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¿La primavera traicionada?

Alessandra Stoppa
18/10/2011 - La masacre cristiana, la amenaza salafista, el proyecto de Erdogan. Vittorio Emanuele Parsi observa la nueva fase de las revoluciones. «La demanda de libertad de esos pueblos no está encontrando respuesta adecuada».

«Estamos pidiéndoles a los árabes que sus revoluciones alcancen sus objetivos en seis meses. Es una falta de perspectiva histórica». Así responde Vittorio Emanuele Parsi, profesor de Relaciones internacionales de la Universidad Católica de Milán, a la prisa con que las crónicas referentes al Oriente medio han pasado a titularse “Otoño árabe” o “Primavera acabada”. Eso no quita la preocupación por los hechos de estos días, desde la matanza de los coptos en El Cairo a los asaltos salafistas en Túnez, que, sin duda, marcan «el fin de la edad de la inocencia de la revolución», como ha escrito el propio Parsi.

La impresión difundida entre la opinión pública es que la posibilidad de un cambio real en el mundo árabe ha sido un espejismo. ¿Es así?
No, porque el hecho que no se puede eliminar es que esos regímenes ya no se mantenían en pie. Y han caído. Ese mundo ha explotado tras décadas de autoritarismo: esto es un signo que no se puede dejar de lado ni menospreciar. Que, después, de las revoluciones emerja necesariamente un régimen islámico es algo que no está dicho; o de todos modos, incluso la victoria de los partidos islámicos podría no ser en sí negativa, siempre que demostrasen que respetan las reglas de un sistema democrático. Sin duda, aún queda un largo camino para la afirmación de la democracia en el mundo árabe.

De Túnez a Egipto, pasando por Libia, ¿hay rasgos comunes sobre el estado actual de la primavera árabe?
Un rasgo común es sin duda el auge de los partidos islámicos. Ya sea porque están mejor organizados o porque, en algunas sociedades, su presencia y las ideas que proponen están en línea con la opinión mayoritaria.

Este es el factor más preocupante. Incluso en el nuevo Túnez, que se prepara para las elecciones del 23 de octubre con un cierto fermento democrático (se cuentan 81 partidos y diez mil candidatos), no han faltado graves advertencias, como el asalto de trescientos militantes islámicos cercanos a los grupos salafistas a la televisión de Taraq Ben Amar, “culpable” de haber transmitido Persépolis.
Ante todo tenemos que distinguir entre los islamistas radicales violentos y los partidos islámicos. No sólo, tenemos que respetar además las elecciones que haga la población. Sin embargo no podemos dejar de atender a las consecuencias que esto tiene y tendrá para las minorías cristianas de la zona. Hasta hoy, la tutela de las minorías cristianas, incluida la vasta y originaria de los coptos en Egipto, no representa una prioridad para las autoridades de la transición. Y esto es inaceptable.

Ahora asistimos ya al éxodo de cien mil cristianos desde Egipto, y usted ha hablado de una «progresiva descristianización». Por otro lado, se considera “ambigua” la posición de los cristianos con respecto a los gobiernos en el escenario de los disturbios árabes.
Los cristianos han gozado de la protección de los Gobiernos de los países en los que viven, como otras minorías. Así sucedía tradicionalmente en las provincias del imperio otomano. ¿Pero cuál es el problema? Que estos gobiernos tenían una forma autoritaria y, por tanto, el hecho de que los cristianos siempre hayan contado con su protección legal, ha hecho que se les considerase apoyos de los gobiernos. Sin embargo, no era una cuestión de que las minorías buscasen protección, sino de las formas de gobierno. Incluso en el más “democrático” de los regímenes, es más, en los regímenes salidos de las urnas, normalmente las minorías tienen que buscar la protección legal de los gobiernos. Pero esta protección no es un privilegio. Y de lo que se les acusa ahora a los cristianos, aunque sea de manera impropia, es de haber tenido ciertos privilegios. Me parece que en general no es cierto. Y de todas formas hace falta tener presentes todos los factores.

¿Es decir?

Las jerarquías religiosas en los países autoritarios, o como en el caso de Siria, “más que autoritarios”, se han visto obligadas a tener en cuenta al poder político y, por eso, no comprometerse. Es inútil no mirar esto. Porque, si hay una autoridad religiosa reconocible y visible en un país y ese país está gobernado por un régimen no democrático, o esa autoridad pacta con el régimen o deja de estar allí. El Dalai Lama no está en el Tíbet porque si quería seguir en el Tíbet tenía que dejar de decir ciertas cosas. Entonces los dirigentes de las distintas comunidades religiosas en estos países han hecho la elección respetable, comprensible, que no tiene por qué ser criticada necesariamente, de estar con sus fieles, con sus comunidades, y no testimoniar un soplo de libertad. Cuando después, el cuadro político cambia, todo lo que se ha hecho para proteger el derecho a la libertad religiosa cae bajo la acusación de apoyo al régimen.

Por tanto, queda el hecho de que el régimen daba más seguridades.
En un momento de gran inestabilidad política, los jefes religiosos y las comunidades temen que la distorsión de la realidad, el desorden y el caos post-revolucionario, y en última instancia, el éxito que las formaciones radicales islámicas puedan tener en la opinión pública, vuelvan todavía más precarias sus condiciones de vida. ¿Esto por qué? En un sistema autoritario, donde la pertenencia religiosa no es la cuestión central, puede haber más espacio para la libertad religiosa que en un régimen menos autoritario en líneas generales, pero que basa su legitimación en una interpretación política de la región. Esto, objetivamente, lo hace todo más complicado.

¿Qué responsabilidad tiene la comunidad internacional ante las dramáticas condiciones de las minorías religiosas?

Puede ejercer sólo una presión moral. Concretamente, puede presionar, amenazar con sanciones, estar atenta, llamar al gobierno de un país a sus deberes, llamar a consulta al embajador frente a ciertos hechos… Todos son pasos diplomáticos, importantes. Pero lo único que se debe hacer, que se está haciendo pero que seguramente se puede hacer mejor, es no permitir que los coptos se sientan aislados. Mejor, no hacer sentir a esas comunidades que lo que sucede dentro de Egipto, en Libia o en Siria tiene sólo que ver con ellos. No es así.

En la nueva fase de esta Primavera árabe, usted ha indicado que el proyecto político del líder turco Erdogan es potencialmente crucial.
Erdogan es un islamista moderado: su partido es un partido islámico que funda su mensaje en una declinación política del Islam, que no se mueve en una separación rígida entre política y religión. Es un interlocutor al que escuchan los Hermanos Musulmanes y los partidos que se acogen a la Hermandad. Es alguien que puede hablar con estos sujetos políticos, en una relación de “familia política”. Si en un futuro hubiese una Internacional de partidos islámicos democráticos, él sería un representante de ella. Los turcos pueden competir en la propuesta de un modelo por este motivo, y por el creciente papel de Turquía en el Oriente medio. Un papel que persiguen.

¿El enfriamiento de las relaciones con Israel va en esta dirección?
Sí, porque es como decir: «Estamos interesados en el mundo árabe, hasta el punto de que revisamos nuestra posición hacia Israel», que siempre ha sido la de un apoyo incondicional. Este papel creciente de Turquía puede ofrecer un escenario a algunos países que podrían tomarla en alguna medida como referencia. Probablemente Egipto, porque tiene como Turquía un aparato militar importante y partidos islámicos organizados. La dificultad estriba en que se tendría que hacer, simultáneamente, la revolución de Atatürk y la revolución de Erdogan: poner juntos militares y partido islámico. Es muy difícil. Pero queda un punto interesante que habrá que ver, porque Turquía puede ser una perspectiva de apoyo.

¿Es apresurado por tanto afirmar que la primavera ha sido «traicionada»?
La exigencia de libertad que ha estallado en las revoluciones no está encontrando la respuesta adecuada. Podría producir gobiernos islámicos de distinta gradación, antes que sistemas republicanos. Pero no se puede pasar por alto, como a menudo se hace, un discurso de perspectiva histórica.

¿En qué sentido?

Las grandes revoluciones del pasado han exigido siempre un siglo para realizarse. Basta con pensar que, dos años después de la toma de la Bastilla, estallaba el terror jacobino, no había un “Reino de los derechos del hombre”. Entonces, lo que se teme es estar frente a una fase leninista de la revolución, o bien a una fase en la que, a cada momento de liberación, sigue un larguísimo momento totalitario, que además traiciona la revolución.

¿Es un miedo fundado o no?

Yo sólo digo que hasta que las cosas no suceden es necesario trabajar para que no sucedan.

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