Durante el primer gobierno de Rafael Caldera, el presidente le pidió a su amigo Rector, Pedro Rincón Gutiérrez que aceptara ser uno de sus ministros. Perucho, como lo rebautizaron los merideños, declinó: “Muchas gracias, Doctor Caldera, pero un ministro lo puede remover Usted y a un Rector no.” Luego, cuando me tocó estar en el Consejo Universitario que él presidía, le escuché decir “Ser gobernador del estado después de haber sido Rector es como ser degradado, porque esta Universidad es algo demasiado excelso.” Aquel presidente tuvo que intervenir e invadir la universidad para reemplazar a nuestro rector, quien se había vuelto un candidato prácticamente invencible en las elecciones para regir el Claustro: combativo y pacificador, recto y conciliador, al mismo tiempo; capaz de sentar en diálogo en torno a su liderazgo y carisma a los más opuestos, devoto católico y amigo comprensivo de los partidos de izquierda. Político ejemplar, era un dirigente respetado y apreciado por toda su comunidad, dentro y fuera de los muros de la academia: Un Maestro, cosa que un ministro difícilmente llega a ser.
La diferencia entre ministros y maestros es la diferencia entre poder y autoridad, entre burocracia y política. Muchos creen que ser un ministro es lo máximo. El gran director de orquesta italiano Riccardo Muti decía, hablando de esa diferencia, «Una sociedad que valora más un ministro que un maestro tiene que andar muy mal. Las palabras ya lo dicen: ministro viene de “mini”, pequeño, y maestro es viene de “magno”, grande». En la política de degradación de las universidades y desatención a las mismas, ¿quién es el actual ministro de Educación Universitaria? Es un colega, profesor seguramente, que, pasando de maestro a ministro, se ha rebajado, como decía Perucho. Claro está, suponiendo que verdaderamente haya sido alguna vez maestro. Un presidente puede decidir quiénes serán sus ministros, pero un Maestro no recibe su calificación de algún funcionario, no se decreta que alguien sea maestro o maestra, ni un título basta para serlo. Un Maestro se reconoce, y lo reconocen sus discípulos. Un ministro puede o no tener sabiduría y conocimientos, pero es sólo un brazo ejecutor al servicio del presidente. La responsabilidad del Maestro, amigos, es mucho mayor. La diferencia semeja la que hay entre un político de altura y un burócrata de partido.
Son Maestros quienes desde los primeros siglos han dado existencia a la universidad. Ésta nació y se mantiene como una comunidad de Maestros. Su denominación en latín era universitas magistrorum et scholarium, desde que nació en el seno de la Iglesia, y es muy oportuno revisar lo que eso significa. Universitas era el título que distinguía toda corporación, gremio, comunidad en el Medioevo. Universidad, genéricamente, es toda unión de seres que buscan un ideal común, que se vierten hacia una unidad. La “Universidad de maestros y escolares”, traduciéndolo al español, fue el especial tipo de colectividad cuyos fines son investigar y educar, fines hacia los cuales participa toda una comunidad, organizada de acuerdo a sus diversas funciones pero fuertemente unida por el respeto a la búsqueda de la verdad y la perfección profesional. Esa relación humana casi paternal con el estudiantado no sólo es vivida por los docentes, sino por empleados y obreros, con un profundo sentido de responsabilidad. Es oportuno entender esto, porque la comunidad universitaria no puede concebirse como segmentos, como pedazos, mal ensamblados. El título mismo de “Universidad” exige, demanda, que recobremos el sentido comunitario imprescindible para que ésta cumpla cabalmente sus elevadas funciones. En ese sentido la Universidad es modelo para el Estado.
No es la primera vez que un gobierno se enfrenta a la universidad e intenta reducirla a la visión mezquina que tienen los malos maestros, los gobiernos de Guzmán Blanco, Gómez y Pérez Jiménez, cerraron universidades. Los grandes gobernantes, en cambio, han favorecido la Universidad y han procurado valerse de su generosa disponibilidad frente al país.
Mérida, como pueblo, no acepta que su Universidad, la más ilustre de sus instituciones ciudadanas, se deteriore y se hunda. Sería aceptar su propio fin. Y los universitarios por nuestra parte no podemos abandonar a Mérida ni a la universidad. Hay que actuar con indoblegable firmeza, audaz habilidad, y sensibilidad humana, astutos y prudentes, buenos y democráticos actores políticos sentando cátedra al servicio de esta valerosa y hospitalaria sede donde Dios plantó la ULA. Tenemos un papel importante que jugar contra la degradación y desmotivación que sufren el merideño y el venezolano en general. Tenemos que ser maestros que recuperen el valor de la política, y en el venidero proceso electoral urge favorecer un gobernador que mire esta relación con afectuoso respeto.
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