Una comunidad de fiesta ante un chocolate caliente, la «alegría profunda» de no sentirse aislado, y la vida de todos los días «que se convierte en una aventura». Tres fieles de confesiones distintas hablan de la Navidad a partir de nuestro Cartel de este año. Desde la conciencia de que sólo «Cristo mismo» genera la unidad
JOHN MILBANK
Teólogo y profesor en la Universidad de Nottingham. Anglicano.
Dios se hace niño. El infinitamente grande se ha convertido en el último, en el más pequeño. Es un hecho que me conmueve hasta las lágrimas: Dios nos habló para que pudiéramos comprender quién es. Y se manifestó en la absoluta vulnerabilidad e inocencia de un niño, comunicándonos su más íntima imagen: un rostro humano. Con su nacimiento en una gruta, Cristo ha querido salvar cualquier circunstancia. Paradójicamente, sólo descubrimos verdaderamente la humanidad si nos encontramos con lo divino. Cristo es la verdadera encarnación de la razón. Por eso la fe puede entrar en todos los aspectos de la existencia, como subraya nuestro movimiento anglicano «Radical Orthodoxy».
Los hombres han querido expulsarla de su vida diaria, por ello el entonces cardenal Ratzinger se preguntaba: «¿Puede la fe seguir triunfando hoy en día?». Muchos la perciben como algo extraño: su orgullo les impide creer en el nacimiento de ese niño. No pueden aceptar que la verdadera naturaleza de Dios sea la humildad. Como los sabios y entendidos de los que habla la Escritura, que no comprenden. Sin embargo, creo que la fe consigue abrir brecha justamente por ese «anhelo y nostalgia inextinguible del infinito»: nadie vive sin afirmar algo más allá de la materia. El rechazo de Cristo significa la derrota total del humanismo. Los resultados saltan a la vista: una sociedad que está en contra de la vida, a favor de la eutanasia...
En esta cultura secularizada, los cristianos nos damos cuenta que lo que nos une es más profundo que las diferencias de confesión: no es un conjunto de reglas o de valores, sino Cristo mismo, en su humanidad concreta. Y don Giussani da en el clavo: «¿Cómo puede uno, en nombre de un discurso, aceptarse y aceptar a los demás?... Si Cristo no es una presencia ahora –¡ahora!–, no puedo amarme, no puedo amarte a ti, ahora». De esta forma, no podremos aceptarnos entre católicos y anglicanos si nos quedamos en las cuestiones formales: para conseguir la unidad no bastan comités o documentos, hace falta que cada uno de un paso hacia el otro. Hace poco estuve en Montreal, y allí me dijo un sacerdote en la catedral católica: «Si reconocemos la presencia de Cristo, vivimos ya una comunión». Me embargó una alegría profunda: sentí que no estaba aislado. Antes que a nivel institucional, debemos caminar como individuos. Seguros de lo que dice don Giussani: la presencia de Cristo está a nuestro lado. Él es quien nos une.
JUAN MANUEL de Prada
Escritor, autor de ensayos y novelas. Católico
Pasaré las Navidades en Zamora, la pequeña ciudad de Castilla en la que nací. Allí el párroco, después de la Vigilia Pascual o de la Misa del Gallo, invita siempre a todos a tomar un chocolate con churros. Es como decir: no podemos seguir siendo desconocidos, celebremos esta fiesta juntos. Dios nace para nosotros, no sólo para mí. En un mundo en el que las familias están a la deriva y las personas se conciben aisladas, encontrar una comunidad es lo que más impresiona y fascina. Esto es la Navidad: Dios irrumpe en la historia para estar presente en nuestra vida.
Es un hecho sencillo, lo reconoce hasta un niño. Una verdad que nuestra época trata de contaminar, vaciando estas fiestas de sentido. Se come, se bebe, se trasnocha, se hace ruido... pero, si en el centro ya no está Cristo, la fiesta se transforma en una pantomima en la que se trata de reemplazar la comunión entre las personas por una diversión artificial y frenética. Una especie de histrionismo trágico. Lo había comprendido muy bien Chesterton, cuando decía: «Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural». Entonces tenemos que disfrazar la realidad de regocijo; se trata de un decorado para ocultar la desesperación y la angustia, la indiferencia y el cinismo del que habla Giussani. Porque nuestra sociedad busca la felicidad como si fuese una fórmula química, una especie de morfina: la tomas y obtienes una sensación de bienestar. Pero el hombre no es sólo una cadena de moléculas, está hecho para la felicidad plena. Una vez que el hombre ha excluido a Dios del horizonte de su existencia, se convierte en un ser amputado, como un manco o un cojo. Y esta ausencia se siente y por eso tratamos de anestesiarla con los placeres más diversos. Pero, por suerte, esta desazón no desaparece: es el único modo que tiene el hombre de hoy de no ceder a la falsificación de la fiesta sin Dios.
El cinismo impide amar a la persona con la que me encuentro, al prójimo: «¿Cómo puede uno, en nombre de un discurso, aceptarse y aceptar a los demás?». Cuesta más trabajo abrazar a la persona concreta que sufre: es mejor amar al que está lejos, tal vez en nombre del humanitarismo... Este amor desencarnado es justamente lo opuesto a la Navidad. ¿De dónde volver a partir? De ese «inextinguible anhelo y nostalgia de lo infinito» que menciona Ratzinger. Aquel que ha rechazado a Dios y es leal, no puede dejar de sentir que está amputado. Para mí la mejor manera de dar testimonio de la Navidad es provocar en los que encuentro esta nostalgia, decir: «Lo que piensas que has perdido está aquí». Está presente y genera la unidad entre los cristianos. Esto es lo que desea el hombre de hoy: tocar con la mano una fe encarnada en una comunidad que celebra el nacimiento del Señor. Tal vez delante de un chocolate con churros.
TAT’JANA Kasatkina
Investigadora rusa, miembro de la Academia rusa de las Ciencias. Ortodoxa.
Dios nace como un niño, totalmente indefenso y abandonado, porque nadie le da posada. Nace en una gruta, en el vientre de la tierra: la tierra misma se convierte en madre de Dios, y este nacimiento representa un acto cósmico. De esta forma, Jesucristo transforma cada cosa: el hecho más miserable de la vida adquiere grandeza y dignidad. Como decía el metropolita Antonij de Surož, la Navidad testimonia que Dios asume sobre sí todas nuestras caídas: nos hizo libres, pero no carga sobre nuestras espaldas las consecuencias de esa libertad herida.
Sólo Él puede responder al «anhelo y nostalgia inextinguibles» del hombre. Ratzinger habla de ello con gran lucidez: «¿Puede la fe seguir triunfando hoy en día?». Estoy segura de que sí, porque sólo este acontecimiento que implica la razón puede hacer del mundo algo suficientemente profundo para nosotros. Es lo que se preguntaba un personaje de Dostoievski: «Un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, creer verdaderamente en la divinidad de Jesucristo, el hijo de Dios?». No un hombre de nuestros días, sino un hombre culto de nuestros días. Uno que se nutre de la “media ciencia” de la que habla Dostoievski, esa ciencia que ofrece una respuesta rápida a las cuestiones eternas del hombre: esa respuesta parece resolverlo todo, pero en realidad se desmorona enseguida y se torna motivo de desesperación.
Cristo es nuestra naturaleza profunda, Su rostro resplandece en los ojos que nos miran con amor. Lo dice bien Giussani: «Si Cristo no es una presencia ahora –¡ahora!–, no puedo amarme, no puedo amarte a ti, ahora». Sólo nos quedaría el amor a nuestra imagen finita: qué aburrimiento... En cambio, si Él está presente, nosotros y los demás somos irreductibles. Es más, conocer al otro significa conocer a Dios. Y la vida diaria se convierte en una aventura.
Con Él nos encontramos al encontrarnos con otro hombre. Debemos aprender a reconocerle, como sugiere un relato de Dostoievski: El niño junto a Jesús. Está ambientado en un subterráneo gélido, en el que se despierta un niño la víspera de Navidad por la mañana. Dostoievski nos muestra una especie de pesebre devastado, como para decir: debemos ver a ese Niño en todos los niños que nacen en los subterráneos de este mundo. Y a aquella Madre en todas las madres que sufren. Sobre la tierra hay muchos pesebres, a los que los cristianos deberíamos llevar la Navidad.
Me gusta mucho este himno de la Liturgia ortodoxa: «Tu nacimiento, Señor, ha hecho resplandecer sobre el mundo la luz del conocimiento: en él han sido instruidos por la Estrella aquellos que servían a las estrellas...». Este es el sentido de la Navidad: lo que antes era un ídolo, una sustitución del verdadero Dios, es ahora el camino para llegar a Él. Como los astros para los Reyes. Todo el mundo, incluso en su parte más diminuta, refleja el rostro de Cristo. Por eso nunca seremos abandonados...
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