Ha llegado el enfrentamiento que hasta hace unas semanas parecía el que menos expuesto estaba a sufrir revueltas populares en toda la región. Según van las cosas, el régimen de Gadafi ha llegado a su fin, mientras las protestas se extienden por Trípoli y contagian al ejército y a las instituciones del régimen.
El intento de presentar las movilizaciones de Bengasi como una insurrección separatista no tuvo éxito, y ahora el país está a un paso de la guerra civil. La posibilidad de que las Fuerzas Armadas traten de dar la espalda al régimen del coronel no tiene fundamento alguno, pues ya fueron duramente “purgadas” por intentos semejantes en el pasado. Incluso Europa ha entendido que el silencio ante una matanza como ésta ya no era posible y que había que reaccionar con una condena firme frente a un tirano que además ordena a sus fuerzas aéreas que bombardeen a sus propios ciudadanos.
Ya sea por su fin repentino y violento, ya sea por la naturaleza del régimen político de Gadafi, todo puede suceder en Libia excepto una transición ordenada, y es muy improbable que el fin del régimen del coronel pueda llevar al país a algo que sea siquiera vagamente parecido a un proceso de democratización. Las condiciones en que Gadafi ha mantenido a su pueblo durante más de cuarenta años, engatusándolo con las prebendas de los ingresos petrolíferos y alimentando un nacionalismo xenófobo con tintes de socialismo islámico, son las peores posibles para el desarrollo de una cultura política mínimamente consciente.
Si existe un país en el que hoy es más probable que la deriva del islamismo radical prevalezca, es precisamente Libia, siempre que no se fragmente en una serie de autonomías pseudo-independientes, un grupo de Estados fallidos instalado en las costas meridionales de Europa, donde los secuaces de Al Qaeda podrían campar a sus anchas. Pero si el escenario de un santuario de Al Qaeda en el medio del Mediterráneo no llegara, por fortuna, a realizarse, es más que probable que se convierta en un trampolín para miles y miles de “balseros” árabes y africanos. En definitiva, la amenaza de Gadafi a la Unión Europea podría cumplirse in absentia de quien la pronunció.
Hemos visto lo que ha sucedido en Túnez, donde sí existe una autoridad política y se está intentando desarrollar una transición ordenada. Recordamos también lo que sucedió en el litoral italiano tras la caída del régimen comunista albanés hace justo 20 años. Es fácil imaginar qué podría suceder cuando toda la costa libia esté fuera de control. Esperemos que los gobiernos europeos y la propia Unión sepan comprender la gravedad de un hecho así, y que puedan considerar las consecuencias políticas, que no se pueden resolver con un nuevo crédito financiero, ni mucho menos con polémicas estériles entre gobiernos y comisarios.
Lo que hace falta desesperadamente es una auténtica política europea de inmigración, que no se limite a hacer declaraciones genéricas o a dejar a los Estados costeros abandonados a su suerte, sino que intente hacer frente de verdad al problema de cómo afrontar una cuestión de este tipo, a pesar del riesgo de desafección por parte de la opinión pública y de las autoridades nacionales hacia la idea misma de Unión Europea.
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