“Consternación”. Es el término utilizado por el cardenal Angelo Bagnasco para referirse a los hechos que ocupan las primeras páginas de los diarios italianos desde hace días. Es una palabra verdadera. Basta con que nos miremos un momento para notarlo, para sorprender cuál es el primer efecto que causa en nosotros esta avalancha de fango y caos.
Antes que la repulsión por todas las miserias que salen a la luz. Antes que la rebeldía por una batalla política que se libra con investigaciones y procedimientos judiciales, y que está poniendo en peligro el bien común. Incluso antes que la rabia o el dolor por un país que se encuentra empantanado. Antes que todo esto, o mejor, dentro de todo esto, si somos leales el primer golpe tiene efectivamente ese nombre: consternación. O malestar. Por un modo triste de tratar las cosas y las personas, aún más amargo si va acompañado por la ilusión de poderlo todo, incluso escapar al paso del tiempo. Por la mentira de quien espera que “nos cambie la vida” por un sobre lleno de dinero, aunque sea a cambio de uno mismo, o de una de nuestras hijas. Por cómo se usa cualquier cosa para atacar a un adversario que no se consigue derrotar en las urnas. Sexo, dinero y política. “Lujuria, Usura y Poder”, como decía Eliot. En el fondo, es la lucha de siempre. Las tentaciones eternas, para siempre y para todos.
Ciertamente, las investigaciones deben ser claras. Si hay indicios de delito (delito, no pecado), que se investigue, y pronto. Es tan urgente como que cada uno vuelva a su tarea, que políticos, jueces y medios de comunicación vuelvan a ponerse al servicio del bien común –una vocación que en gran medida están dejando de lado- y dejen de “tenderse trampas”, como señalaba el cardenal Bagnasco. Quien añadía que “en una situación como ésta nadie tiene motivos para alegrarse ni para declararse vencedor”.
No perdamos la ocasión para tomar en serio ese impacto inicial, esa turbación. No lo dejemos –ni permitamos que lo hagan otros- reducido a una mera “cuestión moral”, a una incoherencia, a una debilidad humana. Son hechos muy serios, que debemos considerar, pero eso viene después, porque en el fondo sabemos que es muy difícil ponerse en la piel de quien tira la primera piedra. Un instante antes está ese malestar, esa profunda inquietud. La cual, si la tomamos en serio, nos lleva a una pregunta: ¿pero quién nos puede salvar de esto? ¿Quién puede sacarnos de esta forma tan degradante de tratarnos a nosotros mismos y a los demás? ¿Hay algo que pueda llenar la vida más que el sexo, el dinero, el poder o todo aquello a lo que podamos reducir nuestro deseo de felicidad? ¿Alguien capaz de atraernos por completo, porque –por fin- satisface nuestro corazón? ¿Quién puede salvar la humanidad de Berlusconi, de los que tiene alrededor, de los que le atacan? ¿Y la mía? La salvación, la plenitud de lo humano, no vendrá de la política ni de los jueces. ¿De quién, entonces?
Aquí radica el desafío el cristianismo. Aquí, una vez más, Cristo nos provoca hasta el fondo. El Único que tiene la pretensión de responder a nuestra necesidad de felicidad. El Único que puede generar una moral, es decir, salvar lo humano: desafiarlo con una fascinación más potente que todo lo demás y atraerlo hacia Sí, hasta cambiarlo. Porque es el Único que llena el corazón.
Y aquí se entiende también el realismo de los criterios que la Iglesia ha utilizado siempre para juzgar la política y a los políticos: el bien común y la libertas ecclesiae, antes que la coherencia o la inaceptabilidad moral de cada uno. Parece que son criterios que no tienen nada que ver. Sin embargo, van hasta el fondo. Porque si sólo Cristo salva lo humano, salvaguardar Su presencia en la historia –la Iglesia- quiere decir dejarLe espacio en el mundo, aquí y ahora. Quiere decir abrirse a la posibilidad de que los poderosos y las doncellas, los magistrados y los periodistas (también nosotros) encuentren algo por lo que vale la pena vivir, y cambiar.
Esto es lo que le pedimos a la política. No la salvación, sino que deje espacios de libertad a este lugar que salva también a la política, porque hace presente en el mundo algo que no tiene comparación con la Usura, la Lujuria y el Poder. Algo infinitamente más grande. Alguien de verdad.
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