La intervención del diputado Eugenio Nasarre en la presentación de la 31ª edición del Meeting de Rímini, el pasado lunes 15 de febrero en Madrid.
Los mítines de Rímini se han convertido en el acontecimiento cultural más relevante en el espacio público europeo. Digo europeo, porque a lo largo de sus treinta años de existencia el Meeting de Rimini no sólo se ha conquistado un lugar al sol en la vida pública italiana desde hace ya tiempo, sino porque no creo que pueda encontrarse otro acontecimiento de este tipo comparable en el panorama europeo. Y no me refiero sólo al ámbito específicamente cristiano.
¿A qué obedece el éxito del Meeting de Rímini? ¿Qué aporta en el actual panorama de desconcierto, perplejidad y desasosiego en que vive nuestro continente? Perdónenme que utilice la palabra éxito. Sé que es una palabra ambigua, que tiene un inevitable regusto comercial: éxito de ventas, éxito de público... No se trata tanto de esto sino de reconocer que una idea nacida para provocar una presencia fuerte en una sociedad dominada por las creencias débiles ha dado lugar a una realidad sorprendente.
La idea con que nació era cabalmente una provocación. Rímini, uno de los lugares emblemáticos del veraneo italiano, a orillas del Mediterráneo y puerta también del veraneo centroeuropeo que busca el sol en el Adriático, se convertía en plena temporada estival en un lugar de encuentro de mucha gente venida de cerca y de lejos con el fin de expresar la presencia de un "pueblo" en la historia.
Les confieso ser un lector devoto de Alessandro Manzoni. A él le debo no sólo, y además disfrutando, introducirme en los vericuetos y bellezas de la lengua italiana, sino iluminarme sobre el verdadero sentido de la historia.
El Meeting de Rímini responde, de alguna manera, a la idea manzoniana de la Historia. Ésta es que la historia no la construyen los poderosos, los prepotentes, los "don rodrigos", los que poseen los instrumentos de dominio en cada época. Hay otra historia verdadera, que es la del pueblo (la de los humildes, decía Manzoni), la de las personas con carne y hueso, como Renzo y Lucia, que viven los avatares y sinsabores de su tiempo, y en medio de ellos construyen sus vidas, ejerciendo la libertad, la libertad de esposarse, de comprometerse para toda la vida, incluso contra los poderosos, y así hacen la verdadera historia.
Este pueblo necesita hacerse presente, encontrarse en la plaza pública, en el ágora, por ejemplo en Rímini, en medio también de los poderosos y de los indiferentes, no para proporcionar un espectáculo sino para mostrar el otro rostro de la historia.
Así surgieron y crecieron los mítines de los años ochenta. Los de aquella Europa todavía dividida en bloques, en la que la propuesta marxista, aunque ya declinante, mantenía amplias corrientes de seguidores, en los que los rescoldos del 68 agitaban la vida universitaria y comenzaban a producir sus efectos devastadores, sobre todo en la educación, y en los que la fascinación por la violencia hacía mella en círculos juveniles europeos.
El muro de Berlín cayó. Muchos derramamos entonces lágrimas de alegría. Europa ha ido avanzando y ampliándose en su construcción, qué duda cabe. Pero la de hoy muestra señales de inquietante debilidad y desconcierto, de incapacidad a responder a interrogantes esenciales y de un suicida repudio de su herencia y de su identidad.
Vivir en la historia no es someterse a la cultura dominante, no es plegarse porque sí a los poderosos, no es aceptar resignadamente lo que se nos da. Es también tener la capacidad de interpelarla y de tomar posición. El pueblo cristiano también tiene que vivir pegado a la historia, descubriendo permanentemente sus signos y en relación con ellos haciendo sus propuestas, su oferta, que es de salvación. Si no lo hace, no puede aparecer con un rostro propio y reconocible y, por lo tanto, tampoco dialogar. No sé si me equivoco, pero me parece que ésta es una intuición central en la experiencia de los mítines de Rímini. Y es la clave de su gran capacidad de convocatoria.
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