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«Como la pluma de Forrest Gump»

Alessandra Stoppa
15/07/2011
Toni Capuozzo en Libia.
Toni Capuozzo en Libia.

Milica Rakic. «Basta ese nombre». Basta el hecho de que lo siga recordando doce años después. La bomba era “humanitaria” e “inteligente” también entonces: miraba la pista del aeropuerto de Belgrado, de noche. Una de las casas del cercano pueblo de Batajnica tenía una ventana entreabierta, la del baño. Una bala se coló entre aquellos pocos centímetros y mató a Milica, que estaba sentada en su orinal. Tenía tres años. Él se quedó atormentado por el dilema que suponía decidir si asistir o no al funeral. «Soy italiano, y no quería que mi presencia causara una afrenta a la familia».
En aquella época Toni Capuozzo, hoy editorialista del periódico italiano Il Foglio y subdirector del informativo Tg5, cubría la guerra de Kosovo como enviado especial. Al final no fue a los funerales de aquella niña, pero tres años después volvió a Belgrado y buscó a su familia. Los padres sacaron las fotos y abrieron una botella de grappa. Nunca olvidó a Milica, del mismo modo que tampoco pudo hacerlo el teniente coronel responsable de la operación de la OTAN en el aeropuerto, que se quitó la vida hace menos de un año.
«Recordar a Milica es para mí el signo más evidente de que la “guerra humanitaria” es una enorme ilusión», dice Capuozzo. Acaba de volver de Tripoli, habla de la situación actual en Libia, después de más de cien días de guerra y frente al estado en que se encuentran tanto el conflicto como la comunidad internacional. Pero no puede dejar de pensar en aquel 17 de abril de 1999.

En el caso libio, ¿qué es lo que ha creado la ilusión de una “guerra humanitaria”?
La intervención de la OTAN en Libia es una aventura iniciada con total ligereza. De la zona de exclusión aérea se pasó a los bombardeos, se ha sobrepasado con mucho la defensa de los civiles... Todo ello con la ilusión de que no hubiera daños colaterales. Sin embargo, cuando llegas allí, entre los edificios afectados ves que hay instituciones y casas particulares. En el mismo ataque contra la casa de Gadafi, donde murió su hijo Saif al-Arab, que por otro lado era el más alejado de la familia de la obsesión de su padre, murieron también tres niños. Es sólo un ejemplo. Día tras día, esta intervención ha demostrado ser un fracaso. Y, al contrario de lo que afirma el presidente francés, el tiempo juega a favor del rais.

¿El error de la comunidad internacional ha sido sólo un error de valoración?
No. Ciertamente, la OTAN en su versión europea, es decir, sin Estados Unidos, ha resultado ser un tigre de papel, afectada por un vacío de liderazgo total. Pero el hecho de que la vía de salida al principio pareciera fácil, “ya escrita”, no representa sólo un cáculo equivocado, sino que es consecuencia de una actitud precisa y grave. Una actitud de público televisivo. Un modo de afrontar la realidad superficial, hijo de la ignorancia y de una suerte de colonialismo cultural. No se intenta mirar, entender la realidad.

¿Es esta «superficialidad» la que hace que se llame a una guerra “humanitaria?
Sí. Las consecuencias de una intervención militar ya han pasado a considerarse como un triste accesorio. Algo que –en el fondo– se da por descontado. Eso significa que no se siente ya el peso insoportable de la muerte, aunque sea la de un solo hombre. Aceptar este juego maquiavélico te hace cada vez más parecido al enemigo que combates y, sobre todo, salir ahora significaría un acto de humildad y de razón: mirarse en el espejo, admitir los errores, preguntarse... sería muy incómodo. Es justo lo que hoy no hace nadie: interrogarse. Estando allí, te das cuenta inmediatamente de la diferencia entre la realidad y el impacto que las noticias tienen en el exterior.

¿Cómo se vive ahora allí?
Yo sólo he estado en Tripoli. Lo que dificulta ver “de cerca” la vida es el control total de las autoridades que te acompañan. Te hacen ver lo que ellos quieren, puedes grabar lo que ellos quieren, pero, por muy férreo que sea ese control, puedes notar los estados de ánimo, ver la guerra desde abajo, captar imágenes fuera de cámara. Lo que yo he visto es que la guerra afecta psicológicamente: partos prematuros, niños que no pueden dormir... Aparte del gran éxodo: al menos, la mitad de los seis millones de la población ha huido. Pero también en este caso la realidad es distinta de lo que pensamos.

¿Por qué?
Nosotros creemos que la gente que huye es gente desesperada, que escapa porque está en una situación muy grave. Pero no es así: el libio medio vive bien. En la frontera con Túnez, reconoces inmediatamente los coches que son libios, porque son mejores. Ahora, por ejemplo, faltan muchos trabajadores manuales porque estos puestos normalmente los ocupan los inmigrantes. En definitiva, hay muchos aspectos sobre los que se tiene una idea equivocada porque se tiende a imponer un esquema sobre la realidad sin mirarla, sin conocerla.

¿Por ejemplo?
Por ejemplo, cuesta entender la naturaleza del régimen de Gadafi. Yo conozco la historia feroz y vergonzosa que lo caracteriza, pero es un régimen que cuenta con una base de consenso real. Personal, tribal, de varios tipos. Por otro lado, en los últimos treinta años la población se ha duplicado y es una minoría la que ha conocido una Libia sin él. La mayor parte de la población tiene miedo por el solo hecho de que no puede imaginar qué puede pasar en el país después de Gadafi, por el sencillo motivo de que nunca han vivido en otras condiciones. Como los rebeldes, a los que la comunidad internacional ha apoyado sin saber siquiera quiénes eran. O los fieles al régimen, a los que todos imaginan como unos asesinos. Por todo esto quise ir y ver, para describir la realidad. Porque la ilusión de cambiar las cosas con mi trabajo la perdí hace tiempo, recuerdo bien cuándo.

¿Cuándo?
Un día concreto, en Sarajevo. Mi operador de cámara y yo volvíamos de una masacre en el mercado. Estábamos destruidos. Manchados de sangre y algo bebidos para distraernos después de todo lo que habíamos visto. Pasamos con el coche por una zona más tranquila y vimos por la ventanilla a un hombre y una mujer, muy bien vestidos, agachados arrancando hierbas. Nos detuvimos. «Son para la sopa», nos dijeron, y nos dieron permiso para grabarles. «Mostrad al mundo lo que sucede, que el mundo sepa», nos dijo él. Yo, en aquel instante, sentí que les estaba engañando. Me sentí fatal.

¿Por qué?
Podían ser mi madre y mi padre. Y yo sabía que el mundo ha visto cosas mucho peores que lo que estábamos filmando y que no ha cambiado por eso. Antes de irnos, les dimos un saco de patatas que se había caído de un camión por la carretera. Era todo lo que podíamos darles. Pero sentía como si les mintiera, porque las cosas no cambian por el hecho de que yo las muestre o las cuente.

Entonces, ¿por qué lo hace?
Porque eso no quiere decir que el testimonio no sirva para algo. Es más, es lo único que sirve. Me confortó ver la plenitud de un hombre que conocí hace poco en Afganistán, un salesiano piamontés. Vive en una zona fundamentalista y trata con los hijos de los talibanes. Ciertamente, no espera que la gente se convierta, él sólo está allí y reparte ayuda, amor, gratis. «Yo me hago ver como soy, como quien soy», me decía. Nada más. Sin buscar un resultado a cambio. Me vino a la mente la pluma de Forrest Gump: no sabes dónde, pero en alguna parte se posará. Con las debidas proporciones, entiendo que mi tarea es la misma que la de aquel misionero.

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