Entre chatarra y escombros. O en fila para el pan. En orden y silencio. Hablamos con Vittorio Volpi, un gran conocedor del Japón: «Dejemos a un lado los estereotipos: la cultura es muy distinta, pero el corazón es el mismo».
Pocas lágrimas, y a escondidas. Con discreción, entre los escombros de la ciudad. Hasta hace unos días, nunca se habían oído: Miyako, Kamaishi, Natori, Kasennuma... Nombres vacíos que una mañana, de pronto, empezaron a tomar forma de rostros, de personas. Decenas de miles de rostros que se ha llevado la furia del agua del mar. Y que ahora se contraen ante el temor de las radiaciones. El terremoto del 11 de marzo en Japón ha abierto una ventana en un mundo que sólo conocemos por una serie de tópicos y lugares comunes. Los japoneses: grandes trabajadores, metódicos, precisos. Incluso ahora, los ves rodeados de fango y chatarra, y en fila para conseguir el pan o subir a un tren. En orden y en silencio, dignos y tranquilos. «Les observamos según una serie de estereotipos: los kamikaze, los samurai... Nada que ver. Al contrario, esta manera de ser forma parte de su historia cultural». Vittorio Volpi es un gran conocedor del mundo nipón. Es banquero y durante treinta años ha trabajado en Tokio. Hoy es responsable de una empresa de consultoría y miembro de la Fundación Italia Japón, un organismo que se ocupa de promover la imagen y la cultura de Italia en Japón, y viceversa.
¿A qué se refiere cuando dice “historia cultural”?
La historia de la civilización japonesa tiene casi treinta mil años. Cada año se registran en Tokio dos mil sucesos naturales, de los que casi el 10 por ciento tienen consecuencias. ¿Cuántos terremotos, tsunamis, tifones han vivido los japoneses a los largo de su historia? Han aprendido a vivir en un país que siempre está en peligro.
¿Por tanto, no tienen miedo?
Sí lo tienen, pero se han acostumbrado. Durante treinta años lo he visto. Cuando el movimiento es vibratorio en vez de ondulante y dura más de un minuto, entonces ves que sus rostros se contraen. Pero están acostumbrados a no mostrar su emociones delante de los demás, por la educación que han recibido desde pequeños. Una madre europea le dice a su hijo que no haga tal cosa porque está mal. En Japón le diría: «No se hace, piensa qué dirían los demás». Es una cultura que refleja una actitud conformista, grupal, de un pueblo que durante tres mil años ha vivido en tres islas, separado del mundo.
¿Y la cuestión de cómo se concibe la vida?
La vida y la muerte. Nosotros vivimos en una cultura judeo-cristiana. Tomemos como ejemplo la palabra “suicidio”. En casi todas las lenguas tiene cinco o seis eufemismos posibles (se quitó la vida, se mató...). En Japón, por el contrario, hay más de 60 expresiones para definirlo, según la modalidad (por ejemplo, seppuku y harakiri son casi la misma cosa, un corte en el vientre, pero el primero es para ricos y el segundo para pobres). Para nosotros es una rebelión contra el Creador, y en general la sociedad lo condena. Para ellos puede ser un acto de catarsis, una liberación. Y se valora con aprecio. Una padre de familia fracasado que mata a su mujer y a sus hijos y que se quita la vida para evitar a su familia y a sí mismo la deshonra y la fatiga de vivir realiza un acto que encuentra el respeto y la comprensión de todos. El suicidio por un amor imposible está aceptado. Es una cultura que lleva consigo la esencia del budismo, según el cual la muerte no es la última palabra porque existe la reencarnación, y del sintoísmo, la religión panteísta y animista del pasado japonés, donde la vida es una línea perpetua entre pasado, presente y futuro. La cuestión es algo que escribía Benedetto Croce: «No puedo no llamarme cristiano». En el sentido de que la cultura se ve impregnada por los valores de la religión, que pasan a formar parte de nosotros desde que nacemos.
Al ver las imágenes parece como si no pidieran nada, como si estuvieran, pacientemente, esperando.
Están seguros de que alguien se moverá por ellos. De hecho, la comunidad ya se ha movido: los bancos, el Estado, los equipos de socorro. Eso les permite permanecer a la espera. Es algo que forma parte de esta cultura “grupal”. Es algo único. He dado la vuelta al mundo y no he conocido ninguna cultura donde el yo se censure de esta manera. Es la matriz confuciana, que está dentro de la estructura del pensamiento japonés y que con el paso de los años se ha mezclado con el budismo, el animismo y el sintoísmo. Ha creado un pueblo en el que el sentimiento de estar juntos en el mismo barco es muy fuerte.
Es una humanidad muy alejada de la nuestra, ¿no?
Sobre todo en el modo de manifestar las cosas y en el modo de vivirlas. Confucio nunca habló de Dios o de la Creación, sino de cómo mantener el mundo en orden. Ante un hecho como éste, piensan: «Ha sucedido, ¿qué podemos hacer? Tenemos que seguir adelante aceptando la realidad». No se preguntan por qué ha sucedido. Ha sucedido y basta. En el funeral de un colega de 60 años, fui a su casa y estaba llena de lirios blancos junto a su fotografía. Luego vino su mujer y me dijo: «Mi marido se alegrará de que usted haya venido a verlo». No le caía una lágrima. Son así. Nosotros nos quedamos en la apariencia y decimos: «Son buenos y racionales». Sufren como nosotros, como cualquiera que viva un drama. El corazón es el mismo en todas partes. Pensar que ya están asimilando una catástrofe de este tipo es reductivo e ingenuo. Sólo lo viven de una manera distinta, sobre todo cuando dicen: ha sucedido, me ha sucedido a mí y no puedo hacer nada, así que sigo con mi vida. O cuando se remangan sin pedir caridad sino parar reconstruir la vida con sus propias fuerzas. Pero no como samurais: ésos están acabados, muertos y sepultados.
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