“Ninguno de nosotros estaba preparado, y seguimos sin estarlo”. De los enfrentamientos revolucionarios que están teniendo lugar en el norte de África y en Oriente Medio, lo que más le impresiona es la facilidad con que han caído los regímenes de Egipto y Túnez: “Nos parecían fuertes e insondables, y eran fragilísimos”. El padre Pierbattista Pizzaballa, franciscano italiano que desde hace siete años es el Custodio de Tierra Santa, está seguro de que nadie –fuera ni dentro de la propia sociedad árabe- se esperaba “la potencia y la velocidad con que sistemas sólidos se han venido abajo”. Repite, con cierta insistencia, que estamos ante “un cambio de era”.
¿Cree que este cambio no está igual de claro para todos?
Toman fuerza los posibles escenarios y las perspectivas de incertidumbre, que son preocupaciones absolutamente realistas, pero si les prestamos demasiada atención corremos el riesgo de perder de vista la importancia de los hechos que están sucediendo. Hablar de un punto de ruptura histórico no es algo exagerado, como parece en algunas declaraciones. No podemos autoconvencernos de que la revolución nos llevará a regímenes islámicos de matriz fundamentalista, porque esto significa seguir ligados a un visión del mundo pesimista. Sin embargo, la historia de Oriente Medio nos está demostrando que también es capaz de dar sorpresas positivas.
¿Qué se puede juzgar como positivo, independientemente de cómo se resuelva la situación?
Principalmente, la voluntad y la determinación del pueblo. Al ver cómo el mundo exterior iba hacia adelante y el propio se quedaba parado, la gente ha reaccionado de una forma que hasta ahora era incontrolable. Obviamente, esta positividad la hemos visto en Egipto, mientras que en Libia se ha transformado en una tragedia completamente distinta por la brutalidad de la dictadura, por la ausencia de una estructura de Estado y por el sistema tribal. Queda el cansancio que nos supone acoger el impacto positivo de esta revolución, porque seguimos anclados a categorías sociopolíticas que en Oriente Medio ya no valen: el árabe no es el mundo de las dicotomías de blanco o negro, como Occidente, donde las elecciones políticas son exclusivistas. Más bien es un mundo donde los matices son muy importantes.
¿Se puede hablar de un cambio también en el seno del islam?
No, porque hay muchas formas de islam con elementos generacionales, sociales, culturales, incluso tribales, muy diferentes entre sí. Pero ciertamente el mundo religioso musulmán tendrá que rendir cuentas con lo que está sucediendo porque la revuelta es una pregunta que explota, es un signo evidente de frustración.
¿Cree usted que este cambio de era ha pillado a la comunidad internacional desprevenida?
Absolutamente. Por un lado, porque no ha acompañado estos cambios. Los ha seguido, pero no los ha acompañado. Ni siquiera las grandes potencias. Por otro lado, porque la comunidad internacional va a tientas, no sabe por dónde coger lo que está sucediendo. Pero yo tengo confianza, porque esta “desorientación” es signo de la consecuencia más importante.
¿Cuál?
Que estos cambios nos piden un cambio a nosotros mismos.
En Italia lo han entendido, aunque sólo sea por la llegada de pateras...
Como hombres y como cristianos, se nos pide afrontar la situación, es decir, sobre todo acoger un cambio en el propio ámbito. Y, por tanto, considerar lógicas políticas que se deben valorar con atención.
¿Qué reflejo han tenido los hechos del Magreb en Palestina e Israel?
Desde el punto de vista ordinario, no ha habido consecuencias, al menos todavía. Pero el mundo árabe es muy emotivo y la euforia colectiva ha llegado hasta aquí como una ola. Creo que los dirigentes palestinos no son tan entusiastas como lo es la población... Pero es especialmente Israel quien tiene serios motivos de preocupación: el mundo árabe está dividido en todos los frentes, excepto en el odio hacia Israel.
¿Cuál es la urgencia de la Iglesia y de su misión en este momento?
Nosotros no estamos en Oriente Medio para responder a exigencias inmediatas. Nosotros estamos aquí para custodiar una memoria que siempre es la misma: la memoria de la Encarnación. Esto significa testimoniar, sobre todo en las relaciones, una pasión por el hombre, porque si Dios se ha encarnado en un hombre, el hombre debe ser amado tal como es. Para la Iglesia es lo mismo. Los cristianos deben estar donde están, viviendo la pertenencia a fondo, llevando su contribución, que es la capacidad de perdón y de esperanza en todas las cosas, la apuesta continua sobre la posibilidad real de que el hombre cambie.
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