Un juicio sobre la Carta del Papa a los católicos de Irlanda
Sería necesario reflexionar debidamente sobre las razones que han llevado a Benedicto XVI a escribir su Carta a los católicos de Irlanda. Y se podría hacer a partir de los hechos, los números y los datos que –bien leídos– hablan de una realidad mucho más limitada de cuanto se desprende de la agresiva campaña mediática. O bien hacerlo desde las contradicciones de quienes, en los mismos periódicos, denuncian con razón ciertas atrocidades y, páginas después, justifican cualquier cosa, especialmente en materia de sexo. Se podría, y sin duda serviría para comprender mejor la situación de una Iglesia realmente atacada, más allá de sus errores. Pero el gesto humilde y valiente del Papa ha llevado todo más allá, hasta el corazón del problema.
Ciertamente la herida existe. Y es tan grave que hizo pronunciar palabras terribles a Cristo («El que escandalizare a uno de estos pequeños que creen en Mí, más le valdría que le atasen una piedra de molino al cuello y lo echasen al fondo del abismo (Mt. 18, 6)») y a sus vicarios.
Hay suciedad en la Iglesia. Lo dijo alto y claro el mismo Joseph Ratzinger en el Vía Crucis de hace cinco años, poco antes de ser Papa. Y nunca ha dejado de recordarlo, con realismo. Hay pecado, también grave. Hay mal, y ese abismo de dolor que el mal conlleva. Y es necesario hacer todo lo posible –incluso con dureza– por detener ese mal y reparar ese dolor. El Papa lo está haciendo ya, y su Carta insiste en ello con fuerza, cuando pide a los culpables responder «ante Dios omnipotente, así como ante los tribunales».
Pero, precisamente por estas razones, el verdadero corazón del problema, el focus olvidado, es otro. Junto a todos los límites y dentro de la humanidad herida de la Iglesia, ¿existe o no algo más grande que el pecado? ¿Radicalmente más grande que el pecado? ¿Hay algo que pueda romper la cadena inexorable de nuestro mal? ¿Algo que, como escribe el Pontífice, «tiene el poder de perdonar hasta el más grave pecado y de obtener un bien incluso del más terrible de los males»?
«Ésta es la cuestión: Dios se ha conmovido por nuestra nada», recordaba don Giussani en la frase utilizada en el Cartel de Pascua de CL: «No sólo eso, Dios se ha conmovido por nuestra traición, por nuestra tosca pobreza, olvidadiza y traidora, por nuestra mezquindad. Es una compasión, una piedad, una pasión. Ha tenido piedad de mí».
Esto es lo que la Iglesia ofrece al mundo, y no, ciertamente, por mérito propio, talento y, menos aún, por coherencia de sus miembros: la conmoción de Dios por nuestra mezquindad. Algo más grande que nuestros límites. Lo único que es infinitamente más grande que nuestros límites. Si no se parte de esto, no se entiende nada de lo humano. Todo enloquece, literalmente.
También nosotros a menudo esquivamos esta conmoción, la evitamos. A veces en la misma Iglesia se reduce la fe a una ética y la moralidad a un intento imposible y solitario de cumplir las leyes, como si la necesidad de ese abrazo fuera algo de lo que avergonzarse. Pero si olvidamos a Cristo, si apartamos la medida radicalmente distinta que Él introduce hoy en el mundo, a través de la Iglesia, ya no nos quedan elementos para comprender y juzgar a la propia Iglesia.
Entonces es fácil confundir la atención a las víctimas y el respeto a su historia con un silencio connivente, o confundir la prudencia hacia los culpables reales o presuntos –acusados tal vez en base a rumores que surgieron después de décadas– con el deseo de «encubrir» (que, evidentemente, a veces existe). Se hace casi inevitable hablar neciamente de celibato sin acercase ni de lejos al valor real de la virginidad. Y se hace imposible comprender por qué la Iglesia puede ser dura y materna, al mismo tiempo, con los sacerdotes que yerran. Puede castigarlos con severidad y pedirles que cumplan su pena y reparen el mal (ya lo ha hecho, no sólo ahora; y lo hará, siempre), pero sin romper –si es posible– el hilo que le une a ellos porque es lo único que puede redimirlos. Puede pedir a sus hijos «sed perfectos como vuestro Padre celestial», sin exigir una “impecabilidad imposible” sino reclamando una tensión para vivir la misma misericordia con la que Dios nos abraza («sed misericordiosos como vuestro Padre que está en los cielos»).
Justo por esto puede educar la Iglesia. Y es, en el fondo, lo que le reprochan los que la están acusando («¿Veis cómo yerran los curas, y de qué modo tan horrible? ¿Cómo les vamos a confiar a nuestros hijos?»). Como si su ser maestra dependiera totalmente de la coherencia de sus hijos, y no de Él. De Jesucristo. De la Presencia que –en medio de todos los errores y horrores cometidos– trae al mundo un abrazo como el del Hijo pródigo pintado por Chagall que reproducimos en nuestro Cartel de Pascua. Allí, junto a la frase de Giussani, hay otra de Benedicto XVI: «Convertirse a Cristo significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, nuestra exigencia de su perdón».
He aquí el abrazo de Cristo, dentro de nuestra humanidad herida e indigente, y más fuerte que el mal que podamos cometer. Si la Iglesia –con todas sus limitaciones– no pudiese ofrecer este abrazo al mundo, incluso a las víctimas de esta barbarie, entonces sí que estaríamos perdidos. Porque el mal seguiría ahí, pero sería imposible vencerlo.
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