La idea inicial era partir del “producto acabado” (que los niños acogidos contaran su historia cuando ya son mayores), mostrar “las ramas” y luego bajar hasta la raíz para finalmente bucear entre quienes han tomado, y siguen tomando, esta elección: las madres y los padres.
Luego, peregrinando de una familia a otra, siempre encontraba algo que echaba por tierra el proyecto así concebido. Más tarde, en Módena, en una noche clara de invierno, mientras saludaba desde la autopista a un amigo al pasar junto a sus restos mortales, él –como padre y cirujano que era- me iluminó, me hizo darme cuenta de que lo que mi proyecto no podía consistir en reunir piezas aisladas de un mosaico genealógico (hijos / padres / otros padres / pareja / todos juntos), sino que ya estaba todo unido desde el principio, los mosaicos ya me los encontraba hechos desde que ponía el pie en cada casa.
Ésa se convirtió entonces en la idea visual y narrativa del documental: hacer una inmersión en esa unidad. Familias enteras que nos permiten entrar en sus historias normales, en sus coches normales, en sus cocinas normales, en sus ojos normales. Y a partir de aquí, una cascada. Mi hermana mayor, Flannery O’Connor, que durante años me cuidó y se encargó de reconstruir mi alma y mi mirada, resecas por la enfermedad, me repetía una y otra vez que es la materia la que te dicta las reglas para realizar la obra, que el acto creativo consiste sobre todo en obedecer a lo que tienes delante. Así que me lancé y, aun maldiciendo los límites establecidos, tanto subjetivos (yo mismo) como objetivos (presupuesto y plazo), salió un documental que se sumerge en lo que encuentra y, de lo más profundo, saca los mayores tesoros. Hace feliz a quien lo ve y ofrece una recompensa.
Pero yo, ¿qué buscaba para mí?
No quería alardear de leyendas escritas o verbales. (Flannery siempre me decía que Henry James odiaba, con razón, a quien manipula demasiado la materia, porque entonces cae en el pecado supremo y repugnante de creerse el “capitán del barco” y pierde el contacto con el Misterio, que llamea perenne dentro de ella. Además, tiene que pagar un coste altísimo: el aburrimiento). Tenía mis razones, urgentes y antiguas, para querer tocar, o por lo menos oler, la materia de la que estamos hechos: ¿qué sería aquella arcilla que un buen día Dios tomó de la nada para modelar algo tan asombroso como nosotros? ¿Qué fuerza tendría esa materia para mantenernos unidos e impedir que nos rompamos en pedazos al movernos? Esa materia tiene la fuerza intratable, intolerante e interminable de la necesidad, no de “ser alguien”, como todos los días nos dice el mundo moderno desde la mañana a la noche, sino la necesidad de “ser de alguien”. Porque ni se lucha ni se sufre ni se batalla tanto cada día si no es para encontrar a uno que te diga: “tú eres mío, eres mío para siempre”. Sólo cuando descubres que eres de alguien (¡por fin!, ¡qué alegría!, ¡qué fiesta!) empiezas tú a ser alguien. Encontrar a uno que sólo quiere tu bien –algo rarísimo- te transforma en una central nuclear que no se apaga nunca. (Otra cosa es nuestra estúpida resistencia, que nos hace huir hasta de un amor así).
¿Pero qué pasa cuando se acepta este amor y se ama sin condiciones, sin trucos, sin censura? ¿Qué sucede entre nuestro ADN y el de la persona amante y amada? Entonces sucede algo imposible y grandioso: se unen, y ya no se separan nunca. Un amor que quiere ser total, si está unido con el amado, es también para el mundo entero. Aceptar ser uno es una acción-reacción irreversible, es una relación de estímulo-respuesta entre lo divino y lo humano, no sólo puede ser el amor de Dios, un Dios que decide dejar morir a su Hijo como un perro apestoso sólo porque ve que soy perfectamente incapaz de amar e infinitamente capaz de odiar; y al encarnarse, adquiere una condición que no tiene marcha atrás: “¿Y qué debo decir: Padre, líbrame de esta hora? ¡Si para eso he llegado a esta hora!” (Jn 12, 27). Un amor así tiene lugar delante de nuestros ojos, raramente sí, pero lo podemos encontrar en cualquier parte: entre hombre y mujer, entre padres e hijos, entre dos amigos, entre el corazón y el mundo (pero la gratuidad del amor la inventó Dios, él inventó la palabra que le da nombre, la caridad, Él tiene el copyright de esta forma perfecta del amor, la única forma de amor, y sólo Él la hace posible).
Aunque después, por vileza o pereza, por maldad o mutismo, podamos llegar a negar, olvidar, incluso odiar esa unidad, esas moléculas nuevas nunca desaparecerán. Si se separan, habrá caos. Si hombre y mujer no hacen nada para hacer frente a la guerra que por naturaleza se desencadena siempre entre el hombre y la mujer (y en cualquiera: de otro modo, nadie se habría molestado en fundar nada menos que la Iglesia y los sacramentos al respecto); si hombre y mujer siendo uno vuelven a ser dos (sin entrar a diferenciar entre guerra de baja o alta intensidad: ya sea separados dentro de casa por un mutismo recíproco, o alejados por un odio conspirador, o bien divorciados por un grito cómplice y vacío; todos náufragos, marcados desgraciadamente por la misma oscuridad que desborda y ahoga el corazón de una mujer que llega a arrancarse el hijo que lleva dentro. Aunque después de salvar a su hijo, es para ella para quien Dios se hace carne muerta y resucitada, es a ella a quien Dios ama y espera. Si no lo hace Él, ¿quién lo hará?); si hombre y mujer se entregan al odio, desencadenan una explosión nuclear peor que la de Hiroshima, que exterminará a miles de personas, harán inhabitable la tierra en kilómetros a la redonda, y durante siglos harán más difícil la vida, para ellos y para el mundo. Se quedarán sin rostro.
Mamma Giusy cuenta un episodio de su experiencia de unión. Después de una acogida de pocos meses, sufrió mucho por la separación, así que en la siguiente acogida decidió no vincularse demasiado con la nueva niña. Se prometió a sí misma convertirse en un papá cariñoso, pero no en una madre. Sin embargo, no habían pasado ni tres meses y ya la llevaba en el corazón. “¿Por qué entras? Es como si entrara en su corazón, y ella en el mío”. No sabe explicar por qué sucedió así, pero lo dice con la misma cara de una mujer que descubre que está embarazada: la misma expresión de felicidad, de sorpresa, con el deseo tembloroso de que esa vida sea feliz siempre, aunque nadie más que Dios puede imaginar cómo. Es pura y simplemente la fisiolofía de los padres y madres, no por la vía de la carne y de la sangre sino por la del corazón (la carne y la sangre nunca son suficientes, y eso que nosotros somos y tenemos sólo un cuerpo). Embarazada o no: es tuyo, un trozo de ti, pero no lo diriges tú, no lo controlas tú. Y con el tiempo y con lealtad, descubres que ni siquiera lo tuyo es tuyo, tampoco lo diriges tú, ni lo controlas.
Entonces, mi yo, si no es mío, ¿de quién es?
Cuando amas, hay algo que pasa a ocupar el centro de tu vida y ahí descubres al verdadero Rey, “más yo que yo mismo” (San Agustín). Descubres que el verdadero protagonista eres tú, no tu ego (la diferencia es abismal), y que ser “un solo corazón y una sola alma” es la única manera de relacionarse con cualquiera, con todo, incluso contigo mismo. Entonces uno puede abrazar el mundo entero sin miedo porque la experiencia de ser amado ensancha el corazón, y alarga los brazos. Todo se hace tuyo para siempre. Pero no hay que cantar victoria, porque el otro, antes de estar dentro de ti, también estaba y sigue estando fuera (y si por vileza o pereza, por maldad o mutismo, lo olvidas, el otro, antes o después, lo recordará, y lo hará de forma más o menos explosiva).
Pero hablar de la “fisiología” de los padres y madres no lo es todo. Éste es sólo un término que resulta útil para explicar “cómo se hace” la acogida, pero no dice nada de “cómo vive y crece”. Delante de hechos ya cumplidos, nos toca a nosotros la tarea de aceptar o no el vínculo que supone y todas sus consecuencias: primero las estéticas-ontológicas, y después las morales, pues la ética nace de la Belleza que te sale al encuentro y te ama. Las historias de familias normales testimonian la posibilidad del “yes, we can” sin necesidad de llegar a ser santos, ni héroes, ni navegantes, ni poetas, ni profetas, ni presidentes de los Estados Unidos de América.
N.B.: Cuando sucede, el bien es indestructible e irrevocable (a diferencia de lo que sucede con el mal). Por eso siempre es posible reconocerlo: tiene el teléfono siempre encendido, la puerta abierta, la comida preparada, es Amor. Es celoso, muy celoso, odia que se le confunda con otra cosa, odia el plural y la minúscula (los “amores” no existen y mucho menos el tan celebrado “amor”, una mezcla de miedos, fiebres y luchas que se ofrece como sucedáneo), odia los ídolos y fetiches mudos, las coartadas y las excusas perpetuas. Por el contrario, el Amor es singular, nos tiene a la espera, lo pide todo y lo toma todo. Y cuando llega, cualquiera lo puede reconocer, hasta quien nunca lo ha visto: “¡Es Él!”, dirá enseguida, en cuanto lo tenga delante. Y ya no hay miedo, porque el Amor vuelve siempre. Con su rostro “inconfundible”, con mayúscula.
El documental “Mi casa es tu casa. Rostros y momentos del mundo de la acogida” se presentará en el Meeting de Rimini el miércoles 25 de agosto a las 19 horas. Con Emmanuel Exitu, el director del film, y Marco Mazzi, presidente de Familias para la Acogida.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón