1. La incertidumbre como condición extendida en nuestro tiempo
Parece que la condición más compartida por los hombres de nuestro tiempo –tan difundida que parece casi insuperable, como si fuera una condición “natural”– sea la incertidumbre, (...) bien como percepción de una fragilidad estructural a nivel psicológico, o bien como resultado de una inseguridad endémica a nivel económico, social y político. (...) En los siglos XVIII y XIX aún se pensaba que la derrota frente a la incertidumbre dependía de una serie de problemas que aún no habían sido afrontados científicamente, pero que con el progreso de la ciencia al final se resolverían.
La verdadera novedad, el cambio drástico, según Bauman, llegó hace cincuenta años (yo diría que incluso antes), cuando empezó a cambiar el significado atribuido a la “contingencia”, es decir, a nuestra condición de seres finitos, y por tanto dependientes de los hechos de la historia y de la naturaleza. Si antes lo que era puramente casual, imprevisto o incontrolable era considerado como un fenómeno marginal, desde la segunda mitad del siglo XX es como si todo convergiera hacia la precariedad.
(...) La organización social, que en la época moderna estaba pensada como un dique frente a la inestabilidad y conflictividad de la naturaleza (pensemos por ejemplo en Hobbes), termina por amplificar y multiplicar los motivos de la incertidumbre, (...) que se presenta como una especie de “precariedad” para la existencia: si bien por un lado seguimos esperando de la tecno-ciencia un control provisional de la naturaleza física, y del Estado la tutela de nuestros derechos individurales y sociales; por otro estas expectativas alimentan ese indicio que la inseguridad hace evidente, es decir, que no somos dueños de nuestro destino. Llegados a este punto, se impone una pregunta: la falta de certeza, ¿coincide total y exclusivamente con nuestra incapacidad para hacer frente a los imprevistos de la vida, de la naturaleza y de la historia?
(...) El punto esencial es no reducir este fenómeno de la incertidumbre. El malestar que produce es innegable, pero precisamente por eso se muestra como el signo de un enigma más profundo, como la huella de una inquietud más radical, es decir, del hecho de que nuestro cumplimiento, nuestra realización plena no la podemos realizar nosotros. Ciertamente, debido a lo limitado de nuestra existencia individual, pero no sólo por esto, también por lo inadecuado de todos esos proyectos científicos y políticos que nos habían prometido un control más seguro y un sentido más pleno de la vida y del mundo. Lo que está en juego es que nosotros somos una necesidad inextirpable de certeza que no llegamos nunca a colmar (...).
2. La lucha simpar con la fortuna: en busca de la certeza perdida
(...) La certeza es una posibilidad dramática para los hombres, pues siempre implica una alternativa de fondo: o seguir la hipótesis de que exista un significado para uno mismo y para el mundo que yo pueda acoger y verificar, o por el contrario es sólo un producción, más o menos lograda, de nuestra mente.
Hoy esta partida filosófica se desarrolla sobre todo en la que podemos considerar la ideología más extendida de nuestra época, el “naturalismo”, que se fundamenta en la idea de que toda la experiencia humana se puede explicar a partir de determinados factores y mecanismos físico-químicos y neuronales, reduciendo así toda nuestra necesidad de certeza a una refinada estrategia evolutiva con que los hombres se preparan para sobrevivir (...). Pero en el naturalismo contemporáneo está presente otra idea, antigua, casi arcaica, alimentada paradójicamente por los avances de las ciencias biológicas y la neurociencia: que el verdadero destino de los hombres, el significado último de su existencia, consiste en su pertenencia a lo impersonal, al necesario mecanismo de la naturaleza.
(...) Pero en el fondo siempre hay un punto que queda abierto dramáticamente, sin resolver. A pesar de los múltiples intentos de cerrarlo, se reabre continuamente. Al final, (...) ante la necesidad del todo –única razón del ser– nosotros seguimos siendo, por así decir, un caso irracional, fortuito, (...) y diremos que en el fondo ése es nuestro “destino”, nuestra naturaleza. Pero entonces –nos preguntamos– ¿por qué no nos basta esta naturaleza? ¿Por qué la accidentalidad y la casualidad de nuestra existencia en la gran escena del mundo sigue produciéndonos malestar y sufrimiento? ¿Por qué todas las explicaciones no bastan para apagarlo?
3. En el origen, la certeza de la existencia
La incertidumbre nos inquieta precisamente porque nos hace descrubrir que, desde el principio, estamos indeleblemente marcados por una certeza (...). No se trata de una seguridad o garantía previas, sino de la experiencia original que nos ha marcado a todos: la de ser queridos y acogidos por la mirada amorosa de nuestra madre y haber percibido allí el sentido, tal vez todavía inconsciente pero ciertamente presente, de nuestro ser. La certeza que precede a cualquier incertidumbre y que a su vez toda incertidumbre atestigua clamorosamente es el hecho de que nosotros hemos sido lanzados al ser en una relación, somos de alguien, y siendo así es como somos verdaderamente nosotros mismos. Es en esta memoria donde se abre el espacio que da sentido a nuestra necesidad de certeza.
(...) La certeza no es algo que nosotros construimos, sino ante todo algo que recibimos. Es algo que nos genera, y sólo en este caso puede llegar a ser nuestra. (...) Y esta experiencia original de la certeza, entendida como una relación constitutiva del yo, no se manifiesta sólo en ciertos casos particularmente importantes (como en la memoria agustiniana de la felicidad o en la percepción cartesiana del infinito), sino que representa la estructura permanente de cualquier gesto nuestro de conocimiento o de afecto. (...) Por eso me pregunto: ¿cuándo estamos seguros de algo?
4. La certeza como el riesgo del asentimiento: razón y voluntad
Si la certeza implica siempre un asentimiento, entonces consiste en un acto del intelecto determinado por la voluntad. Desde este punto de vista, exige una adhesión a la verdad –que podríamos llamar “fe” o “confianza”, en un sentido para nada fideísta ni sentimental, sino plenamente cognoscitivo y racional-, precisamente porque la certeza nunca es un procedimiento mecánico sino que implica nuestra libertad.
(...) Esto quiere decir que para nosotros los hombres la certeza no es nunca una conclusión obligada o mecánica, fruto de la demostración necesaria de algo en su verdad inexpugnable, ni algo adquirido de una vez para siempre, sino que es sobre todo un camino en el que la verdad está siempre a la espera de la aprobación de un “yo” que conoce, y en este yo siempre es necesaria la acción abierta, arriesgada y nunca prefijada de su libre voluntad. A la naturaleza de la certeza pertenece por tanto el factor tiempo, condición para el ejercicio de la libertad. Fuera del camino del tiempo no hay atajos, a excepción de los del dogmatismo y el escepticismo, y no afrontar este camino no hace más fácil, sino más difícil, si no imposible, el acceso a la verdad (...).
5. Apertura
Quizás en este punto estemos más preparados para comprender mejor la frase de don Giussani que da título al Meeting de este año: «Y la existencia se llena de una inmensa certeza». El tiempo verbal es en mi opinión lo que recoge el punto más interesante de este fenómeno. La certeza es algo que se descubre continuamente, no es un “absoluto”, como se suele interpretar superficial o ideológicamente, sino algo que ha “sucedido”, más concretamente algo que sigue sucediendo, porque si no sucediera en el presente no existiría.
En realidad, ¿cómo podría el hombre superar la verificación más exigente de la certeza, la que representan el límite y el mal? ¿No correría incluso nuestra certeza más original –como la de la relación con nuestra madre- el peligro de sucumbir frente al dolor y la muerte? Por otro lado, ¿podríamos contentarnos con proyectar nuestra certeza más allá de nuestra experiencia presente, como un sueño o una utopía, una especie de triste consolación para poder vivir? El drama de la certeza muestra aquí toda su radicalidad: su necesidad de infinito, que no puede ser satisfecha por nada que sea menos que el infinito.
Ha hecho falta algo inesperado y sorprendente para llegar a experimentar otra posibilidad de certeza, frente a la necesidad del mecanismo natural o la deducción lógica, que no se redujese a una esperanza irrealizable en el presente. Ha tenido que venir Cristo, en la carne del mundo, para reabrir el ciclo inexorable del tiempo natural, situándose como principio de conocimiento nuevo, el único capaz de valorar hasta el fondo la necesidad de significado, y por tanto la espera de cumplimiento y el deseo de felicidad de cada hombre. Cristo es ese caso único en la historia de un hombre en el cual el significado, el logos, se hace amigo. (...) Al hacerse hombre, Dios permite al hombre ser por fin él mismo, es decir, un ser que se interroga, desea y espera, con la certeza de la respuesta. Como estudioso del pensamiento filosófico, no puedo dejar de reconocer que el cristianismo inauguró la posibilidad de la libertad: no sólo la posibilidad de elegir una cosa respecto a otra, sino la posibilidad de descubrir el valor irreductible, infinito, de mí mismo en virtud de la relación directa con quien me ha creado y me está creando ahora. El cristianismo ha inaugurado la historia, el camino hacia el cumplimiento en virtud de un acontecimiento que ha dado al tiempo una nueva orientación. Era necesario Cristo para que la certeza del hombre no se pagara al precio de su libertad, ni se sustrajera al drama de la historia, y para que al mismo tiempo no quedara condenada a la finitud ni a la muerte. Gracias a su resurrección en la carne, se cumplió la verdadera “revolución copernicana” que ha dado al hombre la posibilidad de conocimiento y la capacidad de certeza. Ese hecho se presentó en la historia, y lo sigue haciendo, como el acontecimiento más pertinente a la razón humana, porque afirma una presencia misteriosa del ser que no se puede reducir a la naturaleza, sino que gracias a ella podemos adquirir la certeza de que la naturaleza misma y la vida nos son donadas, son “para” nosotros. Como observa don Giussani, es gracias a un «don del Espíritu» que el hombre puede llegar a ser consciente de la «gratuidad abismal» de su ser, y descubrir que la soledad y la impotencia son vencidas gracias a la fuerza de Otro. Y sólo porque esta realidad misteriosa nos alcanza continuamente, y no por una ilusión nuestra o, peor aún, por una pretensión, la certeza puede ser “inmensa” (...).
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