El padre Aldo Trento comenta en el periódico italiano Il Foglio la tragedia de Oslo: «Hace falta encuentrarse con alquien para quien el corazón está hecho para retomar las riendas de la propia vida»
Mientras todos están de vacaciones, soñando con superar el estrés de una vida cada vez menos vida porque hasta el deseo, como decía hace unos meses la estadística del Censis en Italia, parece haberse apagado en los corazones, nos llega desde Noruega la terrible noticia de dos atentados que se han cobrado un centenar de muertos. ¡Qué bofetada para todos! Precisamente en Noruega, uno de los países más “perfectos” del mundo, donde la honestidad y la organización social son ejemplares, ha sucedido un hecho que nos sacude a todos. Sentimos una gran consternación y un gran dolor por las víctimas y sus familias, pero no podemos detenernos aquí, no podemos no tratar de entender qué es lo que se ha atascado en esta máquina “perfecta”.
¿Qué es lo que se ha atascado? El hombre. El corazón del hombre está cada vez más cansado de las continuas trampas que le tiende el poder dominante que, tras eliminar a Dios (o reducirlo a una ideología), ha conseguido anestesiar al hombre y hacerle creer que su vida depende del poder mismo. Pero esta operación, que Luigi Giussani definía como “efecto Chernobyl”, no podía y no podrá durar mucho tiempo, porque no hay poder en el mundo que pueda adormecer el corazón del hombre hasta el punto de eliminarlo definitivamente. Aunque en Noruega, como en cualquier otra parte del mundo, el poder pueda hacer creer a sus ciudadanos que si viven es gracias a él, y aunque los ciudadanos puedan estarle agradecidos por ello. Una vez anestesiados, esta operación que pretende cambiar la genética humana no puede durar mucho tiempo, porque dentro de cada uno de nosotros hay un Ícaro que no soporta quedar atrapado en una jaula que le impide volar.
El hombre, el corazón del hombre, está hecho para volar. Por eso, o esta exigencia encuentra su libertad, o se convierte en locura. No se puede detener esta sed y esta hambre de felicidad, de amor, de belleza, de verdad, de justicia, que constituyen el tejido del corazón humano. Uno podrá maldecir sus latidos, pero no podrá evitarlos. Y si el poder olvida esta verdad, por muy perfectos que sean sus sistemas, y aunque el hombre mismo lo olvide, inevitablemente llega el momento de la locura, y las consecuencias las hemos podido ver en Oslo. Una locura que puede tener como origen un cristianismo reducido a ideología. Cuando uno no ha encontrado la presencia de Cristo como un hecho que responde plenamente a las exigencias de la razón y del corazón humanos, sino una idea o una inspiración que usa a Cristo, es inevitable la censura de la razón de la que derivan el fanatismo y la violencia. ¡Cuántos horrores se han cometido usando el nombre de Cristo, cuando Cristo en todo esto no tiene nada que ver! El cristianismo es un acontecimiento verificable en su profunda razonabilidad sólo dentro de la realidad vivida por completo. Cristo necesita del hombre en toda su integridad, y el hombre necesita de Cristo. Delante de esta tragedia, urge, para que estos hermanos no hayan muerto en vano, tomar en serio nuestro corazón con sus deseos, como expresa el Salmo 62: «Oh Dios, Tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma tiene sed de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua». O como recuerda el poeta Giuseppe Ungaretti: «Encerrado entre cosas mortales (también el cielo estrellado acabará), ¿por qué anhelo a Dios?». El hombre es relación con lo eterno, es relación con el Infinito, y si mi corazón no encuentra este Tú por el que está hecho, no habrá sistema social, por perfecto que sea, que pueda evitarle la locura y todo lo que lleva consigo. Si Dios no existe o es reducido a un ídolo, a ideología, todo es posible. ¡Pero que Dios existe ya lo dice el corazón! Es el corazón el que grita: quiero el Inifinito. El poder moderno nace al prescindir de Dios, nace cuando pretende él ser Dios, ser él lo que el corazón necesita, y entonces es inevitable que lleguen estos tsunamis que nos hacen temblar. No bastan los valores para vivir, y menos aún la pretensión de ser honestos, como la Iglesia lleva décadas repitiendo. Hace falta algo más, encontrarse con alquien para quien el corazón está hecho, para retomar las riendas de la propia vida. Hace falta que vuelva a suceder ahora, en pleno verano, mientras todos están tumbados como pollos desplumados en las playas, o caminan como cervatillos por la montaña, lo mismo que les sucedió a Juan y Andrés, a Zaqueo, a la Magdalena. Hace falta encontrarse con esa mirada en que el Misterio, eso de lo que el corazón está hecho, se hace carne. Hace falta que la mirada de Cristo se cruce con la nuestra. Esa mirada que nos hace conscientes de que antes que la locura está el perdón, la misericordia.
Eso es lo que me sucedió a mí cuando la ilusión del poder, en su expresión ideológica, me estaba comiendo el cerebro, convencido como estaba de que Cristo no era suficiente para liberar al hombre de su locura, es lo que me sigue sucediendo y lo que me llena de leticia cada día. La tragedia sucedida en Noruega interpela nuestra responsabilidad como cristianos en el mundo. ¿Nuestra experiencia de Cristo es el volver a suceder lo que ya les sucedió a Juan y Andrés, o es un conjunto de valores, una moral, incapaz de resistir a los desafíos del mundo moderno? ¿Quien nos mira estos días, al observar nuestro rostro, queda fascinado por la belleza de una mirada en la que se hace evidente la ternura de Cristo? Al fanatismo religioso sólo se puede responder mostrando en la vida cotidiana la razonabilidad de nuestra fe. No hay nada más blasfemo que definir el cristianismo como de derecha o de izquierda. El cristianismo es sólo Cristo, es decir, un hombre. Ser cristiano no es añadir un adjetivo a la palabra “hombre”, sino el nombre propio del hombre, diría Giussani, de ese nivel de la naturaleza en que la propia naturaleza toma conciencia de sí.
(publicado en il Foglio el 26 de julio de 2011)
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