacer más que mirarla: su rostro rechoncho, todavía infantil, en el que emergen con timidez los rasgos de una jovencita. La web está llena de imágenes de Malala Yousafzai con la cabeza envuelta en el velo paquistaní y sus ojos grandes y decididos. Uno se queda fascinado al verla hablar en público (a pesar de que resulta incomprensible lo que dice, pues los videos no están subtitulados), ya es una experta de los tonos que debe utilizar ante la platea esta pequeña activista del derecho al estudio, a tener una educación y a poder vivir en paz. En las últimas imágenes, sin embargo, podemos ver su cuerpo sobre una camilla, la cabeza vendada, los ojos cerrados… el 9 de octubre los talibanes le dispararon en la cabeza en Mingora, una ciudad al noroeste de Pakistán, donde vive con su familia.
Ahora está en un hospital inglés, en Birmingham, donde puede recibir una atención más especializada. Aunque las últimas informaciones apuntan a una leve mejoría, nadie puede asegurar aún si seguirá con vida, ni en qué condiciones, la niña a la que temen los talibanes. Tamién Malala tenía miedo, a pesar de la osadía adolescente con que un día escribió en su blog, publicado por la BBC y reproducido en un periódico local de Mingora, que las chicas del Swat no temen a nada ni a nadie. El Swat es su tierra, un valle situado en la frontera con Afganistán y atravesado por el río que le da nombre, rodeado de montañas y lleno de tierras cultivadas. Un paraje de belleza natural donde se concentra el terror de una vida determinada por una ideología fanática. Entre 2007 y 2009 el valle del Swat fue el reino de los talibanes, estudiantes de las escuelas coránicas que no dejaron de ejercer su poder ni siquiera cuando el ejército paquistaní se hizo con el control. Malala tenía miedo, claro está, de los talibanes.
Pero escribía abiertamente, contando su vida cotidiana, igual que la de muchas otras niñas, obligadas a ir a la escuela a escondidas, sin el uniforme, ocultando los libros bajo el velo por miedo a las represalias, que pueden llegar a suponer el ataque con ácido sobre la cara para castigar el impertinente deseo de saber. A los once años (actualmente tiene catorce), Malala Yousafzai, empezó a escribir un diario con lo que sucedía a su alrededor. Un relato, escrito con sencillez, de las noches en que se despertaba por el ruido de la artillería durante los enfrentamientos entre el gobierno y los talibanes, de su decisión de ir a la escuela aunque estuviera prohibido, renunciando a ponerse el uniforme por ser demasiado peligroso, vistiendo ropa normal y dejando en el armario su querido vestido rosa porque ese color también estaba prohibido. De un modo inocente contaba la verdad, apoyada por sus padres y por un ambiente familiar que no renunciaba a educarla.
«Dadnos lápices o los terroristas pondrán armas en nuestras manos», escribió la pequeña bloggera, una verdad dura lanzada a la cara de un gobierno débil y de una comunidad internacional que subvenciona el armamento de Pakistán pero no considera la educación como un objetivo prioritario. Por eso Malala ha sido castigada, porque ella, siendo una niña, pretendía que los adultos la educasen en vez de aterrorizarla, y creía que contar la verdad podía liberarla. Por eso los talibanes, con razón, la temían.
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