Los que no fueron detenidos, escaparon. Corrían por la calle a decenas en busca de un escondite. La policía los cercó con coches blindados, helicópteros y carros armados: un ejército de ochocientos hombres asedió todos los ángulos e irrumpió en todas las chabolas. Nadie creía ya que las cosas pudieran cambiar, sobre todo allí, en Vila Cruzeiro y en el Morro do Alemão, dos de los barrios de favelas más grandes que se extienden por las colinas de la zona norte de Río de Janeiro. Las fortalezas inaccesibles de los narcotraficantes, fuera del control policial. Allí se desencadenó pocos días antes la guerrilla urbana.
En un fin de semana, la ciudad se vio asediada por los narcos. Coches y autobuses en llamas, comisarías atacadas con metralletas. Con los Mundiales de fútbol de 2014 en el horizonte y un poder excesivo en manos de los jefes de la droga, se abría uno de los mayores problemas de un país que acaba de celebrar las elecciones. Así que el Gobierno aceptó el desafío: en cuatro días ha obligado a los narcos a rendirse.
Entre el jueves y el viernes, la policía se incautó de cientos de armas, cuarenta toneladas de cocaína y se enfrentó a los traficantes: casi treinta de ellos resultaron muertos. Ahora, en los techos de las chavolas ondea la bandera brasileña. Pero la intervención de la policía, si bien ha conseguido encarcelar a cuarenta traficantes, también ha abierto un vacío en el ánimo de los que han sido testigos de esta “victoria”.
“La acción del Gobierno es un signo positivo para todos”, afirma Paola Gaggini, que trabaja desde hace cinco años con AVSI en otro barrio de favelas de Río, el Morro dos Cabritos, mucho más pequeño (7.000 personas) en comparación con los anteriores. “Es signo de un cambio. Y es necesario porque frente a las condiciones que se viven en ciertas zonas, sobre todo frente a la plaga de la droga, se corre el riesgo de propagar la resignación”. Pero la gente, mientras miraba cómo los narcos escapaban por las alcantarillas para que no les detuvieran, se quedaba allí esperando a que alguien abriese fuego. “Es algo que hemos pensado todos”, dice Paola. “Pensamos: de qué sirve meterlos en la cárcel, si saldrán y volverán a vivir así”. En definitiva, es como decir que lo mejor sería que desaparecieran, porque son la causa de demasiados males. “Pero pensar así es como afirmar que no son hombres, que no son personas, y por tanto que merecen morir”.
Frente a las imágenes de los telediarios, Paola y otros amigos de la comunidad de CL de Río se han sorprendido pensando así. En ellos, como en todos, prevalecía un “justo” deseo de paz, de esperanza, de que “finalmente pueda terminar esta terrible sensación de inseguridad”. Por eso escribieron un manifiesto. Cuanto más miraba lo que sucedía, más pensaba “en lo que sucede en la cárcel de Padua”, donde hombres con penas de cadena perpetua han empezado a seguir a Cristo, que ha aferrado sus corazones. “Ya no podía seguir diciendo que era mejor que murieran”, cuenta Paola.
“Pensándolo bien”, dice el manifiesto, “estamos viendo sólo la punta de un problema que es mucho más profundo. Que afecta a miles y miles de personas y que está creciendo cada vez más: jóvenes, padres y madres, trabajadores... gente común que ha perdido el gusto de vivir y que encuentra en la droga un consuelo frente a la dureza y el sacrificio que la vida conlleva”. Éste es el vacío que se había abierto en ellos al ver a aquellos hombres que escapaban como topos: el gusto de vivir. Un peligro más grande que cualquier guerrilla urbana, como dice la frase de Teilhard de Chardin citada en el manifiesto: ‘El mayor peligro que puede temer la humanidad de hoy no es una catástrofe que le venga de fuera, una catástrofe cósmica; no es tampoco el hambre ni la peste, sino esa enfermedad espiritual, la más terrible porque es la más directamente humana de las calamidades: la pérdida del gusto de vivir’”.
Precisamente en los días del caos, Paola, al volver de la favela en que trabaja, se encontró con un chico que durante un tiempo había frecuentado su Centro educativo. Nelson (nombre ficticio) tiene ahora dieciocho años y ella no lo veía desde hacía tiempo: sabía que había acabado en la droga, incluso en la cárcel durante unos meses. Lo había dado por “perdido”. Sin embargo, él le pidió que dieran un paseo, subió al coche y, muy contento, le contó que había empezado a trabajar en un centro de recuperación para chicos con antecedentes penales, le habló de su nueva vida y de las cosas buenas que espera del futuro. Después, al despedirse, le dijo: “Quiero escribir a la familia que me ayuda (mediante el Apoyo a Distancia de AVSI). Estaban muy preocupados por mí, tengo que contarles que he cambiado”. Paola se quedó sin palabras. Tenía delante el juicio más real de todo lo que estaba sucediendo esos días en las calles de Río. “Nelson es la prueba de que para combatir a la violencia hace falta que el corazón sea educado para el bien”.
“Algo”, dice el manifiesto, “por lo que valga la pena vivir, de modo que la vida pueda hacerse más humana, más verdadera, más digna de ser vivida, sin tener que recurrir a momentos de huida”. Como la droga. “Lo mismo que puede cambiar el corazón de un solo hombre puede cambiar el mundo entero”, concluye Paola: “porque el corazón de todos los hombres tiene la misma herida y necesita volver a latir”. Necesita encontrar a alguien que le indique un camino que pueda seguir. Como Dimas, el buen ladrón del que habla el manifiesto: “La irrupción de Cristo en el mundo salvó un día a un ladrón, poco antes de morir, y lo llevó al Paraíso antes que a cualquier otro. Este hecho está presente hoy en la Iglesia”.
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