Gemma Capra, viuda del comisario Luigi Calabresi asesinado en 1972, cuenta su experiencia como esposa y madre. «El Papa nos hará sentir lo que yo más necesito ahora: la misericordia de Dios, Su amor»
«Viste a los niños que nos vamos al parque». Aquella mañana Gemma miró atónita a su madre. Dos días antes, el 17 de mayo de 1972, un comando militar de extrema izquierda le había arrebatado a su marido, el comisario Luigi Calabresi. Tenía 25 años, dos hijos y otro en camino. «Mi madre nunca me ha dicho “pobrecita”. Ella, mi padre y mis hermanos inmediatamente me obligaron a reaccionar. Me dijeron y me mostraron que la vida no sólo seguía adelante, sino que podía ser bella a pesar de la tragedia. Y así ha sido». Pocos días antes de la visita de Benedicto XVI a Milán, Gemma Capra recordaba este episodio para contar qué ha sido – y qué es – la familia para ella.
Empecemos por el origen: la relación amorosa entre el hombre y la mujer.
Siempre he pensado que el amor verdadero, el que nos hace mejores, es un regalo del amor de Dios. Es su reverberación. En este sentido, cuando un hombre y una mujer deciden casarse, eso es un don de Su amor. Y digo que nos hace mejores sobre todo porque te hace más feliz y te abre al otro. En la familia, eso es evidente. Por eso digo que debe ser abierta, amplia, en el buen sentido de la palabra. Un balcón al mundo.
¿En qué sentido?
El riesgo es cerrarse, replegarse, pensar que nos bastamos a nosotros mismos. Porque demasiado a menudo se confunde el amor por el marido, por la mujer, y aún más por los hijos, con una propiedad privada. Sin embargo, son un don. A un hijo lo crías, lo acompañas hasta hacerse mayor porque Dios te lo ha confiado, pero no es tuyo. Esto te lleva a aceptar y amar el hecho de que él sea distinto y que tal vez tome decisiones que tú no compartas, o que no eran lo que tú soñabas, sin concebir tus propios deseos como su bien. La familia no es una meta, sino un punto de partida. Pero en esto debemos ser ayudados. Como me pasó a mí. ¿Qué habría pasado si me hubiera encerrado en mi propio dolor? Habría negado la belleza que el Señor me estaba preparando. Los abuelos, los tíos, los amigos son parte de esta “ampliación”, de esta riqueza.
Sin embargo, hay algo que parece socavar las raíces de la familia.
Es el miedo. Yo no creo que los jóvenes de hoy sean más pasotas. Es más, en los encuentros que tengo en los colegios siempre son los alumnos los que me hacen las preguntas más profundas. Quizá el problema esté antes, en lo que se les transmite. Tienen miedo a fracasar, a equivocarse.
¿Cuál puede ser entonces el punto del que partir?
Para mí, el don de la fe. Es lo único que en cualquier momento de dificultad de da la fuerza para no detenerte, sino que te hace decir: «¿Qué quieres de mí?». Con la certeza de que la respuesta será para tu bien.
¿Usted cómo lo ha hecho para transmitir este don a sus hijos?
Contándoles hechos. Lo he hecho con mis hijos, lo hago con mis nietos. El testimonio vale para toda la vida.
¿Puede poner algún ejemplo?
Hace poco le conté a mi nieto este episodio. Un día un hombre me paró y me dijo: «Yo me casé el día que usted quedó viuda. Siempre he rezado por usted. Qué alegría poder ver a una persona que para mí es amiga, aunque nunca la había visto. Señora Gema, usted forma parte de mi familia». Esto es la comunión. Del mismo modo rezo yo por Adriano Sofri (condenado por el homicidio del comisario Calabresi, ndr).
¿Qué espera de la visita del Papa a Milán?
Entre tantos hechos trágicos que han sucedido estos días, este evento es para mí un signo positivo, que da certeza. Por eso quiero estar aquí, con Benedicto XVI. Espero sentir con él lo que más necesito ahora: la misericordia de Dios, Su amor. Y no sólo eso, necesitamos el perdón, porque sólo Su amor y Su perdón nos permiten amar y perdonar. Estamos hechos a su imagen y semejanza.
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