Las armas brillan frente a la catedral de Rawalpindi, una localidad de tres millones de habitantes en la provincia del Punjab. Dentro están los nuevos esclavos, los cristianos pobres, el templo está abarrotado. Fuera, las fuerzas armadas. El escenario es increíble. El leño de la cruz de Jesús se topa con el metal de las armas. Nadie quiere usarlas ni verlas, pero fuera de las iglesias pakistaníes hombres corpulentos, fusil en mano, han ocupado los lugares de las estatuas de los santos.
Obedecen órdenes del gobierno por el riesgo de que algún fanático se autoinmole en una iglesia. No es que al gobierno le importen mucho los cristianos, víctimas cotidianas de abusos e injusticias, pero es mejor evitar “incidentes”.
Si alguien resulta sospechoso, no entra. «Quédate fuera, amigo, ve a rezar lejos de aquí, mejor un fiel fuera que un terrorista dentro». Los cristianos de Pakistán son los nuevos “mártires”. En un país destruido moral y económicamente.
Nos lo cuentan dos mujeres, dos religiosas, sor Agustina y sor Alberta. El relato es dramático: «Los cristianos trabajan en latifundios propiedad de musulmanes, obligados a vivir en estancias de dos metros por cinco y en grupos de hasta veinte personas. No pueden salir de las factorías y no tienen vacaciones. Sus hijos no van a la escuela porque los jefes no quieren, así que ellos también trabajan. Los salarios son bajísimos, y eso cuando los cobran. Si un niño se pone enfermo y necesitan dinero para las medicinas, el jefe les hace un préstamo con unos intereses desorbitados. Con esta excusa los padres tendrán que trabajar gratis durante años».
Liberarlos es muy difícil. Cáritas lo ha intentado pero son zonas muy vastas, llegar a cielo abierto es complicado y aún más que los jefes renuncien a ellos. Si hay una deuda, hay que pagarla, y si no hay una deuda, los esclavos se comportan como canarios en una jaula: no quieren salir de allí sin la certeza de otro techo y otro trabajo, que obviamente no tienen. Tras esta violencia se esconde una teoría: nosotros, musulmanes, hemos nacido para dominar. Los cristianos son en todos los sentidos los más pobres entre los pobres, minoría entre las minorías.
A veces, por la falta de sacerdotes, hay que esperar hasta un año para poder ver a uno, un año para poder ir a Misa. Un año para tener el único consuelo que no depende del hombre y que es gratis: la Eucaristía.
No es mejor la situación en las ciudades. Cuando los musulmanes notan que una familia cristiana, después de muchos sacrificios, empieza a conseguir algo, encuentran alguna excusa para hacerla caer.
Basta con poco: dicen que en la basura de alguien han encontrado un periódico que hablaba de Mahoma y, por la ley de la blasfemia, que castiga cualquier crítica al profeta, puede ser arrestado. ¿Pero qué delito puede ser un folio en la basura? «Pues lo es – confirma son Agustina –, incluso aunque no sea verdad, la palabra de un cristiano contra la de un musulmán no vale nada. Luego, para ser liberado hace falta dinero, Pakistán es un país muy corrupto, de ahí que una familia entera pueda ser condenada, obviamente si es católica, de otro modo se podría salvar. Se nos considera impuros, puede suceder que te pidan que salgas de una sala o que te levantes de un lugar porque no quieran tenerte cerca».
«Yo he visto con mis propios ojos – prosigue suspirando – a un camarero que tiraba a la basura una taza porque la había usado un cristiano. Mataron a un chico porque había tocado el Corán con las manos sucias. ¿Entiendes? Le mataron. Y a otro le encarcelaron porque en clase se equivocó al escribir los acentos y un adjetivo junto al nombre de Mahoma se había hecho ofensivo: está en la cárcel desde los trece años. Nuestras mujeres, que trabajan en casa, sufren abusos y violencia, y el gobierno no hace nada. No tenemos derechos: está prohibida la conversión al cristianismo, pero si es a la religión musulmana hay incentivos incluso económicos. Las escuelas son de pago, excepto las gubernamentales, que son musulmanas».
Este es el país de Asia Bibi y de Shahbaz Bhatti. Pero aquí también está sucediendo un milagro, por el que un día un pueblo entero será proclamado santo: vejados, humillados, asesinados, impagados, los cristianos de Pakistán no reaccionan con violencia. Una población en minoría, gente sencilla y analfabeta, está escribiendo la página más ejemplar del Evangelio de nuestros días.
Cuenta sor Alberta: «El pasado domingo la catedral de Rawalpindi estaba llena de gente que cantaba los salmos antes de que empezara la Misa. Se reúnen también en casa para cantarlos: “Protégeme, Señor, de las manos de los malvados, sálvame del hombre violento: conspiran para hacerme caer”. Es el salmo de la confianza, la oración en el peligro. Sienten a Cristo verdaderamente cercano».
Y sor Agustina añade: «Es difícil hacer entender a quien piensa en Dios como en un ser distante, que sin embargo está cercano y comparte con nosotros el sufrimiento: es la tarea de estos hermanos. Los cristianos de Pakistán saben que viven el viernes santo de su historia, pero esperan la Pascua. Están seguros de que llegará, y por eso son maestros de fe para nosotros».
Lo paradójico es que las escuelas católicas, a pesar de no estar financiadas por el gobierno y por tanto ser de pago, son frecuentadas mayoritariamente por musulmanes, porque son las mejores. La gente de la calle, no los ricos, siempre ha querido a los cristianos, porque son honestos, responsables, buenos.
La situación se complica aún más con la guerra en Afganistán después del 11 de septiembre. Desde entonces, una minoría de pobres cristianos se convirtió en el símbolo de todos los poderes occidentales. Pero los cristianos, discriminados, no discriminan: algunas monjas en Karachi han construido un centro para niños con discapacidad, y la mayoría son musulmanes. «Las familias – explica son Agustina – están agradecidas y esta actitud es la que poco a poco convertirá los corazones más endurecidos». Ese día será la Pascua de los nuevos mártires.
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