El momento actual parece dominado por una lucha entre poderes magnificada por una repercusión mediática que distorsiona los límites y las proporciones de las cosas en el contexto de los problemas reales que tiene nuestro país.
Como afirmó el cardenal Angelo Bagnasco en el último Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal Italiana, estamos asistiendo a una “etapa convulsa en la que se mezclan de forma cada vez más peligrosa la debilidad ética y los movimientos políticos e institucionales, de modo que los poderes no sólo se miran unos a otros con desconfianza sino que se tienden trampas unos a otros, en una dinámica de conflicto que ya dura demasiados años. Se multiplican las noticias sobre comportamientos contrarios al decoro público, se lanzan acusaciones –verdaderas o presuntas- sobre estilos de vida incompatibles con la sobriedad y la corrección, y hay quien se pregunta a qué se debe la ingente cantidad de medidas de investigación”.
Por lo que respecta a la justicia, los magistrados dan en el clavo cuando hablan de la “obligatoriedad de las acciones penales” contra el premier, pero la prioridad debida al bien común debería preocupar más que el hecho de que el castigo asegurado y los tiempos equitativos en los procesos no estén garantizados del mismo modo para todos. Por ejemplo, ¿qué sucede con los morosos responsables del fracaso de muchas empresas (y de la pérdida del puesto de trabajo para sus empleados), que tienen que esperar años para que sus derechos sean reconocidos?
¿Y los que han acabado con la vida de tanta gente por la publicación continuada e impune de noticias privadas, calumniando en las emisiones televisivas o en artículos periodísticos a personas que luego han resultado ser inocentes? ¿Por qué muchas investigaciones parece que van a velocidades diferentes según el color político del imputado? Dejar que tantos recursos humanos y materiales se destinen a unas cuentas investigaciones orientadas políticamente, como el caso Why Not, es como decidir que la sanidad pública se concentre en realizar importantes trasplantes a unas pocas personas, y ser negligente con los demás. Todo en una aparente legalidad, pues lo que sucede es simplemente que se decide abrir un procedimiento en lugar de otro…
Pensar que, como en la Revolución Francesa, es competencia de los jueces expresar la voluntad popular de un país, u olvidarse de que en un referéndum de 1987 la mayoría de los italianos reclamó la responsabilidad civil de los jueces, significa afirmar un sistema injusto. Tal vez por eso un sondeo reciente revela que el 54% de los italianos tiene poca o ninguna confianza en la justicia, y que el 56% considera que los magistrados actúan con fines políticos.
Todo lo anterior no significa fingir que en Italia no está pasando nada en el ámbito de la ética personal de los personajes públicos, que ofrecen una imagen miserable que, más allá de las instrumentalizaciones o posibles delitos que habrá que probar, sigue siendo miserable. Pero es justo recordar que un cierto modo de considerar a la mujer, al amor y a las relaciones sexuales es fruto de una mentalidad que han construido entre todos, tanto el acusado de hoy como los que le acusan: los progresistas que se rasgan las vestiduras y los conservadores que invocan leyes morales que no respetan, hipócritas como los Buddenbrock de Thomas Mann. Ni siquiera los que se oponen a determinadas manifestaciones de degradación humana están libres de culpa si se limitan a oponerse a ellas en nombre de reglas éticas y no muestran la conveniencia humana de un modo de concebir las relaciones entre personas a la altura del verdadero deseo del hombre.
Para salir de esta guerra entre un cierto poder judicial y el poder político, y para aprender a concebir las relaciones de un modo más adecuado a la grandeza del hombre, hace falta volver a mirar la experiencia de aquellas personas, familias, comunidades, cuya vida hace presente una diferencia, donde está vivo el deseo de la belleza como signo de la verdad y el amor es respeto a la sacralidad del otro, como muestran algunas obras literarias (como el Dulce estilo nuevo de Dante, el Miguel Mañara de Milosz o Los novios de Manzoni). Sólo este tipo de experiencias pueden hacer entender lo que dice don Giussani en uno de sus libros: “¿Poseyó más a la mujer de la calle, a la Magdalena, Cristo que la miró un instante mientras pasaba delante de ella o todos los hombres que la habían poseído?”.
Mantener esta búsqueda es el contenido de la educación. No es casual que desde hace unos años se hable de “emergencia educativa”, término utilizado también por el cardenal Bagnasco. Sólo la educación de nosotros mismos (¿quién está libre de pecado?), del pueblo y de los poderosos, en el descubrimiento de los deseos más profundos que experimentamos personalmente y que se sostiene en las agrupaciones sociales, puede abrirnos al deseo del bien común, tanto a nivel del ciudadano de a pie como de los tres poderes, judicial, legislativo y ejecutivo, que pueden así volver a respetarse.
Ante el recrudecimiento de la lucha política, ante la degradación del amor, sólo los testimonios vivos de un sentido cívico renovado, de amor al Misterio que está en el otro, pueden crear una mentalidad y madurar una piedad nueva, como la que hace decir a la ex prostituta Sonia en Crimen y castigo, frente a Raskolnikov, que le acaba de confesar que ha asesinado a una anciana: “Qué pesar debes llevar en el corazón”. Sin escandalizarse ni justificar el error, educarse y educar a un renovado deseo personal y colectivo de bien, de belleza, de justicia, es el único camino hacia el cambio necesario.
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