La realidad de este desastre es mucho más dura de lo que aparece en las imágenes de la televisión y de la prensa. La destrucción es tan dramática como si un terremoto hubiera ocurrido en el Valle de Cuiabá, en Petrópolis, Sao José do Vale do Rio Preto, Areal, Teresópolis (Calem, Campo Grande, Pessegueiro Cruzeiro, Santa Rita, Bonsucesso, Vieira) y Nova Friburgo. Más de 750 personas hasta ahora han perdido la vida, muchos son los que no tienen techo y los desplazados, y el medio ambiente quedó destruido.
Los análisis más inmediatos acusan a la ocupación irresponsable de las laderas de los ríos y la falta de planificación urbana para las viviendas de los pobres que viven en lugares en riesgo.
También es evidente el asalto a la naturaleza en los últimos años. Estamos ante el peor desastre ocurrido en la historia de Brasil. Pero estas observaciones no nos consuelan ni nos satisfacen. Es fácil identificar a los culpables del momento y ponerse en paz la conciencia, volviendo a la rutina diaria sin un cambio real.
El drama es más profundo y nos sitúa ante el misterio de nuestra existencia y de nuestra fragilidad, de nuestros límites y del mal. El drama nos sacude, provoca la solidaridad y plantea las preguntas más radicales, que nuestra sociedad a menudo censura.
Durante el desastre todas las iglesias y las capillas en la región quedaron de pie, aun siendo invadidas por el lodo. Se trata de una simple señal de la cruz de Cristo que vive en medio del drama de los hombres, participando en su sufrimiento. En efecto, Jesús entró en el abismo de la muerte haciéndose compañero de todos los que perdieron la vida, abriendo las puertas de la esperanza. Realmente hace falta que alguien entre en el nudo de la muerte y de la vida para sustentar la esperanza, y éste es nuestro Salvador Jesucristo, crucificado y resucitado.
"Ni la muerte ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni presente ni futuro ni potestades, ni alto ni profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro "(Romanos 8,38-39).
Por la noche, en el barro bajo la lluvia, Él no nos abandona. En la herida dolorosa de estos días Él está presente como el bálsamo del amor infinito, que sostiene la disponibilidad para servir, el ímpetu grandioso de solidaridad que ha sido evidente en estos días. Visitando a los supervivientes de esta región es visible su fe que sustenta el dolor y acoge la generosa ayuda de amigos y desconocidos.
Una iglesia, cerca de Sao José do Vale do Rio Preto, fue invadida por el agua que había llegado hasta el sagrario; un joven ministro de la Eucaristía fue nadando, recuperó el Santísimo y, teniéndolo asegurado en una mano, mientras con la otra nadaba, lo llevó a salvo. Junto con la gracia de Dios es necesaria nuestra iniciativa para reconocer al Señor y trabajar en la solidaridad con todos, sin discriminar a nadie, dando un nuevo significado a la vida normal. La tarea de la reconstrucción corresponde a todos nosotros, en colaboración con el Estado y las autoridades públicas para prevenir otros desastres y proveer una planificación urbana responsable.
Pero la herida de los fallecidos, ¿quién la curará? Exactamente esta herida es abrazada por el amor de Cristo que vive en el sagrario como en su cuerpo, que es la Iglesia, y nos enseña a dejarnos provocar por los hechos, para ser solidarios, para anunciar su presencia. Sería triste dejarnos arrastrar por la avalancha de la rutina y pasar la página, tal vez esperando el próximo carnaval. La prueba en estos días nos enseña a reconstruir las ciudades devastadas y volver con un nuevo significado a la vida cotidiana, sobre todo cuando las luces de los medios de comunicación se apaguen.
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