La muerte violenta de un dictador, feroz y sanguinario como lo ha sido Gadafi suscita sentimientos contrarios de alivio y de consternación. El alivio es grande porque el final del rais libio, acompañado por el asesinato y la captura de los fanáticos que le habían permanecido fieles, marca la desaparición definitiva de un régimen de más de cuarenta años cuya caída había sido anunciada varias veces en estos últimos meses y celebrada demasiado rápidamente con la caída de Trípoli el pasado 21 de agosto. Ha terminado la guerra, ha terminado una pesadilla para el pueblo libio que ha salido a la calle para festejar la liberación que coincide con la muerte del tirano. Ese rostro ensangrentado con la boca abierta, ese cuerpo semidesnudo tendido sobre una tela blanca y arrastrado por los insurgentes como un trofeo macabro, están destinados a entrar en la historia como fotogramas de una tragedia que pretenden desvelar pero que en realidad esconden. Más que a Saddam Hussein, capturado por los soldados americanos en su escondite de Tikrit y sólo tres años más tarde condenado a muerte por un tribunal de Bagdad, las imágenes de Gadafi asesinado nos traen a la mente las de Ceaucescu, el dictador comunista rumano fusilado en Bucarest por un pelotón de ejecución después de un proceso sumario de pocos minutos. Y esas otras, más lejanas en el tiempo pero más cercanas para nosotros italianos, de Mussolini asesinado en Dongo por un grupo de partisanos. Sobre la captura y la muerte del coronel existen de hecho diferentes versiones contradictorias entre ellas y los detalles de lo sucedido todavía no han sido esclarecidos. Gadafi habría sido alcanzado por un ataque aéreo de la OTAN mientras intentaba escapar. Es más no, fue herido durante un tiroteo y murió mientras era trasladado al hospital. No, en absoluto, lo habrían encontrado en su escondite, en un agujero, y habría levantado las manos gritando "no disparéis". Un final que permanece envuelto en el misterio y que suscita, además de la piedad humana debida también al tirano más despreciable, inquietantes interrogantes.
La sospecha es que se ha tratado de una verdadera ejecución, tras la orden venida de lo alto de eliminar a un "prisionero excepcional" que habría creado un montón de problemas a nivel internacional y habría constituido un impedimento tal vez insuperable en el camino de la pacificación nacional. Sobre Gadafi pesaba una orden de arresto del Tribunal de La Haya que quería juzgarlo por sus crímenes, mientras el CNT, el gobierno nacional de transición de Libia acosado por los insurgentes, pretendía procesarlo en casa.
Sin contar con que el rais en la cárcel habría podido seguir inflamando los ánimos con sus proclamas. Por lo demás hay que reconocer que Gadafi ha demostrado ser trágicamente coherente hasta la muerte: no escapó al extranjero, se quedó en Libia declarando estar dispuesto a afrontar "el martirio" (como anunció en su último mensaje de audio), y estaba organizando la última desesperada resistencia escondido en su ciudad natal, en Sirte, es decir, en el sitio más fácil de imaginar. En definitiva existía el riesgo de que el ex dictador, el que ha gobernado durante cuarenta y dos años el país, contando con un impresionante aparato represivo pero también con las divisiones tribales y con el consenso de una parte de la población, pudiese transformarse en un héroe según esa ambigüedad histriónica de la que siempre fue maestro.
La Libia del post Gadafi promete libertad y democracia, pero no todas las ambigüedades se han deshecho. Es cierto que a diferencia de Irak -donde la captura y, después, la condena a muerte de Sadam no apagaron, sino que encendieron más la violencia extendida y los atentados terroristas-, en Libia la resistencia armada no tiene futuro, al-Qaeda no tiene aquí sus torreones y no existe una minoría chiíta en contraste con la mayoría sunita. Pero la Libia del post coronel no será completamente uniforme. Ya han surgido diferencias políticas y sobre todo religiosas, herencia común de las primaveras árabes. Durante casi medio siglo el gran país norteafricano, rico en petróleo ha tenido un jefe absoluto que ha escondido y reprimido las diferencias. Un solo hombre al mando con el que el mundo había entablado conflictos y compartido intereses. Una época con muchos misterios que Gadafi se lleva consigo a la tumba, a un lugar secreto.
(de Avvenire, 21 de octubre de 2010)
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