No hay dilema posible. Las dos centrales sindicales mayoritarias, UGT y CCOO, se han retratado de cuerpo entero. Una huelga es una cosa muy seria y siempre plantea la duda sobre la proporcionalidad de la protesta respecto a los objetivos que se pretenden alcanzar. Hasta ayer podía haber alguna duda. Una huelga general siempre es política.
La segunda huelga general convocada en la democracia, la del 88 contra Felipe González, provocó la retirada del abaratamiento del despido. La quinta, la de de 2002 contra Aznar, consiguió que los salarios de tramitación se siguieran pagando, y lo que es más importante, un desgaste sustancial del Gobierno del PP. Hasta que conocimos la fecha de la convocatoria alguien podía preguntarse si, a pesar de todo, se podía secundar a UGT y CCOO. No para apoyar sus propósitos sino para erosionar a un Gobierno que corrige tarde y mal esos desmanes que han obligado a Bruselas a pedirnos este mismo martes un nuevo recorte, que han provocado que la Merkel nos esté invitando a usar el Fondo de Rescate o que le exigen al Tesoro pagar un 44 por ciento más caras las letras para conseguir colocarlas.
Pero CCOO y UGT no han anunciado una Huelga General, han puesto en cartel un sainete. La huelga de las centrales mayoritarias se va a celebrar el 29 de septiembre, tres meses y medio después de que el Gobierno apruebe la reforma laboral. Y el destinatario no es Zapatero. La convocatoria coincide con la de la Confederación de Sindicatos Europeos, que llama al paro para protestar de forma genérica contra los recortes y el capitalismo egoísta que nos ha llevado a esta crisis. Dicho de otro modo, UGT y CCOO le hacen el penúltimo favor a Zapatero, que siempre ha defendido que la crisis era global y que su política de ajuste era similar a la de toda Europa. La huelga del 29 de septiembre se convierte así en un pliego de descargos a favor del presidente del Gobierno.
Pero la maniobra es demasiado evidente para que no signifique el comienzo del ocaso sindical. Desde hace años la legitimidad institucional de UGT y CCOO ha sido ficticia, no se ha basado en su aceptación social sino en un sistema de representación de los trabajadores ideológico, en una estructura de la negociación colectiva antigua y en una desproporcionada inyección de subvenciones. Hasta este momento se había tolerado este evidente desnivel entre la legitimidad real y la legitimidad institucional. La reforma laboral que aprueba el Gobierno reduce en algo su capacidad de influencia al permitir a una empresa descolgarse de la férrea negociación colectiva por medio de un árbitro. Pero sus poderes teóricos permanecen intactos.
Lo que va a cambiar desde este martes va a ser su reputación. A muchos se les han abierto los ojos. Esta crisis, como todo fracaso, nos está obligando a todos a ensanchar la mirada. Y de pronto vemos cosas que hasta ahora no veíamos. Prueba de ello es el fracaso de huelga de funcionarios. Muchos se dan cuenta de que sobran estructuras del pasado y falta protagonismo de la sociedad real, la que sufre, trabaja y construye.
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