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“La creación está en las cosas, en cada instante”

Marco Bersanelli
13/09/2010

La ciencia nos cuenta una historia maravillosa, nos narra cómo va cambiando la semblanza del mundo físico, desde las partículas más pequeñas hasta las galaxias. Por ejemplo, cuando escrutamos con el satélite Planck la profundidad del universo, al recoger la primera luz que se liberó hace 13.700 millones de años en un estado de gran temperatura y densidad, asistimos literalmente en directo al inicio del tiempo. Los progresos de la física han aclarado muchos factores de la prodigiosa historia del universo y al mismo tiempo han abierto nuevos desafíos que, en el futuro, nos podrían llevar a cambiar profundamente nuestra concepción cosmológica actual. Pero, a pesar de las recientes afirmaciones de mi colega Stephen Hawking, no hay un descubrimiento científico que pueda acallar por completo la vertiginosa pregunta sobre la creación: en último término, ¿de dónde viene todo esto?
En miles de millones de años el universo ha pasado de un estado de máxima simplicidad a una complicación impensable, donde la complejidad y la vida han ocupado su lugar hasta tomar conciencia. Algunos científicos, preocupados tal vez por evitar cualquier atisbo de respuesta, proponen que la extraordinaria predisposición del universo a la vida es fruto de la pura selección. A ellos se une también Hawking con su último libro divulgativo anunciado a bombo y platillo en las últimas semanas en todos los medios de comunicación del mundo y en el que postula la existencia de una multitud de universos, diferentes e inaccesibles, cuyas propiedades básicas (leyes físicas, valor de las constantes, dimensiones espacio-temporales…) asumen todos los valores posibles, distintos de los que tenemos “aquí abajo”, en nuestro universo. Un cosmos adaptado a la vida simplemente porque, entre los innumerables universos (que juntos constituirían el llamado “multiverso”), no podríamos encontrar otro que fuera compatible con ella, de modo que no haría falta una elección previa por parte de un creador.
A decir verdad, la idea no es nada original, pues ya la planteó en 1895 el filósofo William James, y desde entonces se ha reciclado varias veces con diversas versiones en el ámbito cosmológico. Pero desde el punto de vista científico, esta visión padece una grave enfermedad: no se puede verificar ni demostrar su falsedad, pues las demás regiones del “multiverso” están por definición separadas de la nuestra. Lo cual hace que esta idea esté más cerca de una opción metafísica que de una teoría científica, y como tal se debería presentar –independientemente de la firma del autor- y comparar con otras visiones metafísicas.
Admitamos por un momento, dando crédito a la fantasía, que mañana podamos encontrar nuevas vías que nos permitan hablar con sensatez científica de una realidad física que excede lo que hoy llamamos “universo”, ¡sería muy interesante! Pero en ese caso sólo habríamos movido un poco más allá el horizonte, igual que cuando Bessel midió en 1838 por primera vez la distancia que nos separaba de una estrella, o cuando Hubble mostró en 1922 que el universo no se limita a nuestra galaxia, sino que es un océano de miles de millones de galaxias. Entonces el universo sería todavía más vasto de lo que creemos, pero la pregunta fundamental quedaría intacta: en último término, ¿de dónde viene todo esto?
“El universo se ha creado a sí mismo de la nada, no necesita un creador”, responde Hawking, en una afirmación cargada de autoridad científica por venir de quien viene. Pero entonces, ¿qué es esta “nada” de la que todo habría podido comenzar? Hawking responde que es el “vacío” cuántico primordial en el que una fluctuación puede originar una partícula y a partir de ahí, llegar a realidades físicas más complejas. Pero el “vacío” de los físicos es radicalmente distinto de la “nada” de filósofos y teólogos. Es más, si las cosas fueran realmente así, ese “vacío” inicial terminaría por ser justo lo contrario a la “nada”: sería la realidad física más “llena” que se pueda imaginar, la semilla de la que nace y florece el universo.
De modo que renace la pregunta inevitable: este “vacío” primordial, ¿de dónde viene? Y las leyes de la física que actúan así, ¿quién las ha inventado? Aunque hubiera multitud de universos con diferentes leyes, ¿de dónde vendría la meta-ley, tan bien diseñada para generar todo esto? La exigencia de explicación de la razón humana no se detiene, ninguna “teoría del todo” podrá saciar el deseo de ir más allá. Y hay una pregunta más, una última y acuciante pregunta: ¿por qué? Es la misma pregunta que hace un niño. El filósofo diría: “¿Por qué el ser y no la nada?”. El poeta: “¿Por qué todo esto?”. ¿Por qué las flores, para qué sirve el universo? ¿Por qué nosotros, en esta inmensidad, podemos ser capaces de comprender la realidad? ¿Por qué esta belleza del mundo que la ciencia nos permite contemplar cada vez con más profundidad? ¿Por qué el dolor, por qué nuestro deseo infinito, nuestra ansia por conocer y ser felices? Es una exigencia abismal, ante la cual la ciencia ni siquiera puede balbucear una respuesta. ¿De dónde proviene el ser de las cosas ahora? La evidencia de la creación no remite en primer lugar al pasado sino a la sorpresa porque las cosas son en cada instante, ahora. Yo no me hago a mí mismo, cada cosa podría decir también: “Yo no me hago a mí mismo”.
Aquel momento dramático de hace 13.700 millones de años, cuando tiempo y espacio comenzaron, es un signo grandioso de la contingencia del universo, pero la creación no se limita a aquel hecho remoto sino que es el acto misterioso que de la nada hace en cada instante a cada estrella, cada flor, cada niño del universo.

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