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Una categoría de la vida para la que no tenemos fácil acomodo

Carlos (Murcia)
16/05/2011

El panorama inicial en Lorca es bastante desalentador (ya lo habréis visto en la tele y los periódicos). Las calles llenas de escombro, viviendas agrietadas, edificios derrumbados. Los daños son más impresionantes en los edificios públicos (iglesias, conventos, palacios), pues a muchos de ellos se les han hundidos las naves, bóvedas, cubiertas, torres y campanarios. Pero unas cinco mil viviendas han sufrido daños, se calcula un quince por ciento de éstas, efectos ruinosos que pueden requerir incluso en muchos casos la demolición.
Entre el jueves, viernes y parte del sábado, la tarea de muchos técnicos voluntarios ha sido visitar todos los edificios residenciales y diagnosticar la gravedad de los daños y clasificarlos, de modo que cada familia tuviera conocimiento del estado en que se encontraba su vivienda y pudiera en su caso volver a ocuparla. Ha sido una tarea dura pero bonita porque, más allá de la dimensión técnica, se hacía imprescindible tomar una postura ante todo aquello (la casa totalmente agrietada, todos los objetos queridos rotos por el suelo, el mundo de afectos y el santuario de la vida doméstica mancillado por la cólera de la tierra) y tener la valentía de estar con la gente compartiendo su dolor y desconcierto. Era impresionante que cuando se visitaba las casas, incluso las que apenas había sufrido desperfectos, la gente no había recogido nada de aquello: todo seguía igual, quizá porque la perplejidad ante algo así nos deja paralizados, sin saber cómo reaccionar. Entraba en aquellas casas con respeto y deseando ser serio en la evaluación técnica, pero también con la petición de aportar un punto de compañía, de esperanza y de positividad.
Esto que ha pasado me ha sugerido que el imprevisto es una categoría de la vida para la que no tenemos fácil acomodo. El hombre desea el confort de lo conocido, la tranquilidad de lo predecible para que el orden dé paz a la vida. El imprevisto siempre introduce un “desequilibrio” en la vida, que urge una respuesta. Los acontecimientos no programados ponen delante del hombre una pregunta: ¿por qué?, ¿cómo es posible?, ¿qué significado tiene? Ante ellos necesitamos una respuesta. Antes que aventurar una respuesta, surge la evidencia: “estoy vivo”. La vida, la vida de cada uno es lo más precioso que tenemos. Necesitamos una razón para retomar todo desde el principio, para volver a empezar, para esperar.
La noche del terremoto, vi en mis hijos las postura que podemos tomar. Uno de los pequeños estaba lleno de amargura y tristeza, otro decía con un punto de escepticismo: ¿Dónde estaba Dios? Pero este acontecimiento lleno de dolor me ayuda a recordar que la vida es un don, un regalo continuo, que la vida de cada hombre es sostenida, cuidada y requerida “con cuerdas de amor”. Estamos en las manos de un Dios bueno para que la vida de cada hombre se cumpla. Y esta certeza no ahorra en absoluto la pregunta por el sentido y la dimensión de misterio desconcertante que tiene el drama del dolor y el sufrimiento. Pero obliga a mirar a Cristo en la cruz. E invita a echar cuentas con su victoria sobre le muerte.
Me asombraba que, después de visitar ciertos barrios muy castigados, la tarde del viernes visitamos los barrios altos de la ciudad, encaramados en un cerro, zonas pobres, socialmente problemáticas, con viviendas antiguas y modestas. La inmensa mayoría estaban impecables. Uno desea que la vida se apoye en una roca fuerte, a salvo de los temblores de la tierra.
Ayer me acordaba de cómo la tierra tembló cuando Cristo expiró en la cruz. No es posible mirar humanamente ningún sacrificio, dolor y sufrimiento de la vida sin que domine la rabia o la desesperación sin mirar cara a cara, primero a la pregunta del corazón herido que dice “¿por qué?”, y al Señor en la cruz que con sus brazos abiertos acoge el dolor del hombre y lo salva. Hoy en misa volvía a caer en la cuenta de que la tierra ha temblado en Lorca en plena Pascua, para que sepamos que el Señor hace nuevas todas las cosas, que vuelve a ponernos delante de nuestro destino, que acoge a aquellos nueve hombres en su paraíso, en el mes de María que –como esa madre que ha muerto bajo los escombros por salvar a sus dos hijos– abraza a su Hijo muerto sabiendo que existe una última palabra.

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