Vuela alto, ya desde las primeras palabras: «No habrá paz en el mundo si antes no se comprende el papel de la religión». Y esto «desconcierta a los líderes políticos y religiosos», porque «la religión nos lleva a un terreno desconocido». Sigue media hora intensa en la que Tony Blair, ex primer ministro durante mucho tiempo al servicio de la Corona Británica -y del New Labour- y hoy presidente de la Fundación que lleva su nombre, se adentra en ese terreno, y de qué forma. Habla de los mitos desplazados en el último decenio («para los europeos de los años 60 y 70 existía una sola ecuación: cuando la sociedad progresa, la religión decae. No ha sido así»), de los descubrimientos del post 11 de septiembre; de las persecuciones de los cristianos en muchas zonas del mundo (por ejemplo, Pakistán) y de las dificultades que atraviesan otros fieles en otras franjas del planeta («tenemos que apoyar a los musulmanes en la India, a los cristianos no ortodoxos en Moldavia, a los Bahaí en Irán, a los musulmanes ahmadía en Pakistán...»). Y hace una pausa en mitad del discurso para sacar una primera conclusión basada en los hechos: «En cualquier lugar, en cada barrio, miremos dónde miremos, la religión es poderosa, impulsora y determina la fuerza que forja el mundo a nuestro alrededor».
Por eso el ex estadista británico deja la política y, habiéndose convertido el catolicismo, ha puesto en marcha la Fundación Tony Blair Faith: para estudiar el impacto del factor religioso en la globalización, en las «fuerzas que mueven la historia». Por eso llegó ayer a Milán, Aula Magna de la Universidad Católica, para participar en la tercera sesión del seminario organizado en colaboración con la Fundación para la Subsidiariedad. El tema: «Religión y ámbito público, ¿secularismo o laicidad?». Sala abarrotada, prensa, cámaras. Para acoger al invitado, junto al rector del ateneo milanés Lorenzo Ornaghi, está Giorgio Vittadini, presidente de la Fundación para Subsidiariedad. Con Blair ya se había cruzado en el Meeting de Rímini hace dos años. Nació una relación de colaboración que nos ha traído hasta aquí, a este encuentro precedido por una conferencia de prensa en la que Blair, pagada la tasa de las previsibles preguntas sobre el estado de alerta italiano («No es asunto mío... en cualquier caso, los fundamentos de la economía son fuertes: tengo gran confianza en Italia, lo conseguiréis»), habla de la crisis global como de una oportunidad («nos obliga a tomar decisiones que en cualquier caso habríamos tenido que tomar»), que hay que afrontar superando las categorías tradicionales («ya no es una cuestión de derechas o de izquierdas, sino de pasado contra futuro»), preparándose para «cambios dolorosos» que hay que llevar a cabo «de forma justa, esta es la cuestión». Cita ampliamente al Papa («También para él la fe es un elemento decisivo de progreso») y menciona varias veces la libertad religiosa («no existe verdadera democracia sin esta libertad»). Dice también que se ha convertido porque «durante años estuve yendo a misa con mi mujer a una iglesia católica y me sentía como en casa».
Pero se encuentra «en casa» también aquí, mientras avanza con su discurso. Vittadini introdujo el encuentro así: «No son temas que se puedan dar por descontado. Hoy existe un riesgo mucho peor que la inestabilidad política y económica y es aquello por lo que la persona parece fluctuar, como si las circunstancias lo aplastasen. En cambio, es posible volver a partir de la idea de una persona no reducida. Lo que sucede en las grandes religiones porque ponen en el centro el corazón del hombre». Y Blair continúa en la misma línea, profundizando la relación entre religión y democracia, «que no es sólo un sistema para votar, sino una predisposición mental», apertura al mundo (y al otro) aún más necesaria en estos tiempos. Es precisamente en esta cuestión, en la educación a la «apertura», donde la aportación de las religiones puede ser decisiva: «Esta tarea no se puede dejar sólo a la política. Tienen que afrontarla también las personas de fe que deberían aportar una plataforma de comprensión interreligiosa y la justificación teológica de una mentalidad abierta», es decir pueden, y en cierto modo deben, «obtener de sus tradiciones y de sus textos los valores y la visión necesarios para crear una cultura de la democracia». Parecía decir que sin la aportación de una fe que busque con sinceridad -purificada de la idea desastrosa de que «Dios está de nuestra parte»- la comprensión recíproca, la convivencia se hace mucho, mucho más difícil.
Ciertamente quedan abiertas muchas cuestiones. Cuáles son y dónde se sitúan los límites de la política, como reclama Ornaghi en su intervención, empeñado en poner de manifiesto que la secularización no ha vencido completamente, y cómo el ámbito de la vida social está impregnado de lo sagrado, de una «vuelta a Dios que no es una reivindicación del pasado, sino una visión del futuro a partir de una comprensión realista del presente».
Agotado el turno de preguntas del público (argumento principal: la crisis), queda abierta una cuestión en particular: la relación entre razón y fe y porqué la fe -una cierta forma de entender y vivir la fe- ayuda a la razón misma a abrirse, no sólo aportando temas y principios propios, sino precisamente abriendo la razón, como reclama Benedicto XVI.
No por casualidad citado varias veces -junto a don Giussani- por Vittadini, que finalizó partiendo de un dato: «estamos al final de la modernidad, es decir, de una visión para la cual la religión es insignificante o incluso, perjudicial». Y tenemos delante la posibilidad de ampliar la razón, de recuperar lo que está en la base de la religión. El deseo de infinito del hombre. «Un yo que tiene conciencia de ser él mismo. Y este es un impulso que explota como un volcán desde la base». Conclusión: «Se decía que sólo los Estados pueden cambiar la historia. No es verdad. Y nos impresiona ver que uno de los mayores estadistas de los últimos tiempos haya decidido proseguir su trabajo así, ocupándose de fe y razón». Y de las fuerzas que verdaderamente cambian la historia.
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