Delante de la guerrilla urbana que estos días contemplamos en vivo o por televisión y que ha desatado el pánico en toda la población de la ciudad de Río de Janeiro, y delante de la gran operación militar que ha culminado con la reconquista por parte de la policía de Vila Cruzeiro y Morro do Alemão (los lugares más peligrosos del tráfico de droga en Río), queremos entender por qué en nosotros nace la necesidad urgente de hacer un juicio.
Por un lado, estos hechos despiertan en nosotros un deseo de paz, de esperanza. La esperanza de que finalmente pueda terminar la terrible sensación de inseguridad que el narcotráfico provoca en nuestra ciudad. Es algo justo. Por otro lado, nos descubrimos casi con el deseo de ver cómo la policía acaba con todos los bandidos, como si dijéramos: “No son hombres, no son personas, ¡merecen morir!”. Pero, pensándolo bien, lo que estamos viendo es sólo la punta de un problema que es mucho más profundo. Que afecta a miles y miles de personas, y que está creciendo cada vez más: jóvenes, padres y madres, trabajadores... gente común que ha perdido el gusto de vivir y que encuentra en la droga un consuelo frente a la dureza y el sacrificio que la vida conlleva. La victoria de la policía en Morro do Alemão es, seguro, un hecho positivo, pero no debemos pensar que resuelve el problema.
“El mayor peligro que puede temer la humanidad de hoy –afirma Teilhard de Chardin- no es una catástrofe que le venga de fuera, una catástrofe cósmica; no es tampoco el hambre ni la peste, sino esa enfermedad espiritual, la más terrible porque es la más directamente humana de las calamidades: la pérdida del gusto de vivir”.
El ejemplo concreto de ciertos jóvenes educados en guarderías y centros educativos de nuestra ciudad, que han tenido el valor de cambiar de vida incluso después de haber estado implicados en el tráfico de drogas, nos permite empezar a dar un juicio y, por tanto, comenzar un camino: el corazón del hombre necesita ser educado, y eso significa que necesita encontrar a alguien que lo despierte, que lo ayude a latir de nuevo con el deseo que tiene de belleza, de verdad y de justicia, porque así está hecho el corazón de todos los hombres, y debe encontrar en este mundo algo que pueda reconocer como un bien, algo por lo que valga la pena vivir, porque así la vida se hace más humana, más verdadera, más digna de ser vivida, sin tener que recurrir a momentos de huida.
Durante la oración del Angelus del primer domingo de Adviento, el Papa nos ha provocado así: “Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: yo, ¿qué espero? ¿A qué, en este momento de mi vida, está dirigido mi corazón? (...) ¿Qué es lo que esperamos, juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones, qué las acomuna? En el tiempo precedente al nacimiento de Jesús, era fortísima en Israel la espera del Mesías (…). Pero nadie habría nunca imaginado que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María (…). Ni siquiera ella lo habría esperado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que Él pudo encontrar en ella una madre digna”.
En estas palabras del Papa está la respuesta para todos nosotros, que nos vemos provocados por lo que está sucediendo: sólo quien vive en esta gran espera del Salvador puede mirar el Adviento y la Navidad como las grandes respuestas de Dios frente a esta confusión. La venida de Dios al mundo salvó un día a un ladrón, poco antes de morir, y lo llevó al Paraíso antes que a cualquier otro. Este hecho, presente hoy en su Iglesia por medio de aquellos que elige y hace Suyos, puede salvar a cualquier hombre.
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