¡Testigos “invisibles” de una presencia, los parientes de los mineros tragados por la Mina San José trasladaron al desierto su esperanza, su grito de dolor y su nuevo hogar!
El inicio de un inesperado diálogo entre la vida y la esperanza lo inundó lentamente todo: la construcción de un campamento, el diálogo con las autoridades y los rescatistas, la acogida a todos aquellos que llegaban para ayudar desde distintas latitudes… hasta el nombre de un niña que nacía ahí mismo: Esperanza. El escepticismo culposo se batía en retirada.
Y la montaña desde sus entrañas se rindió al trabajo arduo e incesante, al trabajo dedicado a la vida… y… devolvió a borbotones a aquellos 33 hombres que durante 69 días había secuestrado.
Por un momento hemos visto que el norte ilumina Chile, no ya con la riqueza de sus minerales, sino con el valor de la vida: un país entero en vigilia para contemplar el rostro de hombres anónimos y el abrazo a quienes los rescataron. Autoridades, profesionales y familiares de los trabajadores fundidos en el abrazo del rescate. El presidente de Bolivia, estupefacto, explicaba su presencia a los pies de la mina: es un acontecimiento lo que supera la ideología, las diferencias entre los hombres y los países.
Tan cercanos y tan lejanos –países vecinos, empresarios, trabajadores y políticos- convocados a colaborar sin discriminaciones por la esperanza que interroga la vida, por la certeza de una presencia que se vuelve la semilla de un pueblo nuevo, como el Campamento Esperanza.
Toda la catarata de emociones y la farandulización de estos hechos –probablemente inevitables- que no toque la veta de lo acontecido, se pierde la promesa del desierto de Copiapó.
Nosotros nos sentimos convocados a seguir mirando el ideal que ha plasmado estos hechos –para ser rescatados cada día- y a continuar este diálogo, para que toque a cada hombre y comunidad de nuestro país: estamos bien los 33, los 34… para que no “falte nadie a la mesa”, como ha dicho últimamente la Iglesia.
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